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Lo peor era la manera en que le había mirado. O mejor dicho: el que no le hubiera mirado en absoluto. César había coincidido en el ascensor con Morton, y ocho pisos daba para mucho. Hola, César, qué tal, dijo Morton en el tono retórico de quien no quiere ser contestado. Bien, respondió César, exultante de jovialidad fingida, mientras el aparato se ponía en marcha. Del bajo al primero hubo una micra de segundo muy angustiosa: Morton observaba la punta de sus zapatos y callaba empecinadamente. Del primero al segundo César pensó que quizá no se había mostrado lo suficientemente encantador, de modo que reforzó su sonrisa: un animoso gesto que le colgaba de la nariz como una bandera de armisticio. Pero Morton estaba ahora entretenido en limpiarse de motas las solapas. Del segundo al tercero César dijo: Vaya, vaya. Y Morton basculó el peso de su cuerpo de un pie al otro. Del tercero al cuarto César preguntó que qué tal el otro día en casa de Nacho, aunque por nada del mundo hubiera querido mencionar el tema, e incluso le horrorizaba la eventualidad de tener que hablar de ello. Menuda la armaste con el perro, respondió Morton del cuarto al quinto. Así es que del quinto al sexto César sonrió forzadamente y del sexto al séptimo advirtió que sus manos estaban empapadas de sudor. Del séptimo al octavo Morton bostezó: Qué sueño tengo. El ascensor se detuvo, se abrieron las puertas, Morton salió con paso apresurado: Hasta luego, César. Hasta luego aunque estaba seguro de que no iba a verle más en todo el día; y posiblemente tampoco al día siguiente, y ni siquiera al otro. Hasta el jueves, que era cuando se celebraba el brainstorming no tendría otra oportunidad de hablar con Morton. César se sintió en peligro. Entró en la agencia con el mismo calambre de estómago con que, en la niñez, entraba a las clases de matemáticas de don Emiliano. No se sabía la lección. Nunca sería capaz de aprendérsela correctamente. Jamás podría colmar las exigencias. Don Emiliano repartía de cuando en cuando algún sopapo, pero su especialidad radicaba en el desprecio. Odiaba a sus alumnos con una pasión pura y democrática, porque los alcanzaba a todos por igual; y era un artista a la hora de saber comunicar su inquina a los muchachos. Con don Emiliano, César obtuvo un conocimiento fundamental: aprendió para siempre jamás a ser culpable.

Y ahora la culpabilidad se le subía a las sienes y empezaba a martillearle metódicamente la cabeza. Era la jaqueca, que se introducía silenciosa y subrepticiamente en su cerebro para convertirse en huésped indeseable. Unos meses atrás, César había acudido al médico por la frecuencia con que le atacaban las neuralgias cuando venía a la agencia. ¿Sería alguna alergia? ¿Una incompatibilidad extraña con el material de la moqueta? ¿Quizás un pernicioso efecto del aire acondicionado? ¿Las luces, que estaban mal dispuestas? Y el médico se sonreía y le aconsejaba que cambiara de carácter o de trabajo. César cambió de analgésicos. Ahora usaba Dolalgial. Se tomó dos píldoras en la máquina de agua de las recepcionistas.

Estaban raros. ¿No estaban muy raros todos, en la agencia? Las recepcionistas, por ejemplo: nada de sonrisas ni de bromas. Y Smith, al cruzarse con él en el pasillo, ¿no había estado terriblemente seco? César sintió un conato de pánico: ¿Habría empezado ya el final? Echó una mirada alrededor: una enorme planta diáfana, con mamparas de cristal aquí y allá conformando secciones y cubículos. La planta de arriba, la de administración y gerencia, era distinta; pero en ésta tan sólo Morton y Quesada tenían derecho a despachos privados, con muros auténticos y ventanas a la calle; espacios cerrados que garantizaban la intimidad. Los demás, en cambio, permanecían bien a la vista: de una sola ojeada se sabía quién estaba y quién no estaba en su mesa, quién trabajaba o quién leía los periódicos. Camino de su rincón, César fue contemplando atentamente a sus compañeros; y sonrió a todo el mundo con el máximo encanto de que se sentía capaz. Pero los colegas respondían ceñudamente o incluso no respondían en absoluto. César los hubiera abrazado, los hubiera besado, les hubiera explicado lo mucho que los quería, embargado repentinamente por un ataque de ese anhelante amor que suele nacer de la necesidad. Pero comprendió que resultaría ridículo y se abstuvo. Entró en su despacho angustiadísimo.

