Mirándola dormir, César se acordaba de Clara; a ambas les sentaba bien el sueño. Clara, de espaldas y dormida, era mucho más acogedora de lo que jamás llegó a ser despierta y cara a cara. En cuanto a la chica que ahora ocupaba su cama, el sopor casi parecía devolverle su cualidad de objeto deseable. Con el pelo rizado extendido sobre la almohada como el fondo de terciopelo oscuro de un joyero sobre el que se ofreciera un camafeo en perfil de la muchacha. Todo sumamente poético y muy vacío.
Previamente cambió las sábanas, aun a sabiendas de que la cosa iba a salir fatal. No era la misma casa, pero sí la misma cama que compartió durante tres años con Clara. Y el desnivel que ahora provocaba que la chica se deslizara hacia él había sido excavado pacientemente por el cuerpo de Clara en la materia del colchón. Por entonces él había deseado que Clara ahondara indefinidamente el hoyo, que horadara hasta la destrucción ese colchón y muchos otros, que el futuro se extendiera ante ellos como una tonelada de colchones a destrozar por muchas noches de sueños compartidos. O de insomnios sobrellevados conjuntamente. O de gripes mutuamente mimadas. De noche, Clara Bella Durmiente se entregaba entera y sin reservas al abrazo con que César la envolvía. A veces César la sentía respirar entre sus brazos, pequeña y cobijada, frágil como una niña a la que hubiera él de proteger; y en otras ocasiones se agarraba a ella y a su espalda caliente como el náufrago se aferra al último madero. Dormida, Clara bella y nocturna siempre respondía y era lo que él quería que fuese. Pero de día se miraban el uno al otro desde los extremos opuestos de una distancia sideral. Furiosos de comprobarse una vez más tan lejos.
La chica había venido a entrevistarle para un reportaje que estaba haciendo sobre publicidad. Hacía años que César prescindía de ligar así, con semejante precipitación. Pero la muchacha era tan joven, se la veía tan admirativa e impresionada. Es decir, reunía justamente todas las características que hubieran debido retraer a César; y sin embargo siguió adelante cerrilmente. El momento cumbre de su debilidad fue cuando se levantaron de la mesa del café en donde habían estado haciendo la entrevista. Bastante malo había sido ya el prolongar la cita con cerca de dos horas de charla insustancial, mientras la tarde moría al otro lado de los ventanales del café y el camarero servía a la chica una infinidad de cocacolas. Que estaba en primer curso de periodismo, contaba la muchacha. Que gracias a un amigo de su padre, subdirector de una revista, había empezado a hacer algún que otro trabajo. Que su familia era del sur y que ella vivía en la ciudad en un apartamento con dos amigas. Que le gustaba mucho hacer entrevistas. Que en cambio a su hermano, el único que tenía, le gustaban las motos sobre todo. ¿César había tenido moto alguna vez? Fuera del café la acera estaba adquiriendo un color azul profundo y el semáforo parecía una herida en la creciente oscuridad. A César le pinchaba la próstata, o quizá fuera alguna otra víscera adyacente y fatigada. Cómo, ¿que no había tenido moto nunca? Qué extraño, porque ella pensaba que César debía de haber hecho de todo en la vida. Ella, desde luego, quería hacerlo todo; participar en carreras de coches, tirarse en paracaídas, ir en canoa por la selva; y sobre todo viajar, recorrerse de arriba a abajo el mundo. ¿César había estado en muchos países? En ese momento, César consiguió pagar al camarero e incluso levantarse del asiento, gastando en semejante esfuerzo sus energías restantes. La chica también se puso en pie, sus rizos agitándose en torno a su cabeza como una llamarada negra, sus mejillas de rica nata enrojecidas por un rubor coqueto. Entonces César cayó en el momento cumbre de su debilidad y la invitó a cenar. Aunque el desencadenante de tamaño error no había sido la suntuosa melena, ni la linda cara acalorada, ni tan siquiera el tibio olor a animalito joven de la chica, sino la contemplación de los restos del café que el propio César había tomado, el platillo sucio, la espuma reseca, la taza llena de cenizas y un puñado de apestosas colillas sobrenadando en café frío. Fue entonces cuando César dijo: Quieres que nos vayamos juntos a cenar. Y ella contestó que sí. Desde ese instante estaba claro que terminarían en la cama.
La chica respiraba ahora quietamente a su lado, ovillada en el hueco de Clara, mientras él, César, fumaba pitillo tras pitillo y dejaba correr la madrugada. A las dos, cuando se durmió la chica, había sentido el impulso irresistible de telefonear a Paula. Pero no estaba en casa. Así es que había vuelto a llamar a las dos y media y de nuevo a las tres, y luego se había propuesto esperar hasta las cuatro. Era la hora más silenciosa de la noche y la niña dormía con la envidiable tranquilidad de la niñez. Además del orfidal, naturalmente. Hubiera podido ser su hija.
