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En realidad era absurdo, absurdo y verdaderamente denigrante el que le afectara de tal modo la opinión de Morton. El jueves pasado, tras quedar en evidencia frente a todos, César se había sentido enfermo de indignidad. Su única obsesión durante el resto del brainstorming fue la de encontrar el modo de disculparse ante Morton, de limpiar su imagen enfangada. Perdona, Morton, pero llevo varios días sin dormir bien y… Oh, no, no, qué excusa tan horrible. Perdona, Morton, pero estaba pensando en… No estaba atento porque… Me he distraído con… ¡Lo siento, Morton, pero no me encuentro bien, estoy en crisis! Pero los directivos no tenían derecho a estar en crisis. Un directivo en crisis era un ser profundamente sospechoso: algo malo tendría, algún fallo en las virtudes básicas, alguna enfermedad moral se enroscaría en su ánimo. Y además, hasta tenían razón en desconfiar. Porque un directivo en crisis era como un lanzador de cuchillos con el mal de Parkinson: con qué talante, con qué norte, con qué temple iba ese ejecutivo crítico a decidir las supremas decisiones de la empresa. ¿No perdería semejante ejemplar un tiempo precioso enfangándose en las morbosidades de la duda? ¿Y no se engolfaría quizás en la lucubración de sus propios pesares en vez de dedicar todas sus energías al trabajo? Estaba claro: la única crisis que se podía permitir un ejecutivo era la crisis coronaria. Palpándose el corazón, que a veces le dolía y se le agitaba en el pecho como un pájaro atrapado, César se dijo que él no se iba a librar ni tan siquiera de ésa.

La una de la madrugada. La noche se extendía ante él como un desierto oscuro en el que fuera fácil perderse para siempre. La cama le esperaba, sucia y revuelta, como si se hubiera acabado de levantar. Como si fuera el lecho de un enfermo. Y cuando se tumbó en ella casi se sorprendió de no encontrarla aún tibia. En fin, afortunadamente al día siguiente le tocaba venir a Encarna, la asistenta.

En ocasiones se le disparaba la imaginación: la loca de la casa, como decía Alejandro Dumas. Y, en efecto, tan sólo pergeñaba disparates. Por ejemplo: César imaginaba que, en el transcurso de un brainstorming, él exponía una idea maestra para anunciar detergentes, que era un campo tan esclerotizado y tan difícil; su novísimo concepto revolucionaría este tipo de publicidad; sería citado en los libros especializados; le copiarían en todo el mundo; la historia de los detergentes tendría un antes y un después de César; y Morton le demostraría su admiración y su cariño. O bien: sus enemigos se enfrentarían con él abiertamente; Quesada, Miguel, Nacho, todos intentaban hundirle por medio de comentarios mordaces y desde luego injustos; pero él sabía contestarles con lucidez y dignidad, probando públicamente que mentían, que manipulaban, que engañaban, que eran unos arribistas carroñeros; y Morton, comprendiéndolo todo, le demostraría su admiración y su respeto. O incluso llegaba a fabular situaciones extremas, la agencia se incendiaba, había un terremoto, se hundía el edificio. O quizá Morton atravesaba una etapa difícil con los suprajefes de Los Ángeles; Quesada, Miguel, Nacho y el resto de los ambiciosos sin escrúpulos renegarían de él, y sólo César le mantendría su apoyo leal y honesto; luego, claro está, las cosas se arreglarían y Morton le demostraría su…

