– En 1945 decide no regresar a Rumania y se queda a vivir en París. ¿Por qué esta elección?
– En 1945 Rumania entraba en un proceso histórico que resultaba casi evidente, con un cambio brutal, impuesto desde fuera, de las instituciones sociales y políticas. Por otra parte, después de los cuatro años pasados en Lisboa, sentía la necesidad de vivir en una ciudad en que me fuera posible frecuentar unas bibliotecas bien, dotadas. Había comenzado el Tratado de historia de las religiones en Londres, gracias al British Museum; seguí trabajando en esta obra en Oxford, gracias a la magnífica biblioteca de la universidad; en Lisboa no me fue posible realmente trabajar. Me instalé en París con idea de permanecer aquí algún tiempo, unos años posiblemente, para trabajar y terminar el libro. Tuve la suerte de ser invitado inmediatamente por el profesor Georges Dumézil a dar un curso libre en la Escuela de estudios superiores. También fue Georges Dumézil quien me presentó en Gallimard y escribió el prefacio a mi Tratado.
– Es acogido por el profesor Dumézil. Sin embargo, entonces comienza, y de ello hay huellas en el Diario, una vida de gran penuria, de incertidumbre en cuanto al porvenir. Es también un período de intenso trabajo, no sólo científico, sino también literario. ¿Nos puede hablar de esta vida de «estudiante pobre», como alguna vez dijo, y de t rabajador, de hombre de ciencia, de escritor?
– Pobre, porque vivía en la habitación de un hotel y yo mismo me preparaba mi desayuno en un hornillo. Después de casarnos, Christinel y yo comíamos en un pequeño restaurante del barrio. En esto consistía nuestra pobreza. El gran problema era el trabajo. Además, ahora tenía que escribir en francés. Yo sabía muy bien que mi francés no era el francés perfecto de Ionesco o de Cioran, sino un francés análogo al latín de la Edad Media, o a la koine, el griego que se hablaba y se escribía durante la época helenística, lo mismo en Egipto que en Italia, en Asia Menor o en Irlanda. No me preocupaba el estilo, como a Cioran, porque él adoraba el idioma francés por sí mismo, como una obra maestra, y no quería ni humillarlo ni causar herida alguna a esta lengua maravillosa. Felizmente, yo no tenía aquellos escrúpulos; aspiraba a escribir en un francés exacto y claro, sin más. Trabajé, escribí varios libros en francés que, por supuesto, revisaron algunos de mis amigos, especialmente Jean Gouillard.
– ¿Qué obras escribió entonces?
– El Tratado estaba ya prácticamente acabado. Escribí El mito del eterno retorno y los primeros artículos recopilados luego en Imágenes y símbolos. También un extenso artículo sobre el chamanismo en la «Revue d'histoire des religions», y algunos otros en «Paru», en la «Nouvelle Revue francaise» y en «Critique», por invitación de Georges Bataille.
– Sé que Georges Dumézil le admiraba mucho por haber realizado un trabajo tan documentado en unas condiciones tan poco favorables.
– Sí, le extrañaba que fuera posible poner a punto, cuando no escribir, un libro como el Tratado en una habitación de hotel. Pero era así. Por supuesto, frecuentaba las bibliotecas, aunque pasaba muchas horas en mi mesa de trabajo, sobre todo por la noche, porque de día sonaban por todas partes los ruidos de la vecindad.
– Creo que su trabajo científico se veía turbado por un demonio, el demonio de la lectura -la de Balzac - y de la obra literaria.
– Sí, Balzac me había gustado siempre, pero de pronto, por hallarme en París, me sentí conquistado de verdad. Me sumergí en Balzac. Hasta empecé a escribir una vida de Balzac en rumano, que pensaba publicar en Rumania con ocasión del centenario de su muerte. Perdí mucho tiempo en aquella aventura, pero no lo lamento. Como puede ver, tengo siempre a Balzac en mi estantería, muy a mano.
– ¿Empezó a escribir entonces El bosque prohibido?
– Más tarde, en 1949. Pero antes escribí algunas novelas. Sentía de vez en cuando la necesidad de volver a. mis fuentes, a mi tierra natal. En el exilio, la tierra natal es la lengua, el ensueño. Entonces me ponía a escribir novelas.
– En sus palabras de hoy no se trasluce el despojo que sufrió entonces. En efecto, no es únicamente que viviera en unas condiciones muy ingratas, sino que se estaba produciendo u na ruptura con su pasado. Sin embargo, al releer su Diario, se tiene la impresión de que aquella pérdida y aquella ruptura le parecían llenas de sentido. ¿No sería aquello, en su caso, como la experiencia de u na muerte iniciática y de un renacer?
– Sí, ya se lo he dicho, creo que la mejor expresión y la definición más exacta de la condición humana es una serie de pruebas iniciáticas, es decir, de muertes y resurrecciones… Por otra parte, es cierto, aquello significó una ruptura, me di cuenta perfectamente de que no podría de momento escribir o publicar únicamente en rumano. Pero al mismo tiempo vivía en el exilio, y aquel exilio no significaba para mí una ruptura completa con mi pasado y con la cultura rumana. Me sentía en el exilio exactamente como un judío de Alejandría se sentiría en la diáspora. La diáspora de Alejandría y Roma estaba en una especié de relación dialéctica con la patria, con Palestina. Para mí, el exilio formaba parte del destino rumano.
