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No siempre fue así. No siempre se había sentido César así de enano y de gusano. Cuando las cosas empezaron a ir mal.

Cuando las cosas empezaron a ir mal, que quizá fuera en el mismo momento en que nació, aunque César solía fechar el giro infausto de su vida unos cuantos años atrás, poco antes de que llegase Nacho. Pues bien, cuando las cosas comenzaron a ir mal él se defendió brillantemente. Al principio César pensaba: Me tienen envidia porque soy mejor que ellos. Y se decía: No me merecen. Y varias veces le tentó la idea de abandonar la Golden Line. Me marcharé, decía, y entonces se darán cuenta de lo que están perdiendo. Pero pasaron los días, las semanas, y él se fue acostumbrando a la pequeña indignidad, como esas mujeres que se emparejaban con un bruto, y que, a fuerza de padecer brutalidad, terminaban convertidas en víctimas perfectas, ajenas a sí mismas, amoldadas a la paliza o al insulto por una morbosa dependencia. Y después llegó Nacho. No estaban mal las cosas del tal… Francisco Ríos. A estas alturas cualquier joven imberbe parecía tener mejores ideas que él.

La verdad, César hubiera podido soportar mucho mejor a Conchita si entre su odio y él hubiera habido más espacio. Pero tal y como era ahora el despacho apenas si había sitio para las dos mesas. Ahí estaban, el uno contra el otro, condenados a verse; la mesa de Conchita pegada a la suya, la cara de Conchita justo enfrente. Con sólo extender un brazo podría tocarla. César se sintió incluso tentado a agitar los dedos por delante de los ojos en trance de Conchita. Sacudir airosamente las falanges como el mago que rescata a su ayudante de una hipnosis profunda. Hale hop, y la mujer rompería su molde de piedra y se convertiría en persona. Aunque no, sería mejor no arriesgarse; porque César sospechaba que Conchita ocultaba un talante de Gorgona y temía despertar su mirada letal y fulminante.

A César le habían achicado el despacho dos veces. De pronto llegaban un par de hombres fornidos y en media hora cambiaban las puertas y movían todas las mamparas, con la facilidad de quien monta y desmonta un gran mecano. La primera vez fue cuando dimitió de su cargo de director de arte: No te molestará que reduzcamos un poco tu despacho, le explicó Morton, de ahora en adelante apenas si lo vas a necesitar. Claro que no, a mí esas tonterías no me importan, respondió entonces él con orgullosa sinceridad. Así es que llegaron los hombretones y corrieron las paredes. Le quitaron uno de los armarios, parte de la ventana y un puñado de metros de moqueta, de modo que ya no tenía lugar para el sofá. Además clausuraron la puerta que daba al antedespacho de la secretaria, abriendo otra entrada, en cambio, que comunicaba este antedespacho con la pecera de Miguel. Que era su vecino de panel y quien más se estaba favoreciendo de los corrimientos de mamparas. A Miguel, recién ascendido, fueron a parar su armario, su media ventana y su suelo robado. Pero a César no le importaba nada de eso. Se sentía inmensamente feliz tras liberarse de las responsabilidades de su cargo. Le fastidiaban, sin embargo, los malévolos comentarios de la gente. Vaya, parece que te han quitado la secretaria. Hombre, por lo visto te están achicando la guarida. ¿Y qué ha sido del sofá que antes tenías? Comentarios que se hicieron más sarcásticos e impúdicos tras la segunda reestructuración, cuando se quedó sin ventana y sin el segundo armario y le dejaron el despacho reducido al microscópico chiscón que ahora tenía. Chico, César, quién te ha visto y quién te ve. ¿Han pasado por aquí los jíbaros? Muy acogedor, tu nuevo despacho; sólo que para estornudar tendrás que salir fuera. Incluso cuando no le importaba de verdad, incluso al principio, cuando el prescindir de secretaria fue para él un alivio y su dimisión un proyecto largamente acariciado, César se revolvía ante el escozor de los aguijonazos y se esforzaba en permanecer indiferente frente a sus sonrisas insultantes.

