Y ahora no estaba en casa para contestar a su llamada. Eran ya las cuatro y veinte de la madrugada.
César sabía que con Paula no llegaría nunca a nada. O sea, a nada más. Se conocían de antiguo, pero se empezaron a acostar en los tristes días de la ruptura con Clara. Y aunque desde entonces habían pasado cinco años, la relación conservaba todavía el mismo carácter del inicio, la apariencia de ser algo coyuntural y pasajero, un producto de la necesidad más que de la voluntad, una azarosa y momentánea unión de soledades. Al principio Paula le decía: Vamonos a vivir a Marruecos. O bien: Huyamos, escapémonos de la agencia, tomemos el primer avión que vuele hacia Venecia. O incluso: ¿Por qué no cogemos el coche y nos vamos conduciendo hasta la Costa? Proyectos todos ellos ciertamente enardecidos y más bien disparatados que nunca fueron llevados a cabo y que hicieron temer a César que quizá Paula aspirase a crear algo más entre los dos. Lo aspirara o no, lo cierto es que nunca terminó de concretarlo; y además Paula abandonó pronto esa obsesión viajera, y pasó a una etapa que pudiera ser calificada de doméstica. Fue la época en que convenció a César de la conveniencia de comprarse un piso, y fue ella misma quien se encargó de la parte más enojosa del asunto, desde encontrar el apartamento adecuado a contratar y dirigir a los obreros que hubieran de reformarlo. Más, luego, el inmenso agobio de adquirir los muebles de cocina, recorrerse todas las tiendas de tapicería de la ciudad, colgar las cortinas y lograr que un electricista le instalara los focos. Por último, cuando ya todos los cuartos de baño tenían toallero y todos los toalleros tenían toallas, cuando no quedaba un punto de luz sin su bombilla ni un armario en la casa sin vestir, entonces Paula pareció entrar en una tercera fase, y empezó a viajar a Marruecos-Venecia- La Costa de la noche a la mañana y por sí sola; de pronto un día soltaba abruptamente que se iba a los carnavales venecianos, y a su regreso se pasaba una semana hablando de la belleza de San Marcos, del estrépito abigarrado de las máscaras y de lo feliz que había sido. Y a juzgar por sus palabras cada vez se lo pasaba mejor y estaba más contenta, aunque a César, ahora que reflexionaba sobre ello, le parecía que Paula mostraba una melancolía progresiva, que se la iba comiendo la tristura. Y ahora César lamentaba el no haberle dicho nada en su momento. Si Paula descolgara el teléfono; si Paula contestara la llamada, César le diría: ¿Te pasa algo? De pronto sentía la imperiosa necesidad de comunicarse con Paula, de explicarle que la quería, que la echaba de menos, que estaba profundamente agradecido por todas sus atenciones con él durante años. Pero César marcaba y marcaba, las agujas del reloj devoraban la noche y al otro extremo de la línea no había nada.
Que estaba agradecido. Qué frase tan curiosa. César jamás hubiera empleado semejante expresión refiriéndose a Clara. Por ejemplo: la última vez que cogió la gripe. La última vez que César cayó enfermo, Paula se trasladó a su casa para cuidarlo. Le exprimía zumos de limón, le preparaba las pastillas, entornaba las persianas para que la fiebre se disolviera en la penumbra, cocía sustanciosos caldos de gallina. Y dormía por las noches en el sofá. Paula se había portado siempre tan bien con él. De modo que, cuando ella entraba en la habitación trayendo la comida humeante en la bandeja, a César le embargaba la gratitud; era un sentimiento sereno, reconfortante y cálido. Pero en gripes más antiguas, en dolencias añejas, en la Era de Clara: entonces, cuando Clara acudía a su lecho de enfermo y colocaba una mano siempre fresca sobre su frente siempre hirviente; cuando repeinaba su pelo empapado de sudor; cuando lo arropaba con un mohín de labios; cuando la sabía pendiente de él, en fin, César experimentaba un aturullamiento singular, la angustiosa expectación de quien se siente a punto de descubrir el profundo secreto de las cosas. Como si pudiese intuir el sentido del mundo y la razón de ser de todo lo que en el mundo era. Y entonces César comprendía de modo fulminante que al fin había encontrado su lugar en el espacio, que su sitio en la eternidad era ése, postrado en cama y lleno de miasmas pero con la mano de Clara en su mejilla. Era un estallido de lucidez que duraba muy poco, y luego, pasado el paroxismo, César no alcanzaba a recordar qué era lo que le había excitado tanto, por qué se había creído al borde de la Revelación Humana; del mismo modo que, despiertos, no entendemos la lógica de un razonamiento que en sueños nos pareció impecable. Pero en cualquier caso no era precisamente gratitud lo que Clara alumbraba.
Le dolía el dedo de tanto marcar inútilmente; y le martilleaba la cabeza con la jaqueca habitual. ¿Alguna cuita más? Oh, sí: se sentía enfermo, le ardía el pecho, estaba envenenado de tanto fumar. Encendió un nuevo cigarrillo y el humo entró en sus pulmones como una estampida de búfalos. La habitación estaba azul, azul del humo frío de tabaco, niebla apestosa. Era un aire denso y chamuscado que ennegrecía las esquinas. La chica, sin embargo, parecía respirar perfectamente en ese ambiente irrespirable: seguía durmiendo junto a él sin exhalar un ruido. Oh, Dios, ¿podía ser quizá la luz del día lo que iluminaba la ventana? Ese resplandor, ¿lo producían tan sólo las farolas o tenía algo que ver el sol primero? Eran las seis menos cuarto de la mañana; Paula ya no iba a aparecer por su casa, eso era seguro. Pero aun así siguió llamando.
