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SER RUMANO

– Por supuesto, mantenía contacto con los rumanos residentes en París. En su Diario habla de la «diáspora rumana». Pero creo advertir una contradicción en sus sentimientos sobre el exilio. Quiere y a la vez no quiere ser un exiliado, «llevar una vida de estudiante pobre, pero no necesariamente de emigrado», dice. Toma la decisión de escribir en francés, y dice también: «No imitar a Ovidio, sino a Dante». E incluso encuentra en la emigración algo especificamente rumano; le parece que «prolonga la trashumancia de los pastores rumanos» . Dice también que este «mito de la diáspora rumana da un sentido a mi existencia de exiliado», y a continuación: «Para mí, el exilio formaba parte del destino rumano». ¿Nos podría aclarar cuáles eran sus sentimientos en aquella época?

– En la tradición popular rumana existen dos corrientes, dos expresiones espirituales complementarias. Una, la corriente pastoralista; es la expresión lírica, y también filosófica, de los pastores. La otra corresponde a los sedentarios, a la población agrícola. En Rumania, hasta el año 1920, el ochenta por ciento de la población estaba formado por labradores, pero había una minoría muy importante de pastores. Estos pastores, que conducían sus rebaños desde Checoslovaquia hasta el mar de Azov, abrieron al pueblo rumano un mundo mucho más amplio que el de la aldea. Los pastores y la poesía pastoril hicieron la aportación más importante a la poesía popular rumana. Las más bellas baladas rumanas, y en especial la más bella de todas, Mioritsa (La cordera vidente), nacieron entre los pastores. Lo demás era cultura de labradores, de sedentarios. También ellos hicieron una enorme aportación, sobre todo en el folklore religioso y en la poesía popular… Simplifico intencionadamente, pues las cosas son realmente más complicadas, pero puede decirse que la cultura rumana es el resultado de la tensión entre sedentarismo y trashumancia o, si lo prefiere, entre localismo, provincialismo y universalismo. En la cultura escrita reaparece esa misma tensión. Hay grandes escritores rumanos que son tradicionalistas, que representan o prolongan la espiritualidad de las aldeas, de los sedentarios. Pero otros se mantienen abiertos al mundo, son «universalistas» (hasta han sido acusados de cosmopolitismo). Se podría decir también que los primeros se interesan por la religión, por la mística, mientras que los otros son más bien espíritus críticos que se sienten atrapados por la ciencia. Pero se trata de una tensión creadora entre las dos tendencias. El mayor poeta rumano, Eminescu, el escritor rumano más importante del siglo xix, consiguió una síntesis admirable entre estas dos corrientes. Para responder, por consiguiente, a su pregunta, es cierto que el exilio significaba una ruptura con la tierra natal, pero esa ruptura existía ya en el pensamiento de los rumanos, lo mismo que existe en la historia del pueblo judío, que constituye en cierto modo una historia ejemplar que considero como uno de los modelos del mundo cristiano. Para nosotros, los rumanos de París, y en general para todos los que habían decidido permanecer en Occidente, yo decía que no éramos emigrantes, sino que vivíamos en el exilio. Pensaba que un escritor exiliado debe imitar a Dante, no a Ovidio, porque Ovidio era un proscrito -su obra está llena de lamentos y añoranzas, dominada por la nostalgia de las cosas perdidas- y Dante, en cambio, aceptaba esta ruptura, y no sólo la aceptaba, sino que gracias a aquella experiencia ejemplar pudo acabar la Divina Comedia. Para Dante, el exilio no fue sólo un estímulo, sino aún más la fuente misma de su inspiración. Yo decía entonces que no hay que escribir con nostalgia, sino, por el contrario, aprovechar esta crisis profunda, esta ruptura, como hizo Dante en Ravena.

– Por decirlo con una expresión de Nietzsche, ¿nunca ha sido un hombre de resentimientos?

– No. Sentía que esta experiencia poseía el valor de una iniciación. Precisamente, lo que me parecía desastroso era el resentimiento. Es algo que paraliza la creatividad y que anula la calidad de la vida. Un hombre resentido es para mí un hombre desdichado que no aprovecha la vida. Su existencia es como la de una larva. Eso es lo que trataba de decir. Di muchas conferencias para nues-tro grupo y escribí muchos artículos en la prensa rumana de París o de Europa occidental para decir: hay que aceptar la ruptura y, por encima de todo, crear. La creación es la respuesta que podemos dar al destino, al «terror de la historia».

– A través de su Diario, se diría que las dos figuras más profundas de su vida son el laberinto y U lises: dos figuras dobles. En Ulises son inseparables el caminar errante y la patria; en cuanto al laberinto, sólo tiene sentido al perderse en él, pero no de manera caótica y para siempre. ¿Qué diría hoy de Ulises?

