No siempre fue así, estaba intentando explicar César al hombre joven. No siempre fue así, repetía mientras el tipo apuntaba algo en un papel con una letra microscópica. Acabó de escribir, levantó la cara y miró a César. Le decía que no siempre fue así, al principio yo estaba convencido de que eran los demás quienes se equivocaban; lo cierto es que enseguida alcancé bastante éxito, me hice popular, colgaron un cuadro mío en el Museo de Arte Contemporáneo, ¿conoce el museo?, en fin, todo vino casi de golpe, y, la verdad, yo creo que en alguna medida me desbordó la situación. ¿Orina usted bien?, preguntó el hombre, aprovechando el punto de respiro del contrario. César cerró la boca y cabeceó que sí, que orinaba estupendamente. ¿Y el color? ¿Qué color? El de la orina. Cielos, y yo qué sé, color cerveza. Pero había cervezas rubias, cervezas rojizas, cervezas espesas y muy negras, y el joven médico parecía empeñado en saber el cromatismo exacto del asunto. Qué estúpido soy, pensó César con irritación; y se arrepintió de haber venido.
Era el chequeo anual que pagaba la agencia, una revisión rutinaria y gratuita. Hacía años que César no utilizaba estos servicios, y en realidad no sabía muy bien por qué se le había ocurrido recurrir a ellos ahora. Durante un par de horas su cuerpo había sido pinchado, radiografiado, tocado, estrujado, palpado, golpeado, tironeado y escrutado por diversos seres vestidos de blanco y en apariencia mudos. Fue después, cuando le introdujeron en un despachito y se encontró frente a un joven que semejaba humano y que le hablaba, cuando a César, aún en ayunas, mareado de tanto fumar, estremecido todavía por el análisis de sangre y, en suma, en condiciones de debilidad manifiesta, se le destapó la enfermedad moral. Y empezó a hablar. En su descargo hay que decir que, fuera de los calcetines y los zapatos, César se encontraba totalmente desnudo; una breve bata hospitalaria, abierta por la espalda, apenas si ocultaba sus vergüenzas. Tan frágil, tan expuesto.
De modo que sí, habló. El médico era un muchacho amable, un tipo comprensivo. O eso le había parecido a César al principio, cuando empezó a interrogarle sobre su estado de salud. Por ejemplo, le había preguntado si era un hombre nervioso; y César había contestado que sí, oh, sí, que estaba últimamente muy angustiado. Y había hablado. El médico le contemplaba atentamente, interesadamente, ¡quizás incluso afectuosamente!, y él, César, hablaba y hablaba. Pero ahora, de pronto, el tipo sólo parecía interesarse en el color de la orina y en la frecuencia de las deposiciones. Como si quisiera humillarlo tras el aluvión de confidencias. Como si deseara recordarle que no era más que un paciente en su rutina. César se removió con incomodidad en el asiento. El áspero tejido de la bata rozó su piel desnuda. Se encontraba tan ridículo así vestido. El médico seguía apuntando algo en sus papeles, repentinamente frío y desdeñoso. Qué estúpida debilidad la suya, pensó César, al haberse sincerado de ese modo. Apretó los labios, dispuesto a no añadir palabra; y se irguió en la butaca con toda la dignidad que el mandil hospitalario permitía. Pero en ese momento el hombre se levantó de la mesa sin siquiera mirarle; vuelvo enseguida, masculló confusamente; y desapareció a toda prisa por la puerta. César permaneció unos instantes calibrando el silencio, sopesando la ausencia, sorprendido aún de la rápida fuga. Después dejó salir muy despacito el aire con el que, momentos antes, había hinchado de orgullo sus pulmones. Ahí quedó César, desinflado, callado y expectante.