Éstas y otras locuras andaba imaginando el jueves pasado, por ejemplo, después de que le llamaran la atención. Pero sobre todo se devanaba la cabeza pensando en cómo acercarse a Morton al final de la reunión y explicarle el asunto, perdona Morton pero. ¿Por qué le importaba tanto la opinión de Morton sobre él? ¿Por qué los jefes controlaban no sólo el trabajo, sino el nivel de autoestima de sus subordinados? ¿Por qué los jefes adquirían ese aterrador poder moral, siendo como solían ser tan inmorales? ¡Los jefes eran los dioses de un mundo ateo, los reyes absolutistas de una sociedad republicana! César se sentó en la cama, asfixiado de énfasis. Los jefes eran los dictadores de la democracia. César resopló. Le dolía el estómago. Se trataba a sí mismo demasiado mal; por ejemplo, no debería fumar tanto, se dijo mientras encendía un cigarrillo. En la mesilla tenía varios ejemplares de Rip Kirby y de El Principe Valiente\ escogió al azar una aventura del caballero de Thule y empezó a hojearla por vigésima vez, deleitándose ante esas viñetas tan delicadas y minuciosas: Aleta, Val, los gemelos; el trazo rico y seguro del genial Harold Foster. Y el enigma mayor de todos: ¿Por qué se despreciaba a sí mismo en lugar de despreciarlos a ellos? Los conocía de sobra; sabía bien de sus malas artes, de su voracidad sin fondo; de las insidias con que acosaban a sus víctimas y de la crueldad con que trituraban a los débiles. Ahí estaba Matías, por ejemplo, un cadáver patético que se empeñaba en seguir caminando, como los pollos a los que cortan la cabeza y aún atinan a dar tres o cuatro espasmódicos traspiés. Ahí estaba Matías, que ya no acudía a las reuniones de los jueves, trasladado de despacho, privado no sólo de plaza de garaje, sino también, y poco después, de ventana y secretaria; ahora nadie se detenía a hablar con él por los pasillos, y, a la hora del aperitivo y del almuerzo, todos desaparecían como por ensalmo para no tener que compartir mesa con él. Son crueles, son maquiavélicos, son terriblemente mentirosos, le dijo una vez a Morton hace ya tiempo, refiriéndose a Quesada y a los otros. Y Morton sonreía con gesto malicioso: Venga, venga, no exageres. Era la época en que Morton aún venía a visitarle, en que César aún se caía simpático a sí mismo. Por entonces César pensaba: Morton no es culpable. Le tienen acorralado, le tienen equivocado, los directivos le han cercado y le confunden, contándole mentiras tendenciosas. Como el rey shakespeariano engañado por las intrigas palaciegas. Por eso César se esforzaba en decirle: No conoces la empresa, tus capataces ejercen el terror sin tú saberlo. ¡Basta ya!, se reía abiertamente Morton, sin duda algo enfadado; dime hechos concretos, dime casos, a qué te refieres, a quién aterran. Y entonces César intentaba explicarle las humillaciones ajenas de las que él era testigo cada día, la inseguridad, el miedo. Le hablaba de Pepe, que llevaba cuatro años pegando letraset; o de Paula, que era la única persona de antes de la absorción que todavía no había sido ascendida; le citaba a Horacio, a Ricardo, a Manolo. Y Morton iba deshaciendo implacablemente su alegato: ¿Ése? Pero si ése no da ni golpe… Pero si ése es un inútil… Y en cuanto a Paula, en fin, es una chica muy simpática y ya sé que a ti te gusta, pero no es precisamente una lumbrera. Y entonces César se callaba. ¿Cómo sabes que son unos inútiles, quién te lo ha dicho, por qué confías tanto en la información que te dan tus directivos? Eso era lo que César hubiera querido contestarle, la pregunta que se le moría entre los labios; pero al llegar a este punto guardaba silencio, derrotado, sin fuerzas para contrarrestar la maraña de tendenciosos datos. Y también porque al final siempre le surgía alguna duda: ¿Y si él tiene razón, y si me estoy equivocando? Pepe un sinvergüenza, Horacio un vago, Ricardo un inútil y Paula Pobrepaula en las mismísimas antípodas de la esencia lumbrera. Morton hablaba con tanto aplomo, con tanta seguridad en lo que decía.

