MÉTODO: EMPEZAR POR EL ORIGEN
– No pienso pedirle ahora que nos haga un repaso de las etapas de la historia de las religiones, ni siquiera desde comienzos de siglo; ya lo ha hecho en su obra Nostalgie des origines. Pero me gustaría saber en esencia qué debe a sus predecesores, a sus mayores. Me gustaría que me hablase de Georges Dumézil, que le recibió en París el año 1945.
– Conocía y admiraba la obra de Georges Dumézil mucho antes de conocerle personalmente, en septiembre de 1945, pocos días después de mi llegada a París. A partir de entonces, mi admiración ante su genio no ha hecho más que crecer, a medida que él iba desarrollando y precisando sus ideas sobre las religiones y las mitologías indoeuropeas. Dudo que exista en el mundo enteró otro investigador que posea su prodigiosa erudición lingüística
conoce más de treinta lenguas y dialectos!), su inmenso saber de historiador de las religiones y que al mismo tiempo esté dotado de semejante talento literario. Georges Dumézil ha renovado los estudios de las religiones y de las mitologías indoeuropeas. Ha demostrado la importancia de la concepción indoeuropea tripartita de la sociedad, es decir su división en tres zonas superpuestas, correspondientes a tres funciones: soberanía, tuerza y fecundidad. El ejemplo de Dumézil es capital para la historia de las religiones en tanto que disciplina autónoma, puesto que ha completado brillantemente el minucioso análisis filológico e histórico de los textos con unos conocimientos obtenidos de la sociología y la filosofía. En lo que se refiere a mi «carrera» científica en Francia, casi todo se lo debo a Georges Dumézil. El me invitó a dar unos cursos en la Escuela de altos estudios (donde expuse algunos capítulos del Tratado de historia de las religiones y del Mito del eterno retorno). También presentó a Brice Parain el manuscrito de mi primer libro publicado por Gallimard.
– Parece que acepta sin dificultad el «estructuralismo» de Dumézil, al paso que rechaza el de Lévi-Strauss.
– Sí, acepto el «estructuralismo» de Dumézil, de Propp, y de Goethe. Ya sabe que Goethe, cuando estudiaba la morfología de las plantas, pensó que era posible reducir todas las formas vegetales a lo que él llamaba «la planta original», y que terminó por asimilar esta Urpflanze a la hoja. Propp quedó impresionado por esta idea, hasta el extremo de que, en la edición rusa de Morfología del cuento popular, cada capítulo lleva como epígrafe un extenso pasaje del libro de Goethe. Por mi parte, y al menos en mis comienzos, pensaba que para ver claramente en este océano de hechos, de figuras, de ritos, el historiador de las religiones debería buscar, en su dominio, la «planta original», la imagen primordial, es decir, el resultado del encuentro del hombre con lo sagrado. En definitiva, hay estructuralismo que juzgo fecundo y es el que consiste en interrogarse acerca de la esencia de un conjunto de fenómenos, del orden primordial que fundamenta su sentido. Me gusta mucho el escritor que hay en Lévi-Strauss, lo considero un espíritu notable, pero, en la medida en que excluye la hermenéutica, no puedo sacar provecho alguno de su método. Un historiador de las religiones, independientemente de cuáles sean sus opiniones -desde el marxismo al psicologismo-, piensa, efectivamente, que su primera obligación consiste en captar el significado original de un fenómeno sagrado e interpretar su historia. No veo, por consiguiente, qué pueda hacer un historiador de las religiones con el «estructuralismo» a la manera de Lévi Strauss.
– Y en su propia andadura, ¿cuáles han sido los mayores obstáculos? ¿Cuáles sus mayores incertidumbres, sus dudas?
– El hecho de ser novelista y trabajar al mismo tiempo en una obra científica significó una gran dificultad. Al principio, en Rumania, mis maestros y mis colegas me miraban con gran desconfianza. Se decían unos a otros: «Un hombre que escribe novelas que han alcanzado el éxito no puede ser al mismo tiempo un espíritu objetivo». Hasta la publicación del Yoga en francés y a la vista de las recensiones favorables de algunos indianistas eminentes no se decidieron a reconocer que mi trabajo era serio cuanto menos. Luego he tenido que retrasar la traducción de mis novelas para no dañar mi reputación como historiador de las religiones y orientalista. Es verdad que hoy, paradójicamente, es una casa especializada en publicaciones universitarias la que va a publicar en América la traducción del Bosque prohibido.
Otra dificultad consistía en lo mucho que me costaba limitarme a un trabajo científico cuando estaba poseído por el tema de una novela. Seguía dando mis cursos, evidentemente, pero mi espíritu no estaba allí…
– Me habla de sus dificultades. ¿Nunca ha experimentado dudas acerca de la validez de sus proposiciones?
