César estaba tan elegante como todos los demás, por lo menos tan elegante como Miguel o como Quesada, pero el maldito perro parecía haberlo descubierto con su olfato infrahumano, el maldito perro le había seleccionado a él y sólo a él de entre los ejecutivos presentes, todos iguales en sus trajes de doble botonadura, todos aparentemente idénticos bajo la envoltura de franela gris o alpaca azul marino. La ropa de César procedía de la mejor boutique de hombre de la ciudad; por una vez no tenía manchas y ni tan siquiera arrugas, porque acababa de recoger el traje del tinte tras varios meses de destierro; los zapatos, italianos, estaban recién lustrados: Encarna la asistenta lo había hecho. Incluso vestía unos sobrios calcetines de ejecutivo, de esos cuyo elástico deja una marca violácea bajo la rodilla, un surco que es como el contraste de calidad del directivo. Además: no había llegado ni demasiado pronto ni demasiado tarde; se había parapetado inmediatamente tras un whisky, como todos; y se había instalado confortablemente en un rincón discreto. Pues bien, a pesar de todo eso el perro lo había reconocido; se había dado cuenta de su condición de forastero, de su penosa extranjería interior. En fin, algo debía de haberle delatado, porque el maldito perro se había abalanzado directamente sobre César. Era un teckel diminuto de enredado flequillo y ojos malignos tras las greñas.
Lo sabía. César sabía que no debía haber venido. Pero, ¿cómo negarse? Voy a dar una fiesta en casa para celebrar lo del Globo de Oro de Milán, vendrás, ¿verdad?, dio por sentado Nacho. Claro, claro, por supuesto, contestó César; y además felicitó a Nacho por el premio con efusividad excesiva. De modo que ahora estaba aquí, sintiéndose como un cordero en la guarida de un león y repartiendo sonrisas mentirosas. Nacho había invitado a todo el mundo, incluso a Matías, a quien César veía ahora al otro lado de la sala, junto al ventanal, en el centro de un metro cuadrado de soledad. Y pese a todo el maldito perro le había escogido a él, César; quizá Matías apestaba demasiado a muerto. Apenas si había transcurrido un mes desde su encuentro en el aparcamiento subterráneo, desde que le quitaron la plaza del garaje. Pero tan breve espacio de tiempo había sido suficiente para acabar con los alientos de Matías. La desgracia se había cerrado sobre él con la misma rapidez con que se cierran las aguas de una charca sobre una piedra que se hunde. Matías había sido destituido, trasladado, humillado, apuntillado. Y hasta el teckel parecía haberse dado cuenta de que era un cadáver sin redención posible.
Está bien, pensó César, me he equivocado. He hecho mal viniendo a esta maldita fiesta. Pero entonces todos hubieran pensado que envidiaba a Nacho su Globo de Oro. Y lo envidiaba, ¡sí! Desesperadamente, amorosamente lo envidiaba. Pero no era eso lo peor. Lo peor era estar ahí, en la fiesta, fingiendo un regocijo inexistente; lo peor era carecer de la hombría necesaria para aguantar abiertamente el peso de su enemistad con Nacho. Porque eran, sin duda, adversarios feroces; y Nacho no detendría su ascensión carnicera hasta haber degollado definitivamente a César. ¿A qué venía, entonces, este guardar las formas tan cobarde, este penoso paripé, el estar bebiendo y comiendo mansamente de la mano de tu asesino, tu verdugo? No confundas las cosas: eso no es falta de hombría sino de dignidad, le decía Paula en ocasiones.
Entonces, ¿qué crees tú que es la hombría?, contestaba él. Oh, un invento, una mentira, una convención que vosotros mismos habéis creado. A veces Paula le sacaba de quicio con su feminismo tan latoso.