Porque, desde luego, Morton había estado muy extraño. Seco y cortante. Como enfadado. Oh, oh, qué horror, Morton estaba disgustado con él, eso era seguro. Hora, César, qué tal, había dicho al principio. Un saludo convencional expresado en un tono distante. ¡Pero si ni tan siquiera le había mirado a la cara! Y ese penoso silencio que se extendía entre ambos. Morton estaba enfadado. Él, que siempre defendió a César contra los ataques de Quesada y de los otros. ¡Morton estaba decepcionado! Menuda la armaste con el perro, había dicho cuando él tuvo la lamentable ocurrencia de sacar el tema. Menuda la armaste. Llevas un montón de tiempo sin dar ni clavo, podría haber dicho también en el mismo tono reprobatorio. Menuda la armaste, me has decepcionado. Ése era el mensaje de su frase. Y, luego, ese bostezo despectivo; para demostrar el aburrimiento que le producía César; quizá para humillarlo. Y ese modo de salir corriendo en cuanto que el ascensor llegó al octavo piso. Había defraudado a Morton. César se sintió como si hubiera suspendido el Juicio Final. No has estudiado suficiente, tronaba un Dios de cejas enredadas y muy gruesas. Perezoso, inútil, vago, coreaban los malditos querubines. César levantó la mirada del book de dibujos que estaba fingiendo estudiar. Más allá de las mamparas de cristal el mundo se extendía tan apacible como un campo minado. Estaban raros sus compañeros. Los veía removerse inquietos sobre sus mesas, reunirse de tres en tres por los rincones, comentar secretos de los que César se hallaba siempre excluido. Quizás estuvieran hablando de él, precisamente. Sabéis que César le dio una patada al perro de… O más probablemente: César no sirve para nada, ya va siendo hora de que se acabe el insultante privilegio que mantiene. Aunque no, lo más seguro era que supiesen que Morton le había despedido. Han despedido a César, sabéis, lo que pasa es que él aún no se ha enterado. Hablaban y hablaban por las esquinas y todo el mundo conocía las claves del enigma menos él.

Sonó el teléfono. Conchita descolgó. Que es un tal Francisco Ríos, que dice que le ha dejado a usted un book anunció lúgubremente la secretaria mientras clavaba la mirada en la puerta. Dígale que no he venido, que llame a última hora de la mañana, por favor. Que no ha venido y que le telefonee usted más tarde, repetía ella en el auricular malevolentemente y sin esforzarse en disimulos. Conchita era una veterana, procedía de los tiempos de Rumbo y para su desventura había sido la fiel secretaria de Matías; de modo que cuando su jefe cayó en desgracia ella le siguió al abismo. En la empresa no se fiaban ahora de ella, porque era inteligente, sabía mucho y se encontraba furibunda. Por eso se la habían adjudicado a César: porque él no venía casi nunca por la agencia, de modo que Conchita no tenía nada que hacer. Se lo había dicho Quesada una tarde, como vendiéndole el favor: Que te vamos a mandar una secretaria, César. Y él se había quedado boquiabierto. Pero luego comprendió que tan sólo se trataba de un castigo. Un castigo para Conchita, que había sido demasiado lenguaraz tras la destitución de Matías; y un castigo quizá también para él, César. Conchita le odiaba, considerándole uno de sus verdugos, o quizá su torturador personal y más directo. Odiaba que no viniera por el despacho y que no le diera ningún tipo de trabajo. Y quizá también le despreciara. Sí, eso era, le despreciaba por inútil. Conchita era para César como uno de esos espejos de aumento en los que, cuando uno se asoma a ellos, sólo ve enormes poros negros y espinillas de tamaño colosal.