– Propiamente hablando, nunca he tenido dudas, pero he padecido siempre una especie de «perfeccionismo». Para explicar una parte de mi carrera hay que tener en cuenta que pertenezco la una «cultura menor provincial». Temía no estar tan bien informa
do como sería necesario. Entonces escribía a mis maestros, a mis colegas; durante el verano iba a las bibliotecas del extranjero. Si encontraba una interpretación diferente de la mía, me sentía feliz al comprobar que era posible interpretar un determinado fenómeno desde distintos puntos de vista. Muchas veces corregía algún detalle de mi obra. Pero nunca he sentido dudas radicales que me obligaran a abandonar mi hipótesis o mi método. Cuanto escribía se basaba en mi experiencia personal de la India, una experiencia de tres años.
– Su «método», dice. ¿En qué consiste?
– Lo primero de todo es buscar las mejores fuentes, las mejores traducciones, los mejores comentarios. Para ello, pregunto personalmente a mis colegas y a los especialistas. Con ello me ahorro la lectura de miles de páginas de escaso interés. La preocupación por conocer a fondo las fuentes es, por otra parte, una de las razones por las que he dedicado siete u ocho años al estudio de Australia; en efecto, tenía la impresión de que me sería posible leer yo mismo todos los documentos necesarios, cosa imposible en relación con África o las tribus americanas.
El segundo punto es que, cuando se aborda una religión arcaica o tradicional, hay que comenzar por el principio, es decir por el mito cosmogónico. ¿Cómo accedió el mundo al ser? ¿Quién lo creó, Dios, un demiurgo o un antepasado mítico? ¿O ya estaba ahí el mundo? ¿Empezó a transformarlo una figura divina? Luego vienen todos los mitos del origen del hombre y de todas las instituciones.
– Parafraseando un dicho conocido sobre el fantasma, ¿diría que el mito de los orígenes es el origen dé los mitos?
– Todos los mitos son otras tantas variantes del mito de los orígenes, puesto que la creación del mundo es el modelo de toda creación. El origen del mundo es modelo del origen del hombre, de las plantas y hasta de la sexualidad y de la muerte o, también, de las instituciones… Toda mitología tiene un principio y un fin; al principio la cosmogonía, y al final, la escatología: retorno de los antepasados míticos o venida del mesías. El historiador de las religiones, por consiguiente, no mirará la mitología como un sentido. incoherente de mitos, sino como un cuerpo dotado de sentido. En definitiva, como una «historia sagrada».
– La pregunta a que responde el mito de los orígenes es, bajo otra forma, la misma que se planteaba Leibniz y que todos sabemos el lugar importante que ocupa en Heidegger: «¿Por qué existe algo en vez de no existir nada?».
– Sí, es la misma pregunta. ¿Por qué existe la realidad, es decir el mundo? ¿Cómo se ha realizado la realidad? De ahí que, a propósito de los mitos del hombre primitivo, haya hablado yo frecuentemente de una «ontología arcaica». Para el primitivo, lo mismo que para el hombre de las sociedades tradicionales, los objetos del mundo exterior no tienen valor intrínseco autónomo. Un objeto o una acción adquieren un v alor, y sólo entonces se hacen reales, porque participan, de una o de otra manera, de una realidad que los trasciende. Podría decirse, por tanto, y así lo he sugerido en El mito del eterno retorno, que la ontología arcaica tiene una estructura platónica…
– África está ausente de su obra. ¿Se explica este hecho por la dificultad de la información?
– Hace unos quince años hice el proyecto de una historia de las religiones primitivas. Únicamente he publicado el pequeño libro dedicado a las religiones australianas. La enormidad de la documentación me ha hecho vacilar ante África. A partir de Griaule y sus discípulos, el africanismo francés ha renovado decididamente nuestros conocimientos sobre las religiones africanas.
– ¿Conoció a Marcel Griaule?
– Sí, y muy bien, y hasta tuve el sentimiento de que sus descubrimientos y sus interpretaciones confirmaban mi propia orientación. Con él, y sobre todo con su obra Dieu d'eau, se acabó la imagen estúpida que nos habíamos hecho de los «salvajes». También se acabó el tema de la «mentalidad prelógica», que, por su parte, ya había abandonado el mismo Lévy-Bruhl. A la vista de que Griaule no llegó a conocer la extraordinaria y rigurosa teología de los dogones sino al cabo de varias y prolongadas estancias entre ellos, quedó claro que los viajeros anteriores carecían de ese conocimiento. A partir de lo que ahora sabemos acerca de los dogones, podemos suponer justificadamente que en otros pueblos y en todo «pensamiento arcaico» se da una teología a la vez perfectamente trabada y sutil. De ahí la importancia suma que posee la obra de Griaule, no sólo para los etnólogos, sino también para