Ya sabes que el delegado de Los Ángeles va a venir para la Convención; no sé si a él se le va a poder convencer de todo esto. ¿De qué?, preguntó César, aturdido. Te lo acabo de decir, de tu inocencia; como todo el mundo sabe que estás liado con Paula… que lo has estado. Como llevas una vida tan independiente y tan al margen de la empresa. Como hay gente que considera que no te encuentras integrado en Golden Line, que no participas en la agencia. Yo no pienso así, ya me conoces. Pero hay gente que murmura, en fin, ya sabes. Quesada era como un muro de granito frente a César en donde rebotaba y reverberaba la suave voz de Morton.
Era cierto. Él no acudía al rito etílico de cada atardecer. Él no dedicaba sus fines de semana a acompañar a Quesada a las carreras o a Miguel al Casino. A cambio de esto, de esta lejanía física y alcohólica, los contornos de César se iban haciendo cada vez menos firmes, más confusos. Cartas que antes llegaban a su nombre eran ahora remitidas a Nacho; los clientes que antes querían conocer a César se deleitaban ahora sacudiendo la mano de su rival; los organizadores de cenas oficiales, cócteles y demás actos sociales, que siempre persiguieron obcecadamente a César, habían cambiado ahora el norte de su obsesión y andaban a la caza del muchacho de moda. Incluso los compañeros de la agencia le llamaban muchas veces Nacho inadvertidamente; ay, perdón, decían al darse cuenta del error, disculpándose con humillante énfasis; para después volverse a equivocar al instante siguiente y llamarle de nuevo por el nombre del otro, de su sucesor, de su enterrador, de su caníbal. Nacho le había devorado y ahora César ya no sabía bien dónde tenía el alma. La misma Paula le había llamado Nacho hacía dos días.
Claro que estamos seguros de que es cosa de Paula, y tú también lo sabes, dijo Morton. No quiero ponerme rojo, pensó César. No quiero ponerme rojo, se desesperaba interiormente, mientras sentía subir un imparable rubor por sus mejillas. Y Morton, magnánimo: Escucha, no me importa que lo supieras; no ibas a venir a delatar a tu chica, eso lo entiendo; pero el asunto ha llegado lejos, es muy grave. Muy grave, repitió Quesada en tono lúgubre, agitando el látigo por encima de su cabeza cuadrada, azuzando el tiro de mulas de su carro, inconmovible, arrollador, dispuesto a triturar cualquier obstáculo. Queremos despedir a Paula, estamos en nuestro derecho a hacerlo, como comprenderás es justo. Pero no tenemos pruebas de que ella haya dado todo este material a Noticias Hoy. Y es ahí donde tú puedes ayudarnos.
En realidad tenían razón, se dijo César; le dolía la cabeza y se sentía confundido. En realidad Paula se había comportado mal, se había excedido. Morton continuaba hablando y su voz parecía llegar desde muy lejos: Por supuesto que pensamos llegar a un acuerdo con ella; no queremos escándalos. Pero nos gustaría tener un triunfo en la mano por si Paula pretendiera acudir a los tribunales. Un testigo en su contra. Es decir, tú, César. En realidad, se repitió atolondradamente César, Paula se merecía el despido. No tienes más que firmar aquí; y te garantizo que guardaré el papel en la caja fuerte y que sólo lo sacaré en caso necesario. Si todo marcha bien no lo sabrá nadie, o casi nadie; pero comprenderás que tenemos que cubrirnos las espaldas. Con qué propiedad hablaba Morton, pensó César; Morton suave, Morton cortés, un Morton tan delicado como las criaturas celestiales, como un querubín ávido de poder, como un serafín implacable y tirano, Ángel de Perdición de los humanos.
César cogió la carta que Morton le tendía: era una declaración jurada comprometiéndose a testificar en contra de Paula en el caso de que se fuera a juicio. La hoja tembló imperceptiblemente entre sus dedos. ¿Quieres una copa?, preguntó Morton. Y César quiso un coñac y se lo bebió de un trago. No estás obligado a firmar, naturalmente, decía Morton; pero te agradeceríamos mucho que lo hicieras; a fin de cuentas es la primera vez que la Golden Line te pide algo, ¿no es así? No, no era así, había algo radicalmente falso en el razonamiento, pero César no sabía encontrar la falla, la fisura. Cabeceó afirmativamente sin musitar palabra, porque el polvo de los otros corredores le estaba ahogando. Y además, proseguía Morton, tampoco te lo voy a negar, creo que sería francamente bueno para ti. César se estaba quedando atrás, la masa de los competidores se alejaba, por delante y por detrás de él no había más que desierto y soledad, un campo agostado por el tropel de tantos pies ansiosos. Sintió un frío infinito. Cogió la Mont-Blanc que Morton le ofrecía y firmó entumecidamente al pie de la carta. Muy bien, sonrió Morton, muy bien, sonrió Quesada. Por cierto, ten, se había traspapelado, dijo Morton, entregándole un sobre azul de correo interior que esperaba con pulcritud sobre la mesa. César lo abrió: era la convocatoria para la Convención. Carajo, se dijo sorbiéndose las lágrimas, a fin de cuentas Paula me traicionó primero.