Vaya, parece que le has gustado al perrito, ironizó Quesada, apareciendo repentinamente junto a César. Está entusiasmado contigo, repetía Quesada con un aliento peligrosamente inflamable. Pues sí, ya ves, caigo bien, en fin, masculló César hurtando la nariz e intentando quitarse el animal de encima. Pero se trataba de un monstruo pequeño y obcecado, una perseverante bestia. Ahí estaba, haciendo equilibrios sobre sus dos patitas posteriores, abrazándose a sus pantorrillas, masturbándose frenéticamente contra sus mejores pantalones. Maldito chucho. Sacaba una lengüecita rosa y jadeaba. Te digo que lo has enamorado, repetía Quesada beodamente. Que sí, que ya lo veo. César probó a caminar un poco, pero el muy rijoso le iba siguiendo los talones. Sacudió entonces la pierna de modo discreto, pero el maldito perro reiniciaba el asunto tan pronto como dejaba de moverse. Y no era cuestión de que se enterara todo el mundo; es decir, no podía estarse pataleando todo el rato. Qué demonios habría sospechado el perro en él para escogerle con tanta decisión en medio de este bosque de piernas todas iguales.
No debía haber venido. Incluso le dolía el ver la casa tan cambiada, del mismo modo que dolía el encontrar a un antiguo amor y comprobar que no se reconoce la ropa que viste. Ese cuadro, por ejemplo: ese cuadro no estaba. Ni el gran rectángulo de sofás blancos. Ni los linos que tamizaban la luz cenital de la claraboya. Todo muy original, muy personal, muy bello; con ese refinamiento primordial que no te venden en las tiendas, que no se adquiere con dinero, sino que es consustancial en los cachorros de la clase superior. Nacho había crecido viendo cosas bellas, pinturas exquisitas, muebles singulares, jarrones de la dinastía Ming, copas de Bohemia. Cómo le envidiaba César ese precoz conocimiento de lo hermoso. Nacho había escuchado desde pequeño los conciertos de Brahms, las óperas de Mozart, los estudios de Bach, quizás una sinfonía de Stravinski o el meticuloso piano de Satie; ricas tramas musicales que resonarían por la casa mientras el niño Nacho jugaba al escondite con sus primos; porque los hijos de la clase alta se cultivaban así, como por ósmosis. Nacho habría visto, desde muy chico, la lujosa biblioteca familiar; las estanterías de nogal; los miles y miles de volúmenes. Libros encuadernados en piel, con los filos dorados, con fino papel biblia, con grabados preciosos. Libros para perderse, para investigar, para atisbar la inmensidad del mundo. Cómo le envidiaba César ese privilegio cultural. Del mismo modo que los gimnastas de élite comenzaban a contorsionarse siendo críos, o que las grandes figuras del ballet empezaban a ejercitarse en la niñez, así los ricos trabajaban la musculatura de su sentido estético desde la infancia, de suerte que al llegar a la madurez estaban muy por delante de los demás mortales, tan inalcanzables en eso como lo eran Nuréiev o la Comaneci en el dominio de sus cuerpos. Al principio, cuando aún lo creía amigo, Nacho le escuchaba decir todo esto y se reía: Estás equivocado, César, los ricos de este país son en general unos analfabetos, unos bestias. Pero César sabía que había que empezar desde temprano para llegar tan alto; y se desesperaba con la colosal intuición de sus propias carencias.
