EL SENTIDO DE LOS ORÍGENES
Claude-Henri Rocquet: -Mircea Eliade es un nombre muy bello…
Mircea Eliade: -¿Por qué? Eliade: helios; y Mircea: mir, raíz eslava que quiere decir paz…
– … y mundo.
– Sí, mundo también, cosmos.
– No pensaba precisamente en el significado, sino en la musicalidad.
– Eliade es de origen griego y remite sin duda a helios. Al principio se escribía Héliade. Era un juego con helios y hellade: sol y griego… Pero no es el apellido de mi padre. Mi abuelo llevaba el de Ieremia. Pero resulta que en Rumania, cuando un individuo es un poco perezoso, muy lento o vacilante, se le recuerda el proverbio: «¡Eres como Ieremia, que no era capaz de hacer salir su carreta!» A mi padre se lo repetían en el colegio. Cuando fue mayor de edad, decidió cambiar de apellido. Eligió éste, Eliade, porque así se llamaba un escritor muy conocido del siglo xix: Eliade Radulescu. Por eso empezó a llamarse «Eliade». Yo se lo agradezco, porque prefiero Eliade a Ieremia. Me gusta mi apellido.
– Quienes han leído los Fragmentos de un diario conocen ya un poco al hombre Mircea Eliade y las líneas maestras de su vida. Pero ese Diario se inicia en París el año 1945, cuando tenía cuarenta años. Antes había vivido en Rumania, en la India, en Lisboa, en Londres. Era ya un escritor célebre en Rumania y un «orientalista». A todo esto hace alusión el Diario. Pero apenas sabemos nada de los años que preceden a su llegada a París y menos aún de los primeros años de su vida.
– Pues bien, nací el 9 de marzo de 1907, un mes terrible en la historia de Rumania, cuando se produjo la revuelta de los campesinos en todas las provincias. En el liceo me decían siempre: «¡Ah, tú naciste en medio de la revuelta de los campesinos!» Mi padre era militar, como mi hermano. Era capitán. En Bucarest fui a la escuela primaria, en la calle Mántuleasa, la misma escuela que evoqué en Strada Mántuleasa -en francés, Le Vieil Homme et l'Officier -. Luego asistí al liceo Spiru-Haret. Un buen liceo al que se había dado el nombre del Jules Ferry rumano.
– Su padre era oficial. Pero, ¿cómo era su familia?
– Yo me considero como una síntesis: mi padre era moldavo y mi madre olteniana. En la cultura rumana, Moldavia representa el lado sentimental, la melancolía, el interés por la filosofía, por la poesía y una cierta pasividad ante la vida. Interesa menos la política que los programas políticos y las revoluciones en el papel. De mi padre y de mi abuelo, un campesino, heredé esta tradición moldava. Estoy orgulloso de poder decir que soy la tercera generación que ha llevado zapatos, porque mi bisabuelo andaba descalzo o con opinci, una especie de sandalias. Para el invierno había unas enormes botas. Una expresión rumana decía: «Segunda, tercera o cuarta generación… de zapatos». Yo soy la tercera generación… De esta herencia moldava me viene mi tendencia a la melancolía, la poesía, la metafísica, digamos que a «la noche».
Mi madre, por el contrario, procede de una familia de Oltenia, la provincia occidental, cerca de Yugoslavia. Los oltenianos son gente ambiciosa, enérgica; se apasionan por los caballos y no son únicamente campesinos, sino además ha ï duks: se dedican al comercio, venden caballos (¡a veces los roban!). Es la provincia más activa, la más entusiasta, la más brutal a veces. Todo lo contrario de los moldavos. Mis padres se conocieron en Bucarest. Cuando caí en la cuenta de mi herencia, me sentí muy feliz. Como todo el mundo, como todos los adolescentes, tuve mis crisis de desánimo, de melancolía, que a veces llegaban casi a la depresión nerviosa: la herencia moldava. Al mismo tiempo sentía en mí unas enormes reservas de energía. Me decía entonces: esto viene de mi madre. Mucho les debo a los dos. A los trece años era scout y se me dio permiso para pasar las vacaciones en la montaña, en los Cárpatos, o a bordo de un barco en el Danubio, en el delta, en el Mar Negro. Mi familia lo aceptaba todo, especialmente mi madre. A los veintiún años le dije: me marcho a la India. Eramos una familia de la pequeña burguesía, pero mis padres encontraron aquello normal. Estábamos en 1928 y algunos grandes sanscritistas aún no conocían la India. Creo que Louis Renou no hizo su primer viaje hasta los treinta y cinco años. Yo lo hice a los veinte… Mi familia me lo permitió todo: ir a Italia, comprar toda clase de libros, estudiar hebreo, persa. Disfrutaba de una gran libertad.
– Familia de la pequeña burguesía, pero que demostraba un cierto gusto por las cosas del espíritu. ¿No diríamos mejor familia de «personas cultivadas»?