Pero veamos: si se analizaba la conversación con calma tampoco había sido tan terrible. Hola, César, qué tal, había dicho Morton; era un saludo convencional pero agradable. Incluso personalizado y casi íntimo. Holacésarquétal, en realidad estaba bastante bien, Morton podría haber dicho simplemente hola, por ejemplo. O también: Hola, César. Y: Hola, qué tal. O incluso: Qué tal, César. O sólo: Qué tal. Pero no. Morton había dicho las tres cosas, hola-César-qué tal, en realidad sonaba bastante afectuoso. Sobre todo teniendo en cuenta que era temprano por la mañana y que se trataba de una conversación de ascensor, que son siempre absurdas y banales. Menuda la armaste con el perro. Esa frase tampoco tenía por qué ser necesariamente reprobatoria; era César quien había metido la pata al sacar el tema de la fiesta; y Morton había respondido con una observación humorística. Menuda la armaste con el perro. Era una construcción coloquial, sonaba a complicidad y no a censura. Por otra parte, era evidente que Morton estaba cansado; por eso bostezó y dijo: Qué sueño tengo. Nada más natural, pues, que el hecho de que se mantuviera más bien callado. Y además: que Morton bostezara tan abiertamente ante él, ¿no era una prueba de confianza? ¿De intimidad, incluso?

Conchita tenía los brazos cruzados sobre el pecho y clavaba la vista, desafiante, en un punto perdido del espacio situado a cosa de un palmo por encima de la cabeza de César. Con esto quería decir: Miradme, aquí estoy sin hacer nada, me habéis enterrado viva en la tumba de la pasividad. Conchita contemplaba obcecadamente la pared y mantenía sus brazos bien cruzados porque temía que, si bajaba los ojos o apoyaba sus codos en la mesa, algún paseante pudiera confundir su postura y creer, siquiera por un horrible instante, que se encontraba ocupada en algún trabajo. Cuando la única ocupación que le quedaba era la ostentación de su inactividad. Así es que se sentaba muy tiesa y escrutaba la nada durante horas. César sentía cómo el aire por encima de su cabeza se iba poniendo incandescente de resultas de la tórrida mirada de Conchita.

César pasó distraídamente otras dos hojas del book e intentó concentrarse. Vamos, vamos; el tal… cerró el book para ver el nombre en la tapa… Francisco Ríos volvería a telefonear un poco más tarde; querría saber qué le habían parecido sus dibujos, sus anuncios, sus carteles. Seguro que era un muchacho joven hambriento de gloria y lleno de ansias laborales. Un adicto al trabajo. César pasó una hoja más, y entonces su propio nombre pareció saltar de la página y agredir su retina, su propio nombre escrito en uno de los anuncios, un cesarmiranda agazapado entre las líneas de texto, cesarmiranda golpeando su atención. Pero no, qué tontería: cuando César miró el texto con más cuidado, comprobó rápidamente que no ponía César Miranda, sino Casas Modernas. Era curioso: siempre se sobresaltaba cuando veía su nombre en los papeles. Siempre temía que fueran a hablar mal de él. Siempre le embargaba un vago presentimiento de desastre. Y en ocasiones acertaba: como cuando algún crítico de arte le despellejaba sin clemencia; y a veces algún periodista le lanzaba una andanada envenenada sin que viniera a cuento. Claro que también había referencias amables: César Miranda, el brillante artista pop… Qué desasosiego andar en tantas bocas como la servilleta de un hotel.

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