Era cierto que a menudo los castigos y las recompensas de la empresa se manifestaban así, en palmos de ventana y metros de moqueta. Cada vez que los hombretones entraban en la agencia la actividad laboral se detenía, y todos, entre sobrecogidos y fascinados, atendían al correr y descorrer de mamparas, a la ceremonia de enaltecimiento o de degradación. Como quien asiste a un desfile triunfal o a una ejecución pública. Maquiavélico juego éste, el del espacio intercambiable; porque todo empequeñecimiento de despacho solía corresponderse con un engrandecimiento en otro sitio, de modo que la ruina de éste suponía la consagración de aquél o viceversa, lo cual, amén de ejemplarizar la ceremonia, fomentaba eficazmente las inquinas personales. Porque era difícil perdonar al que te robaba la moqueta.

Con Matías, por ejemplo, fue aún peor: le sacaron de su despacho y le metieron en lo que en la agencia era popularmente conocido como la nevera o el cementerio de elefantes, un cubículo rectangular y amplio que ya albergaba a otras tres personas y una considerable cantidad de resquemor y tristeza. Y había que ver a Matías cruzando la planta camino de su nuevo destino, escoltado por un silencio horrible y abrazado como un náufrago a una papelera llena de cajas de clips, pisapapeles de propaganda, bolígrafos sin capuchón, agendas de años diversos, pegamentos, tijeras, grapadoras, carpetas, fotos de su hija, parches para callos del Doctor Scholl, cartuchos de recambio para la pluma, correspondencia atrasada, sobres de alkaseltzer, betún para zapatos y todo ese cúmulo de inimaginable porquería que van criando los cajones de una mesa de despacho tras muchos años de haber estado sentado frente a ella.

Mira que mandarle el book a él, a César, como si él pudiera hacer algo; el chico éste, el tal Francisco Ríos, estaba fatal informado. César había dejado el puesto de director de arte hacía cuatro años. ¡Y lo dejó por propia voluntad, porque él lo quiso! Pero la socarronería de los demás le levantaba ampollas. Eso, el que él hubiera abandonado el cargo por decisión personal, no parecía impresionar a nadie. Era como si más allá del Poder tan sólo existieran el llanto y el rechinar de dientes; y ay de aquel que se lanzara a los infiernos por propia voluntad, porque entonces sería considerado más torpe, más loco o más cobarde.

Estaban todos muy raros hoy, muy raros. Había más corrillos que los habituales, una tensión distinta en el ambiente. Quesada entró en el contiguo despacho de Miguel y se sentó en el sofá. En el que antaño fue sofá de César. Los veía a través del cristal, Quesada y Miguel hablando animada y conspiradoramente. Un momento: ¿le estaban mirando? César no se atrevía a contemplarlos directamente a través de la mampara. ¿Le estaban mirando? ¿Quesada y Miguel le miraban y hablaban algo sobre él? Empezaron a sudarle las palmas de las manos. Pasó una hoja del book, y otra, y llegó al final, y tuvo que volver a abrir el álbum por el principio, mientras atisbaba a los vecinos con el rabillo del ojo. ¿Estaban de verdad hablando de él? Los cubículos estaban bien aislados y no conseguía entender sus palabras. La excitación le levantó de la silla como un muñeco de resorte, y una vez en pie se vio obligado a buscar una finalidad a su movimiento para no ponerse en evidencia. Decidió ir al retrete. La cabeza le dolía tanto que le resultaba asombroso el no haber muerto de ello.

