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Sólo había una manera de responder a aquella pregunta: probar a ir bajando. Primero me acerqué con mil precauciones a la caja de escaleras por las que había subido huyendo de los guardias. El silencio era absoluto. La oscuridad también. Me asomé al hueco central y vi luz eléctrica en la planta más baja. Me atreví a bajar un piso; seguí atisbando por el hueco; apliqué el oído a la puerta doble que daba acceso al local de esa planta y no oí nada; abrí una rendija y miré: todo oscuro, como arriba. Eso me animó y bajé una planta más. Y otra y otra: así hasta el nivel inmediato al de la puerta de rejas que daba al corredor de las puertas. Todo permanecía quieto, sólo se oía un «zzzzzz», zumbido de fluorescentes. Esta vez con sigilo reforzado, abrí la puerta del local que quedaba justo encima de la zona de calabozos.

Lo que vi no brindó ninguna novedad a la luz de mi mechero. Salvo porque tenía el suelo de parqué y, junto a la entrada, se amontonaban una nevera sin enchufar, un par de sillas polvorientas y un perchero vacío, en lo demás era exactamente igual que el ático, igual de vacío y sucio, aunque el fuerte olor a laberinto era aquí imperceptible, como si la proximidad de la zona habitada diluyera su esencia. Fui directo al baño del fondo, abrí la ventana del respiradero y comprobé que el abismo terminaba en el piso inmediatamente inferior. Me puse entonces a la labor de sacar mi cuerpo por la ventana. Eso fue lo peor. Después me descolgué y aterricé sin novedad, pero daba bastante yuyu posar los pies descalzos en el suelo de aquel respiradero inmundo, así que probé a entrar por la ventana del piso más bajo lo más rápidamente posible, pasando el marco de cabeza. Eso me obligó a aterrizar en el áseo al que daba haciendo la vertical. Sólo lo sentí porque se me cayeron los gachets de los bolsillos, con el resultado de cuartito de cocaína desparramado y pérdida de porcelana encefálica en caniche azul. A lo del caniche pude ponerle remedio días más tarde con un pega-plus y hoy me contempla mientras escribo, pero amorrarse a chupar el suelo de un aseo me pareció excesivo incluso para Roger Wilco y el cuarto de cocaína se perdió para siempre.

Bien. Ya estaba en el lavabo del piso que me interesaba, probablemente a unos veinte metros del guardia. Y ahora qué.

Oí toses: esa tos de bronquítico que nos hermana a tantos fumadores.

Podía mantenerme escondido en el aseo, esperar a que el tío tuviera ganas de mear y darle un mal tanto con los restos del caniche en cuanto traspasara la puerta. Claro que quizá el tipo tardara horas en entrar o quizá los guardias meaban en otro sitio, o las normas les impedían abandonar el puesto bajo ningún concepto. Por otro lado no tengo costumbre de dejar a la peña grogui de un solo golpe y no me sentí capaz de calibrar el impacto mínimo necesario: tanto podía quedarme corto y darle ocasión de reaccionar, como reventarle el cráneo al primer toque de gracia.

Decidí asomar un poco el bigote por la puerta y ver si se me ocurría alguna alternativa al estozolamiento por caniche azul. Los accesos de tos se repetían cada poco, el pobre tipo trataba de expulsar una flema profunda que se le resistía. Aproveché uno de ellos para abrir la puerta un par de palmos, por si chirriaba. Eso dejó a la vista la escalera descendente que había visto al salir de la habitación entre los guardias: estaba a sólo un par de metros de mí. Al siguiente acceso de tos abrí más aún el batiente y fui asomando a la luz del corredor. La mesa del guardia quedaba parcialmente oculta tras el retranqueo de la pared y sólo se le veía medio cuerpo al tipo. Tenía los brazos doblados por el codo y los puños apoyados sobre las orejas, como el que empolla para un examen. Estaba a unos treinta metros a mi izquierda.