Habían ido a cenar, él y la chica, a un restaurante caro. La muchacha estaba animadísima: sólo le faltó palmotear cuando trajeron el escultural carro de dulces. Su entusiasmo general era insultante: todo era nuevo para ella, todo le parecía interesante. Junto a la chica, César se sentía como el ajado y amargo chaperón que acude a un Baile de Debutantes para escoltar a una doncella. Aunque doncella desde luego no era; el carnal parecía ser el único conocimiento que la chica poseía del mundo adulto. Hablaba con naturalidad de los dos novios que ya había tenido: en fin, o sea, amantes. Dos muchachos muy jóvenes, muy inexpertos, muy tontos. Eso fue hace mucho tiempo, antes de que la chica se independizara y se fuera a vivir con una amiga el mes pasado. Charlaba y charlaba la muchacha brincando con vivacidad de un tema a otro, y los encorbatados ejecutivos que cenaban junto a ellos la miraban con ojos descarados y golosos. La chica era espectacular y resultaba obvio que esa noche estaba en pie de guerra. Los ejecutivos aquilataban sus carnes y sus curvas, y luego contemplaban a César con una mezcla de admiración y de desprecio, cómo se las habrá arreglado el mequetrefe para llevarse a esa belleza. Me envidian, se dijo César. Y ese pensamiento le animó bastante. Aunque en el fondo sabía que la noche estaba condenada.
Al principio temió vagamente el defraudarla. Que no se le empinara, por ejemplo. O no aguantar bastante. O resultar ridículo en comparación con sus dos amantes adolescentes, con sus dos fabulosos sementales. En fin, la panoplia de miedos habituales. Pero luego comprendió que lo que le asustaba de verdad era lo que verdaderamente sucedió. Esto es: el aburrimiento total, un tedio existencial y sin alivio. Habían hecho el amor, ni mal ni bien, sin convicción y sin misterio. Y después la chica se había puesto a gorjear como un mirlo feliz, se sentaba sobre sus talones en la cama, se levantaba a poner un disco, se volvía a sentar, encendía un cigarrillo y lo apagaba inmediatamente tras toser de un modo aparatoso, se iba a la cocina y traía pan y una pizca de queso, se tumbaba de costado sobre la colcha y llenaba la cama de migas, se ponía en pie de un salto para cambiar la música, se tumbaba boca abajo en la alfombra, daba puñetazos a la almohada, entraba en el cuarto de baño y se bebía dos vasos de agua uno tras otro. Y todo esto sin dejar de charlar animadamente de sus cosas, de sus compañeros de facultad, de sus profesores, de sus amigas, de las monjas del colegio al que iba antes, de sus padres, de su hermano y de las motos de su hermano. Transcurrida hora y media de amena conversación post-coito, César bostezó ostentosamente y aseguró estar muy cansado. ¿No tienes sueño?, le preguntó a la chica. Oh, no, qué va, ni pizca, respondió ella, estoy demasiado nerviosa y excitada. Así es que siguieron hablando de motos por un rato. Espera, dijo César; seguro que tú en tu casa tomas colacao antes de dormirte, con un vaso de leche bien caliente. Ah, pues sí, se sorprendió la chica. Y César le dijo que se pusiera cómoda y que aguardara, que eso le ayudaría a dormir y que él se lo prepararía en un momento.
Cosa que desde luego hizo, en la cocina, con un bote de cacao que llevaba una eternidad en el armario. Y con el añadido de una pastilla de orfidal que previamente machacó y mezcló cuidadosamente al chocolate. El cálido brebaje olía a merienda escolar o a piel de madre, y desde luego la chica se lo bebió todo como una niña dócil; como Caperucita cayendo en la trampa del Lobo Feroz; como Blancanieves mordiendo la manzana emponzoñada que le ofreciera la pérfida madrastra. Bueno, bueno, tampoco era para tanto, se dijo César; a fin de cuentas el orfidal era un somnífero muy suave y absolutamente inocuo. A los cinco minutos la chica estaba durmiendo como una bendita, con sus rizos desbordando la almohada como si fueran hiedra. Fue entonces cuando César empezó a llamar a Paula.
Sí, ya era indudable, además de irremediable: amanecía. La luz diurna avasallaba el mundo, todavía adormilada y sucia. Paula le engañaba. César escuchó el rugir del camión de la basura, que siempre llegaba en torno al alba. Paula estaba pasando la noche con otro. Ahora el camión masticaba mierda justo frente a su ventana en medio de un estruendo colosal, puntual como la alondra de Romeo y Julieta pero en versión adaptada a la cochambre de los tiempos modernos. Cómo había sido Paula capaz de hacerle eso, marcharse por ahí dejándole tan solo.
Años atrás había habido otro amanecer inacabable, cuando Clara no regresó una noche y él esperó y esperó durante horas, sentado en la cama y releyendo hasta la náusea la misma página de una novela de Patricia Highsmith. Deberías intentar dormir, se decía César entonces, mientras al otro lado de la ventana se extinguían las estrellas y una línea de luz color rojiza se pegaba a los tejados de las casas; deberías intentar dormir, se repetía, porque es indigno que cuando Clara llegue te encuentre despierto como si la estuvieras vigilando. Además tenía el presentimiento de que, si se dormía, no sucedería nada malo; abriría los ojos a la mañana siguiente y Clara estaría allí, tibia y enroscada a su costado. Era como en las noches de Reyes de su infancia, cuando el sueño era la condición necesaria del milagro y había que dormirse urgentemente para no turbar la llegada de los Magos. Pero el maldito sueño no acudía. Las tapas del libro de la Highsmith estaban mojadas de sudor.