César ha enamorado a un perro y… haciéndose una paja con su pierna, oyó decir allá a lo lejos a Quesada con una pituda voz de chufla, sus palabras medio borradas en la distancia por el oleaje de las conversaciones. Y, en efecto, la bestezuela seguía jadeando y restregándose, mirándole con ojillos de loco. ¿No se cansaría nunca? ¿No se sentiría tentado a probar suerte y aventura en otras piernas? Por ejemplo: las sólidas extremidades inferiores de Pittbourg, que estaba charlando en un pequeño corro justo al lado; rotundas pantorrillas de ex-jugador de soccer arropadas en una franela estupenda; además tenía vueltas en los bajos del pantalón, lo cual sin duda proporcionaría a la pequeña bestia una superficie de refrote interesante. ¿No le apetecería experimentar placeres nuevos? Pero no; el maldito chucho era un animal fiel, en apariencia. Y por otra parte no era un chucho, sino sin duda un bicho de pedigrí finísimo, medio kilo de perro pertrechado de certificados, papeles acreditativos y diplomas de alcurnia, porque seguramente el puñetero monstruo poseía un árbol genealógico más frondoso que el del plebeyo César, seguro que del teckel se conocían al menos media docena de generaciones previas, mientras que César se perdía en las oscuridades en cuanto que pasaba a sus abuelos. Si hubiera tiendas de personas, lo mismo que existían las de animales, su cotización de hombre de clasificación indefinida sería sin duda inferior que la de ese monstruo de lujuria. O aún peor: algo le hacía sospechar a César que él no encontraría comprador. Se imaginó a sí mismo en un enorme hangar, encerrado en su jaula solitaria; por delante de los barrotes pasarían los clientes sin mirarle, atraídos por los ejemplares de las cajas vecinas, que eran todos hombres provistos de un fenotipo claro, nítidos en sus características vitales, perfectamente reconocibles, socialmente adecuados. Y los compradores, como Tessa, la mujer de Nacho, sí, Tessa estaba allí, al otro lado de las rejas de su jaula; los compradores, en fin, verificarían escrupulosamente la pureza de los ejemplares de la tienda, Tessa escrutando la dentadura ejecutiva de los hombres, su pedigrí del éxito. Y los clientes irían vaciando las jaulas vecinas, que se volverían a llenar y se volverían a vaciar, mientras él, César, envejecía en su rincón, del mismo modo que el cachorro feúcho y de raza mestiza permanecía meses y meses en la tienda sin que nadie lo quisiera, creciendo descuidado de todos dentro de un cajón, hasta convertir su jaula en un recinto demasiado estrecho para sus dimensiones de adulto olvidado. Ni siquiera Paula, a la que ahora veía César entrar en el hangar, ni siquiera Paula, se temía, sería capaz de mirar al cachorro como éste necesitaba ser mirado.
Paula estaba en efecto al otro lado de la sala, seguramente acababa de llegar. César se extrañó, porque le había dicho que no pensaba venir; y en cualquier caso se había retrasado bastante. La contempló casi con ternura, miope y parapetada detrás de un vaso de algo y de un cigarrillo, mirando a la concurrencia con ese gesto casi feroz que la extrema timidez le confería. No siempre era tan tímida, sólo a veces; como ahora, cuando entraba en un vasto salón lleno de gente. Le asustaban las muchedumbres, como a él; por eso César le había propuesto que vinieran juntos esa noche. En fin, mejor tarde que nunca. César puso rumbo hacia Paula y dio dos o tres brazadas en el mar de gentes; pero chocó con el iceberg Smith, el gerente, tan enorme, calvo y lívido como una masa de hielo. Oh, oh, amigo Sisar, gruñó encantado el iceberg, agarrando a su víctima del brazo. El maldito perro volvió a trepar por la pantorrilla de César. Globo de Oro muy importante, decía Smith; Globo de Oro muy interesante, muy bueno para la agencia, yo ahora meter Globo de Oro en la book de este año, ¡más clientes! ¡más dinero! ¿Comprendes? Y César decía que sí, que comprendía, e intentaba encontrar el modo de zafarse, perdona Smith, pero iba al servicio, rest-room, toilette; y al fin Smith abría la garra, soltaba su magullado brazo, no sin antes despedirse con su broma habitual del ¡Ave Sisar! bramada con los talones juntos y la mano en alto; broma que siempre provocaba en César angustiosos deseos de matarlo o morirse. Pero como Smith era el gerente se limitó a sonreírle.