El land run más famoso, bien lo sabía César de tanto oírselo contar a Clara, sucedió el 22 de abril de 1889 en Oklahoma. Ese día, un vasto territorio arrebatado a los indios fue parcelado y entregado gratuitamente a los colonos: bastaba con llegar a una parcela antes de que llegara ningún otro. El Ejército marcó una línea imaginaria en el límite del terreno, retuvo allí a los aspirantes a granjeros y, a las doce en punto, dio la salida para la gran carrera. Decenas de miles de hombres, de mujeres y niños se lanzaron colinas adelante. Iban a caballo, en burro, a pie, en carromato o diligencia; eran una horda de hambrientos y desposeídos y sabían que había muchos más individuos que terreno. Así es que galoparon hasta reventar los caballos, corrieron hasta desvanecerse de fatiga, se arrastraron por el barro cuando no pudieron más, se pegaron, se acuchillaron, se masacraron mutuamente para conseguir su rectángulo de polvo en propiedad. La carrera de la tierra, peroraba Clara encendida de justicia social, no la ganaba el más honesto ni el más inteligente, y ni siquiera el más rápido; triunfaba el más fuerte, el más cruel, el más insolidario e inhumano. Aquel que, por no detenerse, cortaba en dos con las ruedas de su carro al competidor que caía ante él en el barullo; aquel que apaleaba, amedrentaba y expulsaba de la parcela a un hombre más débil o quizá menos asesino; o aquel, incluso, que mataba alevosamente y por la espalda. Y esta apoteosis del abuso, en fin, no había sido el único land run de la reciente historia americana; en años sucesivos los indios fueron despojados de nuevos territorios y se perpetraron más carreras. De modo que lo del 22 de abril en Oklahoma no se trató de la calamitosa ocurrencia de un general fulminantemente degradado a raíz de aquello, ni del delirio político de un congresista cuya estrella hubiera declinado desde entonces. Es decir, remachaba Clara levantando un índice acusador y fino, no fue producto de un error, sino de una voluntad perversa, del deseo de construir una sociedad sobre esas bases; y la carnicería como vía natural de selección les pareció a lo que se ve de perlas. Eso decía Clara. Y sí, quizá tuviera razón. Así estaba el mundo como estaba, se dijo con gran congoja César. Así andaban todos, corriendo desesperadamente hacia la nada, atropellando al que marchaba delante, coceando al vecino, mutilando al caído, destripando al colega por ser un competidor de la parcela. Llenando la pradera, en fin, de un tumulto de muerte; esa inmensa pradera antes cohabitada pacíficamente por los bisontes y el espíritu del sabio Manitú y ahora enpequeñecida por el veneno de tantas rencillas. Si todos se callaran un momento, pensó César; si las máquinas, si los coches, si la actividad se detuviera un solo instante, podría escucharse el estruendoso jadear de todos los corredores que en el mundo somos, un respirar de asfixia que sonaría al fragor de las olas del mar contra la costa. Miguel, por ejemplo, se preguntaba César observando disimuladamente y de reojo el despacho contiguo: ¿no estaba Miguel bastante ahogado? ¿No se le veía acodado en la mesa, casi cabría decir derrumbado, y verdaderamente sin resuello? Y los otros, los demás, al otro lado de los separadores de cristal, en la gran sala, ¿no andaban todos boqueantes como barbos sin suficiente oxígeno? ¿Y cogiéndose los costados para aguantarse la punzada del correr, el doloroso flato? Pero no, no, era mentira. Todos estaban muy tranquilos. Y respirando por la nariz, como Dios manda. Tranquilos y felices con el sobre azul sobre sus mesas. En ocasiones César pensaba que esas cosas sólo se le ocurrían a él y se sentía muy solo.
¡No podía más! Tenía que ver el contenido de esos sobres como fuese. No resistía ni un instante más de incertidumbre. Era ya casi la hora de ir a ver a Morton y tenía la garganta como un papel de lija. No iba a poder hablar de puro miedo. Quizá no iba a ser capaz ni de tenerse en pie, porque las rodillas le temblaban. Se sentía tan mareado como si se hubiera bebido una botella de coñac, y con idénticas ganas de vomitar. La única ventaja estribaba en que no veía doble: tener a dos Conchitas frente a él hubiera sido demasiado. Tenía que leer el maldito sobre azul y salir de dudas. Quizás si entraba en el despacho de Miguel y le decía: Me siento enfermo no puedo más dime la verdad me habéis echado. O mejor sería utilizar un tono despreocupado y alegre: Oye, Miguel, por pura curiosidad, ¿ese sobre azul es la invitación para la Convención o no? O incluso: entrar en el despacho de Miguel a la carrera gritando ¡fuego, fuego!, y esperar a que se desalojara la habitación para echarle una ojeada subrepticia al papelucho. La tarde caía sobre él como una guillotina. Y el color del mundo era imposible.
Calma, César, se dijo: Estás histérico. Se sentó muy erguido en la silla y empezó a respirar con el diafragma espaciosamente y hasta dentro; era un método de relajación que le había enseñado una vez un antiguo amigo suyo, un chico macrobiótico, orientalista, partidario de la meditación trascendental y hombre obsesionado por la salud que había muerto atropellado por un borracho varios años atrás. Así es que César movía el diafragma, se llenaba el estómago de aire, contraía los músculos, se vaciaba cuidadosamente y mientras hacía todo esto pensaba: Dios mío, qué loco estoy. Aspiración, espiración. No me va a pasar nada malo. Aspiración. Los sobres azules no tienen nada que ver con la Convención. Espiración. Nadie está pensando en echarme. Aaaaaaspiración. Y aunque me echaran: se puede vivir perfectamente sin la maldita Golden Line. Expiracioooooón.
