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PREFACIO

El título de este libro cuadra perfectamente a su naturaleza: La prueba del laberinto. La costumbre sugiere que el confidente escriba el prefacio del diálogo suscitado por el juego de sus preguntas. Puedo exponer, al menos, las razones que me llevaron, para hacerle preguntas, al borde de este mundo un poco legendario: Eliade. Cuando tenía veinte años leí en la biblioteca del Instituto de Estudios Políticos, en el que por cierto no me encontraba encajado, un primer libro de Mircea Eliade (creo que era Imágenes y símbolos). Los arquetipos, la magia de las ligaduras, los mitos de la perla y la concha, los bautismos y los diluvios, todo aquello me llegó más a lo hondo que la ciencia de mis profesores de economía política: allí estaban el sabor y el sentido de las cosas. Años más tarde, cuando me dedicaba a inculcar a los futuros arquitectos que el espacio del hombre sólo puede medirse de verdad cuando está orientado conforme a los puntos cardinales del corazón, no tuve mejores aliados que el Bachelard de La Poétique de l'espace y el Eliade de Lo sagrado y lo profano. Finalmente, leyendo y releyendo, como quien paseara por Siena o Venecia, los Fragments d'un Journal -despliegue de un mundo, presencia de un hombre, camino de una vida- vi cómo brillaba, repentina y cercana, a través del edificio de los libros, la llamarada de una personalidad. Ahora pienso que se me ha cumplido un deseo: he encontrado al antepasado mítico, puedo decir que nos hemos hecho amigos y que a fuerza de insistencia he conseguido que surgiera en el centro del territorio de la escritura y las ideas -la obra de Eliade- este microcosmos y este punto de cita que son estas Conversaciones.

Para adentrarse en este laberinto y descubrir la unidad de una obra y una vida es buena cualquier puerta. El aprendizaje en la India a los veinte años y la proximidad de Jung en «Eranos» veinte años después; las profundas raíces rumanas reconocibles incluso en esa manera de tener el mundo por patria; el inventario de los mitos corroborado por su comprensión; la tarea del historiador y la primitiva pasión por inventar la fábula; Nicolás de Cusa y el Himalaya. Así se entiende por qué en Mircea Eliade resuena con tanta fuerza y frecuencia el tema de la coincidentia oppositorum. ¿Habremos de decir que al final todas las cosas convergen en un punto? Más bien es que todo brota del alma original que, como el grano o el árbol, atrae hacia sí todos los rostros del mundo para responderle al interrogarle, para enriquecerlo con su presencia. En definitiva, el origen se manifiesta por todo aquello que se ha realizado y se ha conjuntado.

Fui al encuentro de un hombre cuya obra había iluminado mi adolescencia y me encontré con un pensador actual. Eliade jamás ha incurrido en el error de pretender que las ciencias del hombre tomen como modelo las de la naturaleza. Jamás ha olvidado que, tratándose de las cosas humanas, es preciso comprenderlas primero para entenderlas, y que quien plantea interrogantes no puede sentirse ajeno a lo que es interrogado. Jamás experimentó la seducción del freudismo, del marxismo, del estructuralismo o, mejor diríamos, de esa mezcolanza de dogma y moda que designamos con tales términos. En una palabra, nunca ha olvidado el lugar irreductible de la interpretación, el deseo inextinguible de sentido, la palabra filosófica. Pero precisemos: esta actualidad de Eliade no es la de las revistas. Nadie ha soñado siquiera ver en él a un precursor de los peregrinos californianos a Katmandú, nadie pretendería descubrir en él un «nuevo filósofo» inesperado. Si Mircea Eliade es moderno, lo es por haber comprendido ya hace medio siglo que la «crisis del hombre» es en realidad una «crisis del hombre occidental», y que es preciso entenderla y superarla admitiendo las raíces -arcaicas, salvajes, familiares- de la humana condición.

Mircea Eliade, «historiador de las religiones»… Esta manera tan oficial de definirle entraña el riesgo de desconocerle. Al menos, entendamos que historia es memoria y recordemos también que toda memoria es un presente. Y que para Mircea Eliade, la piedra de toque de la religiosidad es lo sagrado, que quiere decir encuentro o presentimiento de la realidad. Tanto el arte como la religión se dejan imantar por esa realidad. Pero, ¿en qué fundamentaríamos la diferencia entre lo uno y lo otro? Creo que captaremos perfectamente el pensamiento de Eliade si caemos en la cuenta de lo mucho que responde al de Malraux. Si Malraux ve en el arte la moneda del absoluto, es decir, una forma del espíritu religioso, Eliade considera los mitos y los ritos del hombre arcaico -su religión- como otras tantas obras de arte, unas obras de arte verdaderamente maestras. Pero estas dos almas tienen en común el haber descubierto el valor imprescriptible de la imaginación y el hecho de que no hay otro medio para reconocer los contenidos de la imaginación hoy abandonados o extraños, sino proponiendo a los hombres, siempre imprevisibles, su recreación. Ni el deseo de saber ni la atención del filósofo parecen ser el ámbito esencial de Eliade, sino más bien la fuente del poema que transfigura la vida mortal y nos llena de esperanza.

claude-henri rocquet

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