– Entre su retorno a Rumania y su llegada a París transcurrieron casi quince años. Hoy nos ocuparemos de esa etapa, rica en acontecimientos. Pero ante todo, ¿por qué abandonó la India al cabo tan sólo de tres años?
– Desde Calcuta había escrito varias cartas exaltadas acerca de mis últimos descubrimientos en la India. Desde hacía seis meses vivía en la soledad de un ashram. Mi padre adivinó que mi intención era permanecer en la India tres o cuatro años más, y hasta llegó a temer que no regresara nunca, que eligiera la soledad de un monasterio o que me casara con una india. Creo que acertaba… Como él se encargaba de renovar mi prórroga militar, aquel año, en enero de 1931, no lo hizo. En otoño me escribió que debía regresar. Mi padre era un antiguo oficial… Añadía: «Sería para mí una vergüenza y un gran deshonor para la familia que mi hijo fuera un rebelde». Regresé. Tenía la intención de volver enseguida a la India para continuar mis investigaciones. Entre tanto, defendí mi tesis, sobre el yoga, y la comisión universitaria me pidió que (preparase su publicación en francés.
– En el sorteo le toca ir a la artillería antiaérea, pero a causa de su miopía le destinarán como intérprete de inglés en las oficinas… Su tesis se publica en 1936 bajo el título de Le yoga, essai sur les origines de la mystique indienne… Muy pronto se convertiría en escritor célebre al mismo tiempo que brillante universitario.
– ¿Por dónde empezamos? ¿Por la jama?
– Sí, «por la fama», pues me enseñó muchas cosas. Presenté Maitreyi («La noche bengalí») a un concurso de novelas inéditas. Obtuve el primer premio. Era a la vez una novela de amor y una novela exótica; el libro tuvo un enorme éxito inesperado que sorprendió al editor y a mí mismo. Se hicieron numerosas reediciones. A los veintiséis años ya era «célebre»; los diarios hablaban de mí, la gente me reconocía en la calle, etc. Fue una experiencia muy importante, pues conocí muy joven lo que quiere decir «ser famoso», «ser admirado». Se trata de algo agradable, pero nada extraordinario. De este modo dejé de sentir aquella tentación para el resto de mi vida. Creo, sin embargo, que se trata de una tentación natural en todos los artistas, en todos los escritores. Todo autor espera obtener algún día un gran éxito, ser conocido y admirado por la masa de sus lectores. Yo lo tuve muy joven y me sentía feliz de aquel éxito. Aquello me ayudó a escribir novelas que no tenían por fin alcanzar el éxito.
En 1934 publiqué Le Retour du Paradis, primer volumen de una trilogía "que comprendía además Les Houligans y Vita nova. Quería ser el representante de mi generación. Aquel primer volumen tuvo un cierto éxito. Pensaba que aquellos jóvenes eran verdaderos huliganes, que preparaban una revolución espiritual; cultural, si no política, al menos real, concreta. Los personajes eran, por consiguiente, jóvenes escritores, profesores, actores. Gente que además hablaba mucho. En resumen, un cuadro de intelectuales y pseudointelectuales que, a mi juicio, se parece un poco a Contrapunto de Huxley. Era un libro muy difícil. Fue alabado por la crítica, pero no tuvo el mismo éxito de público que Maitreyi.
Aquel mismo año publiqué una novela casi joyciana, La lumiere qui s'éteint.
– El mismo título que una novela de Kipling. ¿Fue intencionado?
– Sí, a causa de una cierta semejanza entre los dos personajes centrales… Varias veces he tratado de releer ese libro: imposible, no entiendo nada. Me había impresionado mucho un fragmento de Finnegans Wake, «Anna Livia Plurabelle». Creo que empleé, por primera vez en Rumania, el «monólogo interior» de Ulysses. No tuvo ningún éxito. Los mismos críticos no sabían qué decir. Era absolutarnente ilegible.
– Esta influencia de Joyce, y lo que supone de gusto por la expresión cuidada, me sorprende un poco. Creo que hasta entonces su interés estaba más bien en utilizar la lengua como un medio. ¿Es que aquella vez se decidió a escribir como poeta?
