– El 3 de octubre de 1949 anota en su Diario: «Eugenio d'Ors me envía un nuevo artículo sobre El mito del eterno retorno, que lleva por título Se trata de un libro muy importante. Más que cualquier otro crítico cuyas recensiones haya leído yo, Eugenio d'Ors se siente entusiasmado por el hecho de que haya puesto de relieve la estructura platónica de las antologías arcaicas y tradiciones ( ''populares")». Es cierto que añade: «Espero, sin embargo, que se entienda también el otro aspecto de mi interpretación, relativo a la abolición ritual del tiempo y, en consecuencia, la necesidad de la "repetición". Las conversaciones que acerca de este tema he mantenido hasta ahora han sido decepcionantes…» Por lo demás, también le gustaría a d'Ors el Tratado…
– Sí, fue mi última obra que pudo leer. Murió al año siguiente, según creo.
– Ha nombrado a Unamuno a propósito de Ortega y Eugenio d'Ors.
– No llegué a conocerle. Murió, según creo, en 1936, y yo fui a España por vez primera en 1941. Sin embargo, he sentido siempre una gran admiración por él. Su obra es extremadamente importante y un día será descubierto en todas partes. Hay en él un cierto «existencialismo» que me toca muy de cerca. También admiro mucho al gran poeta en que llegó a convertirse, que ha sido descubierto veinte años después de su muerte, cuando fueron publicados sus últimos poemas. Sí, se trata de un hombre admirable, y su obra es esencial por haber logrado mostrar las raíces «viscerales» de la cultura. Al igual que Gabriel Marcel, Unamuno insistía en la importancia del cuerpo. Gabriel Marcel decía que los filósofos ignoran el cuerpo, que ignoraran que el hombre es "un ser encarnado. Unamuno por su parte, insistía en la importancia espiritual de la carne, del cuerpo, de la sangre, de lo que él llamaba «la experiencia visceral del espíritu». Algo muy original, muy nuevo. Poseía además un inmenso talento como escritor, como poeta, prosista, ensayista…
– Estas Conversaciones serán, entre otras cosas, una incitación a releer a unos autores tan poco leídos y que son tres grandes escritores: Ortega, d'Ors, Unamuno…
– Sí, sobre todo Unamuno.
– En Londres entró en contacto con un rumano que fue muy conocido, luego un poco olvidado y al que hoy se vuelve a editar, Matila Ghyka…
– Sí, Matila Ghyka era consejero cultural de la embajada de Rumania. Antes de conocerle personalmente ya había leído, por supuesto, El número áureo, pero no conocía su bella novela La lluvia de estrellas. Lo admiraba mucho, y a pesar de la diferencia de edades llegamos a ser muy amigos. Poseía una cultura prodigiosa, tanto científica como literaria e histórica. Ya sabe que fue oficial de marina y luego agregado naval en San Petersburgo y en Londres. Después de la Segunda Guerra Mundial ocupó la cátedra de estética en la universidad de Los Angeles. Además de su trabajo personal, leía al menos un libro cada día. De ahí que estuviera suscrito a cinco organizaciones de lectura. Tenía a veces opiniones singulares; creía, por ejemplo, que la guerra recién comenzada era el supremo enfrentamiento entre dos órdenes de caballería, los templarios y los caballeros teutónicos. Un día me mostró la fotografía de una familia muy numerosa reunida en la suntuosa escalinata de una mansión; en una ventana del segundo piso podía distinguirse el rostro velado de una anciana dama. Pero aquella anciana señora, precisó Matila Ghyka con voz serena y profunda, había muerto algunos meses antes de que se tomara la fotografía… En París le vi una sola vez, en 1950; acababa de escribir una novela policiaca que se proponía publicar con pseudónimo. Sus últimos años fueron muy difíciles; traducía cualquier clase de libros para Payot, aceptaba cualquier tipo de trabajo, a pesar de que pasaba ya de los ochenta años.