Lo más sensato era bajar las escaleras de la derecha y ver qué había abajo confiando en que no fuera otro centinela. Lo único que quedaba por decidir era si salir del aseo reptando o aprovechar un ataque de tos del guardia y deslizarse de puntillas. A mí, reptar, lo que se dice reptar, no es que se me dé muy bien, todo lo más conseguiría arrastrarme como un caracol, así que era mejor salir de puntillas. Pero me costó decidirme a atravesar la puerta. Los ataques de tos dejaron de repetirse y empecé a ponerme nervioso. Volví a sacar la nariz por el quicio a ver qué coño pasaba. Vi que el tipo se inclinaba a su derecha y oí unos sonidos de fricción, cajones abriéndose… No desperdicié la ocasión y salí de allí con el aliento contenido, no muy deprisa pero sí dando pasos largos en dirección a las escaleras. Sólo me apresuré al llegar al primer peldaño, plin, plin, plin, y bajé lo más rápido que pude hasta la mitad del descenso. Allí me quedé un momento, agachado sobre los escalones, tratando de atisbar la planta a la que llegaba. El descenso desembocaba en un espacio de unos veinte metros cuadrados que no contenía a la escalera sino que empezaba justo a partir del último peldaño, y eso producía la sensación de estar llegando a una cámara encapsulada en una construcción maciza. Sonaba una gota cayendo sobre varios litros de agua quieta, plong, plong… El suelo de cemento estaba encharcado a pesar del desagüe central. Vi un grifo en la pared de enfrente al que estaba conectada una manguera. De ahí procedía la gota, plong, plong, y caía sobre una pila adosada a la pared. El color dominante, además del blanco de las baldosas que cubría la parte baja de las paredes, era un gris hormigón, entristecido por la luz del fluorescente que se reflejaban en el agua del piso. Aquí el olor a humedad era intenso, y si algo de lo que había visto hasta entonces tenía pinta de calabozo era justamente esto: parecía una cámara de torturas medieval reinterpretada por Le Corbusier. Pero lo más interesante del lugar es que las paredes presentaban cuatro puertas enfrentadas dos a dos: puertas metálicas, también grises, con cerrojo y ventanilla a modo de visor, pero eran ventanas mucho más estrechas que las del piso de arriba, recordaban una de esas mirillas que tienen los tanques.

Terminé de bajar las escaleras, ya erguido en toda mi altura, y noté la humedad del cemento traspasándome los calcetines. Me acerqué a la primera de las puertas de la izquierda y miré por el visor. Una silla de madera, un colchón de espuma en el suelo, cortina de plástico que aislaba una cuarta parte de la celda, poco más. Me fijé en las manchas de las paredes, siempre embaldosadas de blanco hasta media altura: algunas eran gotas, salpicaduras, otras refregaduras, degradados, a veces trazos que avanzaban temblorosos en grupos paralelos.

Traté de no dejarme impresionar y fui a mirar por el visor de la puerta de enfrente. Esta vez lo de menos fue el mobiliario y las paredes, porque lo primero que me saltó a la vista fue un tipo grandote en calzoncillos. Quedaba de frente, cabizbajo, sentado en una silla como la de la otra habitación, con las manos ocultas a la espalda. Parecía dormitar, la respiración le abultaba el pecho a intervalos regulares. Al reparar en su cara, incluso en esa posición que la mantenía semioculta, comprendí que alguien le había intentado hacer la cirugía plástica a puñetazos.

Pero el trabajo del hijo de puta que le había hecho eso no me impidió reconocer a Sebastián, mi hermano. Para cuando hube descorrido el cerrojo, el Cristo sedente había ya alzado la cabeza en dirección a la inesperada visita y trataba de abrir los ojos.

– Qué hay, tete -dije, más que para molestarlo, para facilitarle el reconocimiento a través de aquellos párpados que parecían higos maduros.

– ¿Qué… demonios estás haciendo aquí, imbécil?

El mismo The First de siempre.

– Ya ves: pasaba y digo, coño, voy a rescatar al pijo de mierda de mi hermano.

– Ah ¿sí?… ¿Y ahora quién te va a rescatar a ti, payaso?