Clara también dormía un poco así: como quien muere. César quería que Clara fuera una mujer a la medida de sus deseos, y Clara quería que César se comportara como el hombre de sus sueños. Aparte de esta ambición inane, poco más tenían en común. Quizás una edad similar, por entonces arañando los cuarenta; y un pasado sentimental poco boyante. Ahora bien, mientras que César llegaba a la relación herido de la nada, Clara venía enferma de lo mucho. A sus espaldas había grandes catástrofes amorosas, historias repelentes y pasiones frustradas. Por ello buscaba en César el reposo, el mimo y el aburrirse juntos por las tardes. Pero luego, cuando llegaba el aburrimiento de verdad, Clara se desesperaba y echaba fuego por las fauces como un dragón colérico. Y entonces le miraba. Cuando César la descubría mirándole con ojos pensativos, siempre se sentía como un insecto atrapado por las pinzas de un científico. De una entomóloga que sopesaba, calibraba, escudriñaba, analizaba, descuartizaba y a la postre despreciaba a su modesta víctima, que en vez de mariposa era una simple polilla algo panzona. Los ojos de Clara se anegaban entonces de un resplandor opaco, un barniz de nostalgia en el que se reflejaban antiguos élitros tornasolados, bellas alas de lepidópteros añejos, memorias de un pasado insectívoro e inquieto. Cuando Clara salía de estos trances solía arrojarse en sus brazos, en los brazos de César, emotiva y altamente sentimental, haciendo votos de felicidad eterna. No me vas a dejar nunca, ¿verdad?, decía Clara; envejeceremos juntos, ¿no es así?, pasearemos al sol de media tarde cogidos del brazo y renqueando con nuestros bastones de abuelitos, ¿qué te parece? Y se aferraba convulsivamente a él, asustada de sí misma. Porque había algo más que les unía, y era la avidez de ambos por el tiempo; el modo en que celebraban ansiosamente cada semana, cada mes, cada año que pasaban juntos, como si el simple transcurso de los días pudiera dar entidad y justificación a la pareja que formaban, como si necesitaran de una memoria común para sentirse irremediablemente unidos. Así es que César le acariciaba el pelo y le decía: Yo estaré enfermo de próstata y tú serás una viejecita insoportable. Éstos eran sus mejores momentos.
Luego estaba la distancia, la imposibilidad de cruce que encierran las líneas paralelas. Muchas veces, cuando él llegaba a casa animado y feliz, encontraba a Clara amurallada tras un hosco silencio. Taciturna y enfadada con la vida. Y la convivencia, entonces, se reducía a deambular a solas por la casa, doblando las esquinas con cuidado para no chocar con el cuerpo crispado del contrario. Otras veces, en cambio, ella venía a soplarle el cogote y a mordisquearle las orejas, pero él la rechazaba ásperamente, herido por el despego erótico de Clara. Porque Clara no deseaba hacer el amor con él; o no lo deseaba casi nunca; o cuando lo hacía parecía estar cumpliendo un ríspido deber. Te quiero más de lo que he querido nunca a nadie, decía o mentía Clara, pero tengo la libido muy baja. A él, en cambio, le emocionaba el cuerpo de ella, la suave curva de la espalda entrevista mientras Clara se desnudaba por las noches, los delicados huesos de las caderas, los pechos redondos y pequeños. Entonces él se quedaba muy quieto en la cama mientras Clara se dormía a su lado, y cuando empezaba a escuchar la densa respiración del sueño se agarraba a ella, a su olorosa espalda, a su carne tibia, más acogedora ahora de lo que nunca fuera. Y en todo este proceso César no pasaba ya necesidad sexual, pasaba pena. Aunque quizá también ella estuviera penando por entonces, se decía ahora César, porque en ocasiones él se había despertado en mitad de la noche y había advertido cómo Clara le besaba suavemente los hombros, le recorría la espalda con un dedo amoroso y le prodigaba, en fin, caricias dulcísimas en la creencia de que César seguía dormido. Estaban tan lejos el uno del otro que a veces César pensaba que hombres y mujeres pertenecían a especies animales diferentes. Por ejemplo, ¿qué futuro podía tener la relación sentimental entre un pulpo y una pájara? ¿O la loca pasión entre una ostra y un camello? Cuánta ansiedad de amor desperdiciada.
Las cuatro. César volvió a marcar el número de Paula y el timbre resonó en el vacío. Pero cómo, seguía sin estar, no era posible. La noche estaba girando en el gozne decisivo de la alta madrugada; más allá de las cuatro ya no eran horas de volver a casa; más allá de las cuatro se abría la puerta a los terrores, desde el accidente mortal a la infidelidad sexual. Más allá de las cuatro el mundo se poblaba da amantes ignorados. Por todos los santos. César decidió seguir marcando una y otra vez el telefono de Paula: alguna vez regresaría.
Paula resoplaba por las noches. No era que roncase, sino que a veces respiraba pesadamente. Sonoramente. Y tampoco es que fuera un ruido objetivamente muy molesto; pero a César, que padecía de insomnio, le sacaba de quicio. De modo que él se pasaba las noches haciéndose las Quince Leguas De Giros En El Lecho, vuelta a la izquierda, vuelta a la derecha, con la cabeza sitiada por pensamientos siempre crueles y las orejas torturadas por el satisfecho barritar de Paula. Porque para un insomne no hay desesperación mayor que estar junto a alguien capaz de dormir plácidamente. Así es que César se pasaba las horas chascando la lengua por ver de acallar los resoplidos; y, en efecto, en un primer momento Paula paraba, a veces masticaba brevemente el aire, en ocasiones se removía un poco, soltaba unos pequeños ruidos personales y después se podía gozar de unos segundos de absoluto silencio. Pero al poco empezaba otra vez el rugir de sus pulmones, primero tímidamente y luego ya en triunfal orquestación, como un animalillo asustadizo que sale de su guarida y que al principio tan sólo osa mostrar la punta del hocico, pero que, una vez ganada confianza, se sienta a la entrada de su cueva a atusarse placenteramente los bigotes. De modo que César volvía a chascar la lengua y allá se iba el bichejo, despavorido, a ocultarse en las profundidades de la tierra. Pero la tranquilidad no duraba mucho tiempo. En el transcurso de esas largas noches, César siempre sintió a Paula como un animalillo algo molesto.