– Ulises es para mí el prototipo del hombre, no sólo moderno, sino también del hombre del futuro, pues es el tipo del viajero acosado. El suyo era un viaje hacia el centro, hacia Itaca, es decir, hacia sí mismo. Erá buen navegante, pero el destino -o dicho de otro modo, las pruebas iniciáticas que era preciso superar- lo fuerza a retrasar indefinidamente su retorno al hogar. Creo que el mito de Ulises es muy importante para nosotros. Todos nosotros seremos un poco como Ulises, en busca de nosotros mismos, siempre esperando llegar, hasta encontrar finalmente la patria, el hogar, en que también nos encontraremos a nosotros mismos. Pero, al igual que en el laberinto, en toda peregrinación se corre el riesgo de perderse. Si se logra salir del laberinto, volver al hogar, se es ya un ser distinto.

– Compara al hombre moderno con Ulises, pero también se reconoce a sí mismo en Ulises.

– Sí, me reconozco. Creo que su mito constituye un modelo ejemplar para cierto modo de existir en el mundo.

– ¿Podría ser ésta su figura emblemática? -Sí.

– Quedábamos en que mantenía contactos frecuentes con sus amigos rumanos, Ionesco, Cioran y también Voronca, Lupasco.

Conocía muy bien a Cioran. Ya éramos amigos en Rumania, por los años 1933-1938, y me sentí muy feliz al encontrarle aquí, en París. Admiraba a Cioran desde sus primeros artículos, publicados en 1932, cuando él tenía apenas veintiún años. Su cultura filosófica y literaria era excepcional para su edad. Ya había leído a Hegel y a Nietzsche, a los místicos alemanes y a Açvagosha. Poseía además, y ya desde muy joven, una sorprendente maestría literaria. Lo mismo escribía ensayos filosóficos que artículos panfletarios de un vigor extraordinario; se le podía comparar con los autores de apocalipsis y con los más famosos panfletarios políticos. Su primer libro en rumano, En las cimas de la desesperación, era apasionante como una novela, pero a la vez melancólico y terrible, deprimente y exaltante. Cioran escribía tan estupendamente en rumano que resultaba imposible imaginar que un día demostraría la misma perfección literaria en francés. Creo que su caso es único. Es cierto que siempre había admirado el estilo, la perfección estilística. Decía con toda seriedad que Flaubert tenía toda la razón cuando. se pasaba una noche entera trabajando para evitar un subjuntivo…

En París me hice amigo de Eugene Ionesco. Le conocí en Bucarest, en otros tiempos, pero como él diría muchas veces en broma, había entre nosotros una diferencia de dos años. A los veintiséis años, yo era célebre, recién llegado de la India, y ya profesor, mientras que Eugéne Ionesco, de veinticuatro años, preparaba por entonces su primer libro. De ahí que aquellos «dos años» constituyeran una diferencia muy importante. Entre nosotros había una cierta distancia. Pero desapareció desde nuestro primer encuentro en París. Eugéne Ionesco era conocido en Rumania como poeta y más aún como crítico literario o más bien como «anticrítico», pues había tratado de demostrar, en un libro que tuvo enorme repercusión en Rumania (el libro, muy polémico, se titulaba ¡No!), qué la crítica literaria no existe como disciplina autónoma… En París sentí curiosidad por saber qué camino elegiría: ¿la investigación filosófica, la prosa literaria, el diario íntimo? En cualquier caso, no adiviné que estaba a punto de escribir La cantante calva. La noche del estreno ya era yo un grande y sincero admirador de su teatro, y no me cabían ya dudas sobre su carrera literaria en Francia. Lo que más me impresiona en el teatro de Eugéne Ionesco es la riqueza poética y la potencia simbólica de la imaginación. Cada una de sus obras revela un universo imaginario que participa a la vez de las estructuras del mundo onírico y del simbolismo de las mitologías. Me siento especialmente sensible a la poética del sueño que informa su teatro. Sin embargo, no se puede hablar simplemente de un «onirismo». Me parece en muchas ocasiones que asisto a los «grandes sueños» de la materia viva, de la Tierra Madre, de la infancia de los futuros héroes y de los futuros fracasados. Y lo cierto es que algunos de esos «grandes sueños» desembocan en la mitología…

También en París conocí a Stéphane Lupasco, a quien admiro enormemente como hombre y como pensador. A Voronca, lamentablemente, no lo vi sino dos o tres veces. Como sabe, se suicidó muy pronto. Cuando le conocí, en 1946, le hice esta pregunta: «¿Cómo consigue escribir sus poemas en francés?» El me respondió: «Es una verdadera agonía».

– Lupasco me recuerda a Bachelard, del que ahora no hemos hablado, pero al que también conoció.

– Le vi muchas veces, y en casa de Lupasco precisamente. Había leído dos de mis libros. Técnicas del yoga le había interesado mucho, especialmente por mundo imaginario que allí descubrió, en las meditaciones visuales tántricas. También había leído con gran interés, según me dijo, el Tratado de historia de las religiones, del que habló mucho en sus cursos, pues hay en esta obra muchas imágenes para analizar el simbolismo de la tierra, del agua, del sol, de la Tierra Madre… Lamento no haberle tratado sino entre los años de 1948 a 1950. Luego le perdí de vista. Pero le admiraba mucho. También me gustaba su manera de vivir. Vivía exactamente igual que Brancusi. Este gran filósofo e historiador de la ciencia vivía como un campesino, al igual que Brancusi en su taller.

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