Una noche, hacía algunos meses ya, él estaba con Paula. Una noche César se despertó en plena madrugada. No es que este hecho resultara en sí extraordinario, porque el dormir de César siempre fue muy frágil. Pero aquella noche se despertó muy poco a poco y asfixiado por una horrible certidumbre: que no sabía dónde estaba, que no conocía esa casa extranjera, que no recordaba quién era ese ser remoto que resoplaba en la cama junto a él. Luchaba César desesperadamente por desprenderse de las sombras del sueño, pero sólo para descubrir, con progresivo pánico, que las sombras de la vigilia eran aún más espesas. Llegó un momento en que se sentó en la cama, sabiéndose totalmente despierto pero atrapado aún en esa realidad de pesadilla, sin reconocerse, sin comprender dónde se hallaba o quién era él, convertido en la esencia misma de la soledad, la llaga de una conciencia perdida en la inmensidad de un universo ajeno. Y así permaneció, sepultado en el miedo y la noche, durante un tiempo eterno. Hasta que, lentamente, fue recuperando la casa como suya, las nalgas de Paula, su memoria. Pero la consistencia del mundo quedó dañada tras el largo viaje, y desde entonces César arrastraba el conocimiento de la desolación.
Nacho asomó la cabeza por la puerta. Ahí estaba, tan sonriente y encantador como una alimaña. Tengo entendido que vas a ver a Morton, dijo Nacho. Eso parece, musitó César, sorprendido. Y bajó la cabeza fingiendo estar atareado con unos papeles. Pero Nacho no se iba: seguía contemplándole y sonriendo. ¿Quieres un cigarrillo?, preguntó; y César contestó que no y se puso a abrir los cajones de su mesa para simular actividad. Estaban llenos. ¡Sus cajones estaban llenos de objetos que él desconocía! Alguien había metido en su mesa las pertenencias de un extraño. ¿Qué es esto?, chilló César sacando un montón de carpetas que estaba seguro de no haber visto en su vida. Conchita le miró airadamente y se encogió de hombros: Y yo qué sé. Vienes tan poco por aquí que hasta se te olvida lo que tienes en los cajones, rió Nacho mientras cogía un cigarrillo de una preciosa pitillera de diseño italiano que se había sacado ostentosamente del bolsillo. La mesa ya no era su mesa, los cajones no eran sus cajones, Paula no era su Paula y el mundo ni siquiera tenía la decencia de conservar su color habitual. La vida era un lugar horrible. Chico, no sé cómo puedes ver nada con esas gafas de sol que llevas puestas, dijo Nacho. César se quitó las gafas con mano torpe y el aterrador atardecer marrón oscuro recuperó su tonalidad gris y banal. Se puso en pie; estaba sudando, las piernas le temblaban. Era la hora de la cita con Morton. Salió del despacho sin añadir palabra.
Sorprendentemente Morton le recibió enseguida; pero más sorprendentemente fue ver que Quesada estaba con él. Holacésar, saludaron los dos con amplias sonrisas, aunque Quesada llevaba semanas sin siquiera mirarle. César se sintió como un cobaya a punto de ser enviado en una cápsula espacial hacia Neptuno. Holahola, respondió prudentemente él, las mandíbulas contraídas, la boca seca; y se sentó en el borde mismo del sofá de invitados. Pues vosotros diréis.
Pero no parecían tener gran cosa que decirle. Quesada estaba sentado frente a él; Morton permanecía de pie, dando vueltas a un mechero de oro entre los dedos. César encendió un cigarrillo; Quesada le advirtió que ya tenía uno prendido y a medio consumir en el cenicero; César mencionó algún lugar común acerca de su despiste y se rió sin gana alguna. En la pradera empezaba a soplar una brisa muy suave y el ruido del tumulto se acercaba.
Mira, dijo Morton, quiero que leas esto. Y tendió a César un montón de papeles. Fotocopias de las normas internas de la agencia, documentos confidenciales. No hace falta que te lo leas todo, sólo la carta. La carta era del director de publicidad del Noticias Hoy. Querido Morton, ha sucedido algo que quisiera que, uno de nuestros redactores ha, como verás por los papeles que te adjunto estáis, naturalmente no lo vamos a publicar aunque, nuestras buenas relaciones comerciales y amistosas priman sobre, el secreto profesional nos impide facilitarte el nombre del informante pero, cuídate de los cuervos que, a ver cuándo repetimos la última comida en, un fuerte abrazo de. César levantó la cabeza. Alguien nos quiere hundir, explicó Morton. Es esa hija de puta, rugió Quesada. Es Paula, sabemos que es Paula quien lo ha hecho.
Cada vez veía a menos gente. César cada vez trataba a menos gente y su círculo de soledad era más ancho. No es que le importara mucho. Las personas que conocía le parecían cada vez más aburridas. Pero a veces, cuando estaba cenando solo en un restaurante porque se había cansado de comer huevos fritos en su casa; cuando de pronto se daba cuenta de que llevaba quizá dos o tres días sin hablar con nadie; cuando caía en la cuenta de que no tenía familiar alguno, ni siquiera un miserable primo, y que no había nadie en el mundo a quien pudiera considerar como algo suyo; entonces, cuando recapacitaba en todo esto, en fin, le dolía el estómago. Como si en su barriga tuviera un agujero que estuviera devorándole por dentro.