– En cierto sentido, sí… Pero debo decir que lo que más me interesaba era describir, gracias al «monólogo interior», lo que ocurre en la conciencia de un hombre que pierde la vista durante algunos meses. Precisamente en ése «monólogo», en lo que piensa, ve, imagina en medio de esas tinieblas, traté de jugar con el lenguaje, y ello con la mayor libertad. De ahí que el libro resulte casi incomprensible. Sin embargo, el argumento es muy sencillo y bellísimo. Un bibliotecario trabaja de noche en la biblioteca de la ciudad para corregir las pruebas de un texto griego sobre astronomía, según creo, en fin, un texto misterioso. En un determinado momento nota olor a humo y se inquieta, ve correr algunas ratas y cómo en la sala penetra el humo; abre la ventana, la puerta y en la sala de lectura, sobre una gran mesa, ve una joven completamente desnuda y, junto a ella, al profesor de lenguas eslavas, que tenía fama de ser un personaje diabólico, un mago. A la vista del fuego, el profesor desaparece. El bibliotecario coge a la joven, que se ha desvanecido, y la salva. Pero, mientras desciende la escalera de mármol, del techo se desprende un adorno que cae sobre él y le deja ciego durante seis meses. Mientras permanece en el hospital tratará de entender lo ocurrido, pero todo le parece absurdo. Hacia media noche, en la biblioteca de una ciudad universitaria, un profesor vestido y una mujer desnuda, una mujer a la que conoce bien, pues se trata de la ayudante del profesor de lenguas eslavas… El bibliotecario oye decir que el profesor se disponía a realizar un rito tántrico y que ese rito es precisamente la causa del incendio. Luego recupera la visión, y en su alegría por ver de nuevo -ver, no leer- emprende un viaje. No recuerdo exactamente el final, pues, como le he dicho, nunca he conseguido releer esta novela. Recuerdo que en un determinado momento empieza el bibliotecario a hablar en latín, pero a personas que no son, como él, investigadores, que por tanto no le pueden entender. ¿Quizá un recuerdo de Stephen Dedalus? Todo se vuelve misterioso, enigmático… En cualquier caso, la novela, ilegible, no tuvo ningún éxito. Después de este tercer libro me sentí libre. No se había olvidado mi nombre, pero se me conocía como autor de La noche bengalí. Me sentía dispensado de la obligación de agradar.
– Basta leer su Diario, con fecha 21 de abril de 1963, para comprender que se trata de una historia muy personal. No le haré preguntas sobre esa anotación, por razones evidentes. Que el curioso lector se ocupe de acudir a ese pasaje para ver y entrever por sí mismo. En cuanto a mí, me siento feliz por haber visto surgir estas imágenes fascinantes. ¿No podrían dar lugar a una nueva creación fantástica, una de las que ahora se dispone a escribir? Pero volvamos a su experiencia de la jama: ¿se siente igualmente insensible al recuerdo de los hombres? ¿Le es indiferente la idea de dejar o no una obra tras sí?
– De vez en cuando me digo que se me leerá en rumano, que lo harán mis compatriotas, pero no por mis méritos de escritor, sino porque, en definitiva, he sido profesor en Chicago, he publicado en París, y son pocos los rumanos que hayan tenido estas oportunidades. También quedarán ciertamente el gran Ionesco y Cioran…
– Sin embargo, ahora es usted un hombre ilustre… ¿Cómo reacciona ante el deseo que, sin duda, sentirán muchos lectores suyos de conocerle? ¿Cómo se las arregla para vivir con esa fama o esa notoriedad que ha adquirido?
– Felizmente, ignoro todas esas cosas, pues vivo ocho meses del año en Chicago y algunos meses en París. Generalmente rechazo las invitaciones, conferencias e incluso veladas y reuniones sociales. Ignoro, por tanto, esa carga pesadísima de la celebridad o notoriedad. Admiro a quienes tienen la fuerza necesaria para soportar las consecuencias de esa gloria: televisión, entrevistas, periodistas. Todo eso me resultaría muy penoso. No se trata de la pérdida de tiempo -hablar una hora con un periodista o asistir a la inauguración de una exposición no es tan grave-, sino el compromiso que se adquiere, el encadenamiento y la puesta en marcha de un engranaje. Además, me vería obligado a decir y repetir en la radio o en la televisión cosas que no me apetece en modo alguno repetir. No tengo esa vocación, pero admiro a quienes son verdaderamente capaces de luchar también en ese frente.
UNIVERSIDAD, «CRITERION» Y «ZALMOXIS»
– Ya es un joven novelista famoso y al mismo tiempo orientalista, y sé también que al empezar a dictar sus cursos se apiña a su alrededor una multitud de lectores de La noche bengalí, al menos hasta el momento en que la seriedad del trabajo desanima a los simples curiosos… Trabaja como ayudante de Na ë Ionesco…
– Ionesco era profesor de lógica, de metafísica y de historia de la metafísica y al mismo tiempo dirigía un periódico. Es un
hombre que ha ejercido una fuerte influencia en Rumania. Me cedió el curso de historia de la metafísica y un seminario de historia de la lógica, pero me invitó también a dar un curso de historia de las religiones antes que el de historia de la metafísica. Di, por consiguiente, algunas lecciones sobre el problema del mal y de la salvación en las religiones orientales, sobre el problema del ser en la India, sobre el orfismo, el hinduismo, el budismo. En cuanto al seminario de lógica, empecé por un tema pretencioso: «Sobre la disolución del concepto de causalidad en la lógica medieval budista» (¡). Seminario muy difícil, al que asistió un grupo reducido. Más tarde elegí la Docta ignorantia de Nicolás de Cusa y el libro XI de la Metafísica de Aristóteles.
– Se dedica a la enseñanza y a la vez funda la revista «Zalmoxis».