En los servicios se tomó otros dos dolalgiales con un buche de agua del lavabo. Además de un nolotil que le ofreció Pepe, que también padecía de jaquecas. Dicen que hoy es el día, ya veremos, comentó Pepe mientras se sacudía morosa y meticulosamente. ¿El día de qué?, preguntó César. Oh, claro, era una tía estupenda, disimuló Pepe al ver entrar a Miguel; ya me contarás qué tal te va con ella, añadió saliendo apresuradamente del retrete. Qué pasa, hombre, ¿tienes un ligue nuevo?, dijo Miguel con la confraternidad del cazador. Y César: No, sí. Tú sí que vives bien, insistía el otro. Sí, no, farfulló él, y le inquietó no saber si el tú sí que vives bien encerraba un doble sentido, una intención aviesa.

Lo primero que hizo al salir de los servicios fue buscar a Pepe. Estaba frente a su tablero, rodeado por los otros dibujantes. Cuando le vio llegar empezó a mover las cejas y a hacer gestos horribles con los ojos: Vaya, César, decía abalanzándose sobre él, ¿tienes dinero suelto?, agarrándole de un brazo sin dejar de bizquear, invítame a un café en la máquina, arrastrándole imperiosamente hacia el pasillo. Es que no me fío de estos tíos, susurró Pepe cuando estuvieron lo suficientemente lejos de todo el mundo, son unos espías de Quesada. Pepe llevaba años castigado pegando letraset: no era de extrañar que hubiera adquirido el desesperante hábito de no contemplar jamás a sus interlocutores, sino que barría incesantemente los alrededores con una mirada alerta y vigilante, como si sus ojos fueran los reflectores de una peculiar prisión ocupada por un único preso. Pepe no sabía a ciencia cierta el porqué de su condena, del mismo modo que César desconocía con exactitud la causa del odio que le profesaba Quesada, porque la empresa impartía su justicia desde el más total de los secretos. Y así, casi nunca se sabía si algo se había hecho mal o bien, sino tan sólo si una persona se encontraba en gracia o en desgracia, estados mortificantes o beatíficos que los empleados debían adivinar a través de pequeños signos revelados, de indicios tales como una alentadora sonrisa de Morton durante el brainstorming que Miguel se detuviera a contarte un chiste en el pasillo o que Quesada se interesara por la salud de tu hijo pequeño, buenísima señal aun en el caso de que no tuvieras hijos. O, por el contrario, los síntomas funestos: un desdeñoso comentario a tu trabajo soltado en público por alguno de los esbirros de Quesada, un retraso inexplicable e inexplicado en conseguir audiencia con Morton, o el que uno de tus más encarnizados enemigos viniera a palmearte ostentosamente las espaldas y a llamarte maestro en mitad de la agencia. Estas señales no eran sino los barruntos de lo que después vendría: promociones fulgurantes o indefinidas condenas a pegar letraset. De modo que todo el mundo, cuando advertía los indicios de un cambio de estado, intentaba analizar, comprender y adivinar el porqué del mismo; qué había hecho bien Fulano, qué había hecho mal Mengano, para imitar o evitar las causas de tal mudanza. Y a menudo los mismos interesados tenían que devanarse la cabeza intentando comprender qué les pasaba, por qué se habían convertido de la noche a la mañana en apestados. Lo cual, el caer en súbita desgracia, constituía el principal temor de los empleados de la agencia, la Gran Amenaza, la versión laboral del acabóse. Ello hacía que todos anduvieran olfateando el aire como perdigueros en tensión, a la caza de algún aroma de desgracia, sopesando y aquilatando cada gesto y cada monosílabo de los jefes por ver de descifrar el sentido oculto de las cosas; y ello hacía también que en la agencia imperaran los usos sociales más conservadores, esto es, reír las gracias de los mandos, censurar las costumbres de los censurados y opinar siempre lo mismo que opinaban los jerarcas. Por ejemplo, ahora todo el mundo practicaba el squash, porque un día Morton había manifestado que era un deporte muy sano y relajante; y, tras una etapa de apogeo, nadie jugaba ya al mus, porque Quesada había dicho que se trataba de un pasatiempo pueblerino y muy vulgar.

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