Un día, poco antes del fin, César había ido a visitar a su madre. Estaba sentado junto a ella, oliendo su decrepitud, recién llegado y loco por marcharse. Era un atardecer de otoño y frente a ellos bailoteaban y chillaban unos cerditos y un lobo feroz en los dibujos animados de la televisión. Su madre permanecía con los ojos fijos en la pantalla, delgadísima ya, con su habitual traje de florecitas colgándole como un pingo de los huesudos hombros y los brazos recogidos en el regazo como si estuviera acunando su enorme vientre inflamado. César escrutaba sus emaciados rasgos, calculando cuánto tiempo quedaba: tan sólo semanas, quizá días; de cuando en cuando un espasmo de dolor recorría el rostro de la mujer con un culebreo silencioso. César se dijo para sí que no podía soportarlo, y se sintió cayendo hacia el terror. En Navidades, comenzó a decir nerviosamente, en Navidades, cuando estés mejor, vamos a hacer un viaje a la costa, al sol, a ver el mar; y mientras hablaba César se hundía más y más en el pánico, como quien chapotea en un pantano. En cuanto que te pongas buena vamos a hacer muchas cosas juntos, ya verás, insistía enfebrecido y sin oírse. Entonces su madre giró lentamente la cabeza, clavó en él unos ojos sin fondo que lo abarcaban todo y sujetó una de las manos de César entre sus propias manos descarnadas. Tranquilízate, hijo, decía la madre mientras le acariciaba blandamente. Tranquilízate, hijo, no es tan terrible, no debes tener miedo. Y así, cobijado en el sólido hueco de las manos maternas, mientras el lobo perseguía a los cerditos en el televisor y la tarde moría en la ventana, César sintió que traspasaba una puerta, que penetraba en un espacio interior en donde, rescatada a través de la distancia, resplandecía intacta la magia poderosa de su madre. Y, lo mismo que cuando era un niño chico, César se dejó apaciguar por su sabiduría y se supo a salvo de lo desconocido y del misterio. Así permaneció un buen rato, lloroso y sin hablar, embriagado de intimidad y de reencuentro.
Las siete. Ya había amanecido. César chasqueó la lengua, gruesa de sueño y de tabaco, de sabor abominable, seguramente maloliente. Pero no había nadie alrededor que pudiera oler su aliento. Ahora, con las sombras de las esquinas convenientemente contrarrestadas por la potente luz diurna, César empezaba a advertir que la somnolencia se acercaba, como un paciente depredador a punto de alcanzar su fatigada presa. Llegó la hora de dormirse, se dijo bostezando; y arrojó al suelo el montón de tebeos del Príncipe Valiente que había sobre la cama. Ahora caería en un sueño agotado y profundo, frío como una tumba, y se despertaría como siempre demasiado tarde. Tan tarde que la luz se agolparía al otro lado de las persianas bajadas, empujándolas, se diría que hinchándolas, casi reventándolas con ese sol que se filtraría a presión por las rendijas, que se clavaría en él como una flecha luminosa, delatándole, señalándole, conminándole, gandul, inútil, zángano, para vivir así te daría lo mismo el estar muerto.