Qué necio había sido. Cuanto más lo pensaba César, más se lamentaba de su impulso hablador. ¡Pero si incluso le había contado lo de Clara! En fin, no con detalles. Sólo que desde que ella se había ido todo había empeorado sin remedio. Parecía tan buen chico el médico, al principio. Tan acogedor y tan humano. Para luego tornarse en un extraño. Quizás en un enemigo. ¿A dónde se habría ido ahora ese maldito?
César cruzó las piernas. Las descruzó. Se mordió las uñas, a falta de un cigarrillo. Se levantó y miró por la ventana. Abajo había un pequeño jardín, un banco de madera, un estanque sin agua. Tardaba demasiado en volver, el medicucho. El reloj se había quedado junto a sus ropas, pero César calculó que debían de haber pasado al menos diez minutos. Ahora bien, un momento. ¿Y si el tipo se hubiese ido para siempre? ¿Y si hubiera dado por terminada la visita? Al marcharse, ¿había dicho de verdad vuelvo enseguida? ¿O César había entendido mal el bisbiseo y en realidad había dicho puede irse? ¿Qué se esperaba de él? ¿Qué debía hacer? ¿No estaría poniéndose en ridículo al aguardar en esa habitación como un imbécil? El desasosiego le trepó como un escalofrío por la columna vertebral. Qué situación tan absurda, se dijo César con progresivo enojo: permanecer olvidado como un mueble en la consulta de un hospital. Se acercó de puntillas a la puerta y abrió la hoja cautelosamente: en el largo pasillo no se veía a nadie. ¿Qué sería lo correcto, quedarse o irse? Cerró y volvió a la silla. No se sentía muy bien, ahora se estaba dando cuenta; en realidad se encontraba bastante mareado. Seguramente era cosa del estómago vacío. Y puede que también del desconcierto.
Pero qué estúpido. Cómo había podido hablar tan abiertamente con el médico, sabiendo como sabía que este servicio hospitalario trabajaba habitualmente para la Golden Line. Era más que probable que el tipo conociera a Morton, a Quesada; y que les contara todas las barbaridades que él había dicho. Porque César había hablado largo y tendido de la agencia. Incluso había llegado a compararla con el Ejército. Cuando a él le había tocado hacer el servicio militar, había explicado César, se había pasado un mes acarreando piedras de una esquina a otra del cuartel. Ahí, en un rincón del patio, había dos toneladas de rocalla. Fragmentos pétreos venidos de quién sabía dónde. Pues bien, César y sus compañeros de infortunio tenían que recoger las piedras, atravesar el patio y depositarlas en la esquina de enfrente, hasta trasladar todo el montón. Y una vez apilada primorosamente la rocalla en su nuevo emplazamiento, se les ordenaba volver a colocarla en el sitio original. Era, César se dio cuenta con el tiempo, un juego infinito; y generaciones de quintos se habían roto las uñas con las piedras. No se podía decir que fuera una tarea físicamente brutal; los pedazos de roca no eran grandes y, aunque se trataba de un trabajo duro, resultaba menos agotador que las maniobras. Pero lo que lo convertía en insoportable era el absurdo; la inutilidad del acarreo; la indignidad de tener que obedecer una orden demente. Ahora bien, ¿pensaba el joven doctor que semejante actividad era realmente inútil? Porque si lo pensaba se estaba equivocando totalmente. El acarrear piedras durante una eternidad de una esquina a la otra y viceversa poseía su lógica, una lógica sin duda morbosa pero exacta. Porque así se disciplinaba al ser humano en la obediencia ciega; se le rompía el orgullo, se le humillaba en su capacidad crítica, se le quebrantaba la razón. Era un molde de servidumbre. Y ése era el método que aplicaba la Golden Line y todas las Golden Line que en el mundo hubiere. Así se había expresado César, más o menos. Todo eso le había dicho al joven médico. Qué ingenuidad la suya, qué torpeza.