– Cierto, sin pretensiones de una gran cultura, pero al mismo tiempo sin la opacidad, digamos, de la pequeña burguesía.
– ¿Era hijo único?
– Somos tres hermanos. Mi hermano nació dos años antes que yo y mi hermana cuatro años más tarde. Fue una gran suerte venir entre uno y otra. Porque, bien entendido, el preferido durante años fue mi hermano, el hijo mayor, y luego lo fue mi hermana, la pequeña. No podría decir que viviera falto de cariño, pero nunca me sentí agobiado por un exceso de cariño paterno o materno. Fue una gran suerte. Y además tuve la ventaja de contar con un amigo y más tarde con una amiga: mi hermana y mi hermano.
– La imagen que de todo esto se desprende es la de un hombre contento de su nacimiento y de su origen…
– Cierto. No recuerdo haberme lamentado o protestado mientras era adolescente. Pero no era rico, no tenía dinero suficiente para comprar libros. Mi madre me daba algo de sus pequeños ahorros o cuando vendía alguna cosa; más tarde llegamos incluso a alquilar una parte de la casa. No era rico, pero nunca me quejaba. Estaba en paz con mi situación humana y social, familiar.
– ¿Qué imágenes le vienen a la memoria de su primera infancia?
– La primera imagen… Tenía yo dos años, dos años y medio. Ocurrió en un bosque. Me encontraba allí y miraba. Mi madre me había perdido de vista. Habíamos ido allí de merienda. Me perdí al alejarme unos cuantos metros. Y de pronto descubro ante mí un enorme y espléndido lagarto azul. Me quedé maravillado… No sentía miedo, sino fascinación ante aquel animal enorme y azul. Sentía los latidos de mi corazón, latidos de entusiasmo y temor, pero al mismo tiempo leía el miedo en los ojos del lagarto. Veía latir su corazón. Durante muchos años he recordado esta imagen.
En otra ocasión, casi a la misma edad, pues recuerdo que todavía andaba a gatas, la cosa ocurrió en nuestra casa. Había en ella un salón al que no me estaba permitido entrar. Creo además que la puerta estaba siempre cerrada con llave. Un día, a la hora de la siesta, pues era verano, hacia las cuatro, mi familia estaba ausente, mi padre en el cuartel, mi madre en casa de una vecina… Me acerco, hago un intento y la puerta se abre. Me asomo, entro… Aquello fue para mí una experiencia extraordinaria: las ventanas tenían las persianas verdes, y como era verano, toda la habitación era de color verde. Es curioso, me sentí como dentro de un grano de uva. Estaba fascinado por el color verde, verde dorado, miraba en torno y era verdaderamente un espacio jamás conocido hasta entonces, un mundo completamente distinto. Aquella fue la única vez. Al día siguiente traté de abrir la puerta, pero ya estaba cerrada.
– ¿Sabe por qué motivo le estaba vedado aquel salón?
– Había allí muchos estantes repletos de objetos curiosos. Además, mi madre, junto con otras señoras de la ciudad, organizaba fiestas infantiles con tómbola. A la espera de la fiesta, se depositaban en aquel salón los premios de la tómbola. Mi madre, con toda razón, no quería que sus hijos vieran aquella enorme cantidad de juguetes.
– ¿Vio aquellos juguetes al entrar?
– Sí, pero ya los conocía, había visto a mi madre llevándolos allí. No fue aquello lo que me interesó, sino el color. Era verdaderamente como estar dentro de un grano de uva. Hacía mucho calor, la luz era extraordinaria, pero filtrada a través de las persianas. Una luz verde… De verdad, tuve la impresión de hallarme dentro de un grano de uva. ¿Ha leído El bosque prohibido? En esa novela, Stéphane recuerda una habitación misteriosa de cuando era niño, la habitación «Sambo». Se pregunta qué podría significar aquello… Era la nostalgia de un espacio que había conocido, un espacio que no se parecía a ninguna otra habitación. Al evocar aquella habitación «Sambo», evidentemente, pensaba en mi propia experiencia extraordinaria de penetrar en un espacio completamente distinto.
– ¿Se sentía un poco asustado de su audacia o simplemente maravillado?
– Maravillado.
– ¿No sentía ningún temor? ¿No experimentaba la sensación de cometer una falta deliciosa?
– No… Lo que me atrajo fue el color, la calma y luego la belleza: aquello era el salón, con sus estanterías, sus cuadros, pero sumergido en el color verde, bañado de una luz verde.
– Ahora hablo con el conocedor de los mitos, con el hermeneuta, con el amigo de Jung. ¿Qué piensa de estos dos sucesos?
– ¡Curioso, nunca he tratado de interpretarlos! Para mí se trata de simples recuerdos. Pero es cierto que el encuentro con aquel monstruo, con aquel reptil de una belleza extraordinaria, admirable…
– Aquel dragón…