Cuando dejó el cargo, por ejemplo. Cuando dejó el cargo y Quesada empezó a quitarle cuentas y a dejarle sin campañas, hasta el punto de que César hubo de telefonear a algunos de sus clientes más antiguos y pedirles que por favor le reclamaran. Si hubiera podido explicarle a Morton todo esto, quizá no le despreciaría ahora tanto. Pero esas cosas no se podían contar, no era lícito acudir al maestro para quejarse de Juanito, que te había tirado del pelo; de Pepito, que te había robado el chocolate; de Paquito, que había copiado de tu examen. Eso, el ser flojo de lengua y de redaños, no era un comportamiento honroso, no era una actitud viril. Por eso Morton no sabía.
Menuda la armaste con el perro, había dicho Morton, y la frase poseía ese tono de íntima exasperación con que la esposa reconviene al marido cuando cree que sus patochadas le han puesto también a ella en evidencia. Porque Morton le había apoyado siempre, oh, sí, sí, siempre. Y ahora él, César, le había fallado de ese modo, dejándole en una posición en cierta medida desairada. Era evidente que Morton estaba al tanto de todas las críticas que se habían formulado contra César, quizá su nombre incluso había salido ya en varias reuniones, quizá Quesada y los demás habían exigido a Morton la cabeza de César. Y Morton, decepcionado, se habría dejado al fin convencer por unos y por otros y habría dejado de ampararlo. Por eso no se atrevía a mirarle a los ojos en el ascensor: por la turbación que se siente ante un ser que antaño fue querido y que hoy nos ha desencantado. Y por eso había dicho: Qué sueño tengo, e incluso había fingido bostezar; por una delicadeza final, por compasión postrera, para que él, César, pudiera tomar el cansancio de Morton como justificación de su silencio, cuando lo cierto era que Morton callaba porque él le había defraudado. Morton callaba porque le había visto al fin como en el fondo era y se había arrepentido de apreciarlo.