Ahora, en cambio, sospechaba que Morton era tan culpable como todos; o quizá más. Morton era como el capo de la mafia, que no tenía necesidad de mancharse las manos; ya estaban Quesada y los demás para manipular las inmundicias, sus lugartenientes criminales. Aunque no. Probablemente todo esto era mentira, una exageración, un desvarío. Si ahora Morton viniera a tomarse un JB a su casa; hipótesis imposible, desde luego; si ahora Morton viniera a tomarse un JB a su casa y él le hablara del caso de Matías, César sabía bien cuál hubiera sido la respuesta: ¿Matías? Pero hombre, si nos hemos portado demasiado bien con él, en serio te lo digo, demasiado. ¿Matías? Pero César, si es un alcohólico, si es un destrozo de persona, si está absolutamente acabado; debíamos haberlo despedido, porque Golden Line no es una institución benéfica; pero, ya ves, nos ha dado pena y ahí sigue. Oh, sí, sí, sí, Morton, tienes tanta razón, es tan sensato lo que dices. Pero, ¿por qué no invitasteis a Matías a la Convención del pasado año? ¿Por qué creasteis un nuevo cargo por encima de él? ¿Por qué empezó a beber Matías? Aunque no: seguramente Morton estaba en lo cierto. Matías estaba alcoholizado, eso era todo. Y empezó a beber hacía mil años. Simplemente no era digno de su cargo, padecía una debilidad morbosa, una enfermedad del alma; se descascarillaba fácilmente. Lo mismo que él, César, reo de un delito de desidia; perezoso, estéril, vergonzosamente improductivo. ¡También él era culpable! No había sabido estar a la altura de sus propias circunstancias. Artista pop, publicista mimado, directivo de éxito.

Lo había tenido todo para aspirar al triunfo más rotundo, pero falló por lo más fácil: se le acabó el resuello. Y aquí estaba ahora, a las dos de la madrugada, leyendo tebeos del Príncipe Valiente. Por supuesto que sí, sin duda era culpable. El jueves pasado, cuando terminó la reunión, César intentó acercarse a Morton: Perdonamortonpero, disculpamortonesque, las frases le ardían en los labios mientras se aproximaba a él, sorteando grupos de personas puestas en pie que le miraban. Todos le miraban a él, a César. Y César necesitaba imperiosamente que Morton le absolviera; ni siquiera disculparse, ya no quería ni eso; sólo hablar con él un intante, reencontrar la antigua complicidad, renovar su permiso de existencia: Perdonamortonpero. Morton iba ya hacia el pasillo hablando con Quesada, César se colocó ante ellos. Disculpa, dijo Morton, agarrando a Quesada del brazo y sorteando a César limpiamente. Desaparecieron los dos corredor adelante enfrascados en su asunto, que sin duda era profesional y serio y no como el suyo, envidió César desesperadamente. La sala de juntas estaba todavía llena porque el Rey solía salir siempre el primero; y ahí permanecían todos los demás, mirándole como se contempla a un bicho raro. Vaya, César, tienes todo el aspecto del hombre que acaba de perder un tren, exclamó jocosamente Nacho. Pequeñas risas alrededor. Y Nacho de nuevo, obsequioso, suave, rematando: ¿Querías algo importante de Morton? Yo voy ahora a comer con él, si quieres le digo algo de tu parte. Entonces César hubiera querido gritar: Llevo veinticinco años de profesión y he sido el mejor durante diez; y cuando yo empecé en este oficio tú aún te meabas los calzones. Eso es lo que César deseaba gritar, y quizá lo hubiera hecho de no ser por el burbujeo que le subía nariz arriba, por la inundación que le apretaba la garganta. Así es que respiró hondo y soltó un nonono, no es nada. Y pensar que fue él quien metió a Nacho en la empresa, gimió César mientras hacía trizas, apenas consciente, el viejo tebeo del Príncipe Valiente.

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