– No pensaba únicamente en el exilio, uno también en la pérdida, por ejemplo, de sus manuscritos, cuando trató de reconstruir de memoria los escritos perdidos.
– Efectivamente, sentí aquella pérdida. Más tarde supe que una gran parte de los manuscritos y de la correspondencia se había perdido. Luego lo acepté. Me reconcilié con aquella pérdida. Empecé de nuevo y continué.
– En el París de 1945 no estableció contacto con los existencialistas, sino con Bataille, Breton, Véra D aumaI, Teilhard de Chardin y, por supuesto, los orientalistas y los indianistas. En su Diario no aparece mención alguna de Sartre, de Camus, de Simone de Beauvoir, de Merleau-Ponty…
– Los leía y creo haber anotado muchas cosas, pero cuando preparé esta selección -una tercera, quizá una quinta parte del manuscrito original- no retuve los pasajes en que, por ejemplo, hablo de la célebre conferencia de Sartre «El existencialismo es un humanismo»; asistí a ella, pero son cosas que forman parte hasta tal punto de nuestra atmósfera cultural… Preferí otros fragmentos. Por otra parte, mis relaciones con Bataille, Aimé Patri, quizá incluso con Bretón, algunos orientalistas, Filliozat, Paul Mus y Renou, eran mucho más continuas que con los filósofos existencialistas. Bataille mostró vivos deseos de conocerme porque le había interesado mucho mi libro de 1936 sobre el yoga. Descubrí en él un hombre muy interesado por la historia de las religiones. Trataba de construir una historia del espíritu, y la historia de las religiones formaba parte de aquella obra enorme. Estaba fascinado, y me interesaba mucho conocer la causa, por el fenómeno erótico. Discutíamos largamente sobre el tantrismo. Me pidió que publicara un libro sobre el tema en su colección de las Editions de Minuit. No tuve tiempo de escribirlo.
– ¿Qué juicio le merece la obra de Bataille?
– No la he leído completa y dudo en pronunciarme. Era, en todo caso, un pensamiento que siempre me estimulaba, que a veces me irritaba. Había allí cosas que yo rechazaba, pero al mismo tiempo sabía que, si no las aceptaba, era por no haberlas captado en toda su profundidad. En todo caso, se trata de un espíritu muy original e importante para la cultura francesa contemporánea.
– Al mismo tiempo que a Bataille, ¿conoció también a Caillois, Leiris?
– A Leiris, no. Pero conocí muy bien a Caillois. He utilizado mucho sus libros y los he citado, lo mismo que sus artículos. Lo que en él me atraía era su universalismo, su enciclopedismo. Es un hombre del Renacimiento que se interesa lo mismo por el romanticismo alemán que por los mitos de la Amazonia, por la no-vela policiaca o por el arte poética.
– ¿Y Bretón?
– Le admiraba como poeta, como hombre e incluso físicamente. Me veía con él muchas veces en casa del doctor Hunwald y en la de Aimé Patri. Le miraba y me sentía fascinado por su cabeza de león. Era un hombre cuya presencia sentía yo como algo mágico. Me asombraba que hubiera leído mi pequeña obra sobre las técnicas del yoga. A él le asombraba la coincidentia oppositorum conseguida mediante el yoga, que se parecía mucho a la situación paradójica que él había descrito en su famosa fórmula: «Un punto, en que el arriba y el abajo dejan de ser percibidos contradictoriamente». Se sentía sorprendido y feliz al descubrir la coincidentia oppositorum de tipo yóguico. Le interesaban el yoga y el tantrismo lo mismo que la alquimia, tema del que discutíamos largamente. Le intrigaba el mundo imaginario que se revela en los textos al-químicos.
– En su Diario se habla de otros encuentros, de Teilhard de Chardin, por ejemplo.
– Le vi dos o tres veces, en su celda de la rue Monsieur, en la casa de los padres jesuitas. Por aquella época era totalmente desconocido como filósofo. Sus libros no podían ser publicados, como sabe. Sólo publicaba artículos científicos. Tuvimos largas conversaciones; yo me sentía fascinado por su teoría de la evolución y del punto Omega, que hasta me parecía estar en contradicción con la teología católica: llevar a Cristo hasta la última galaxia me parecía más a tono con el budismo mahayanista que con el cristianismo. Pero era un hombre que me fascinaba, que me interesaba enormemente. Más tarde me sentí feliz al leer sus libros. Entonces comprendí hasta qué punto era cristiano su pensamiento, su originalidad y su coraje. Teilhard reacciona contra ciertas tendencias maniqueas que se han infiltrado en el cristianismo occidental. Muestra el valor religioso de la materia y de la vida. Todo esto me recuerda el «cristianismo cósmico» de los campesinos de Europa oriental, que consideran «santo» el mundo, pues fue santificado por la encarnación, la muerte y la resurrección de Jesucristo.