Además de los ojos morados y reducidos a ranuras, tenía sin duda la nariz rota. La hemorragia le había manchado la barbilla y el pecho, pero eso debía de haber sucedido días atrás porque la sangre formaba finas costras. Respiraba a bocanadas cortas que le habían resecado la boca hasta impedirle hablar más que en susurros gangosos, entorpecidos, además, por la hinchazón del labio inferior partido. El resto del cuerpo revelaba también moratones aquí y allá bajo las manchas de la sangre que había manado de la cara, pero a simple vista parecía conservarlo mejor que la jeta.

– ¿Vas lo bastante sereno como para desatarme?

– Me estoy pensando si darte un par de hostias más.

Lo dejé correr, quedaba poca cara donde atizarle. Rodeé la silla y me apliqué a soltar la cuerda que le ligaba las muñecas al respaldo. El anular y el meñique de su mano derecha estaban bastante machacados; tuve que cuidar de no tocárselos para que no diera botes en la silla. Cuando solté el nudo adelantó los brazos despacio, con gestos de dolor que parecía especialmente intenso en los costillares. Lo dejé un momento así y salí de la celda hacia la pila embaldosada. Abrí el grifo y probé un trago del agua que salió de la manguera. Su sabor a lejía de primera calidad me pareció indicativo de potabilidad. Lavé lo mejor que pude el cuerpo decapitado y hueco del caniche azul y lo llené de agua. Volví a ofrecérselo a The First en los labios, rodeando el borde cortante de porcelana con un dedo, y aún repetí la operación de llenar el caniche tres o cuatro veces; hasta que su lengua hidratada pudo salir de la boca y recorrer los labios en una caricia húmeda que lo animó a volver a hablar.

– Cómo están Gloria y los niños…

– Bien. Atrincherados en casa, con papá, mamá y la Beba. ¿Y tu secretaria?

– Está con ellos.

– ¿«Ellos»?

– Es largo de explicar.

Me conformé con no enterarme de momento.

– ¿Hay algo que te duela más que lo demás?

Negó con la cabeza:

– Es como… tener agujetas. Cada vez que entran y me zarandean me duelen horrores las heridas, pero al rato entro en calor y dejo de notarlas. Entonces me dejan tranquilo hasta que vuelvo a quedarme anquilosado.

Pensé en darle un poco de coca, pero tenía uno de los orificios de la nariz prácticamente cerrado por el abatimiento del tabique y el otro obstruido por el coágulo de sangre.

– Oye, no te lo mereces pero te voy a limpiar los mocos. Déjate hacer y no te pongas impertinente. Después veremos qué tal puedes caminar; no pienso sacarte de aquí a cotenas.

Asintió. Me di cuenta entonces de que tiritaba de frío y pensé en poner remedio a eso antes de nada. Me quité la camisa, se la eché por encima de los hombros y, agradecido al calor inmediato que le transmitió la tela, se la cerró sobre el cuerpo tirando de los faldones. Quise cederle también los calcetines, pero con las idas y venidas a la pila se me habían empapado y podía ser peor el remedio que la enfermedad. Lo que sí hice fue acercar el colchón mugriento que había en el suelo para que pudiera apoyar los pies sobre él y, cuando pareció haber entrado un poco en calor, le pedí que echara la cabeza hacia atrás para mostrarme la cara a la luz. Preferí no tocar la ventana izquierda de la nariz, hacia donde se había inclinado el tabique, pero raspé con el dedo la costra de sangre e intenté introducir la uña en el orificio derecho para extraer parte de la masa negruzca que taponaba el caño. Era difícil, y el paciente se quejó cuando traté de abrirme hueco forzando un poco la aleta hacia arriba. Necesitaba algún elemento fino con que hurgar, y se me ocurrió probar con el vástago de la hebilla del cinturón. Con paciencia logré que asomara una punta de masa elástica tras la que salió un macarrón oscuro, del grosor de un lápiz, terminado en una larga baba transparente con vetas de rojo brillante. El «aaah» de The First indicaba el alivio del que se ha librado de pronto de una molestia persistente, pero todavía gorjeaba algo por allí dentro. Le tapé completamente el orificio izquierdo presionando con cuidado y le dije que expirara por la nariz con fuerza. Eso terminó de liberar la fosa de sangre seca y mocos y oí el cambio en su respiración. Al menos uno de los conductos funcionaba.

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