Vuelvo enseguida. Puede irse. César repitió varias veces las frases a media voz, calibrando la posibilidad de confusión, el emborronamiento de las sílabas, la superposición de fricativas. Vuelvoenseguidapuedeirse. Si se decía lo suficientemente deprisa y sin vocalizar correctamente, las palabras terminaban resultando indistinguibles. Ése era el sino de su vida, reflexionó César amargamente: debatirse en un malentendido interminable. En el cuarto hacía un calor enfermizo, un bochorno de estufa. César se levantó de nuevo, abrió la puerta. Quedarse o irse. Cuál sería el comportamiento adecuado. Qué demonios esperaba el mundo de él. Si se quedaba podrían pasar horas antes de que entrara una enfermera; o incluso el médico. ¡Pero todavía está usted aquí!, exclamarían asombrados, mirándole como quien mira a un pobre tonto. Ahora bien, si se marchaba probablemente el joven doctor regresaría al instante. ¡Dónde se habrá metido este cretino!, bufaría el doctor, estupefacto; y le mandaría buscar por todos los corredores de la casa. Decidiera lo que decidiese, César estaba convencido de que terminaría haciendo el ridículo. Cerró la puerta con cuidado y regresó a su silla.
Quesada. ¡Fue cosa de Quesada! Oh, sí, ahora lo recordaba todo, pensó César con súbita y desfalleciente comprensión. Fue Quesada quien, días antes, le había dicho que tenía un aspecto horrible. ¿Qué te pasa, César?, trompeteó en mitad de la agencia, tienes la cara gris, pareces enfermo, ¿por qué no te haces un chequeo? Había sido Quesada. César gimió bajito y se agarró al asiento.
Calma, calma. No podía ser. Pero, ¿y si era? ¿No se había comportado en realidad el joven doctor de un modo extraño? ¿Al principio tan accesible y tan atento? ¡Interrogándole de modo solapado! Y después, una vez obtenida la información, recuperando su frialdad profesional de esbirro médico. Y el comentario de Quesada, por otra parte, ¿no era de una amabilidad muy sospechosa? ¿Y si estuviera todo previsto y programado? ¿Si le hubieran enviado al hospital para demostrar su incapacidad técnicamente? Ha dicho que la Golden Ltne es un molde de servidumbre, informaría ese médico-espía. Y sí, por todos los santos, sí, sí, sí; él, César, había explicado que la Golden Line era un molde de servidumbre, que rompía el orgullo, que quebrantaba la razón. ¡Antisocial, carente de espíritu de empresa! Eso es lo que dirían de él. Es un inadaptado, concluirían. Cómo se le podía haber ocurrido a César soltar semejante panfleto al enemigo. Si además en el fondo ni tan siquiera se lo creía. Se secó el sudor de las manos en la bata. Hacía tanto calor que resultaba difícil respirar.
Tenía que irse. Huir. Librarse de esa trampa maquiavélica. Porque además, quién sabe, quizá le estuvieran probando en ese instante. El médico se había marchado hacía muchísimo, y puede que todo formara parte de una especie de test psicológico, como los que hacían en el departamento de personal. Para comprobar si él, César, tenía suficiente capacidad de iniciativa. Huir, Se levantó y salió al pasillo.
Sus ropas. Dónde estarían sus ropas. Porque al llegar se había desnudado en un pequeño cuarto; y luego una enfermera le había llevado de acá para allá durante horas. El corredor estaba lleno de puertas, todas cerradas, todas idénticas; imposible recordar detrás de cuál se encontraba su traje, su dignidad y la salida. El pantalón de pana. La gastada camisa de franela. La chaqueta de mezclilla. Añoraba sus ropas con la misma desesperación con que el náufrago añora un trago de agua fresca. En el pasillo no se veía un alma. Caminó al azar hacia la derecha. La primera puerta tenía un cartel metálico en donde podía leerse Rayos X. La siguiente era la consulta de un tal doctor Peláez. La tercera puerta carecía de signos exteriores. Apoyó la mano en el picaporte. Escuchó el silencio durante un largo rato. Suspiró. Tragó saliva. Abrió la hoja.