– ¿Dónde estoy? -dije, en plan película de Jichcot.
– Tranquilícese, respire hondo. Tómese unos minutos y en cuanto se encuentre mejor y pueda andar le acompañaremos a otro lugar donde alguien le explicará.
Fingir que no podía caminar con normalidad era fundamental, así que me inventé un intenso dolor de tobillo que me impedía apoyar el pie en el suelo. El calvo me quitó el calcetín y me toqueteó desde el empeine hasta la espinilla con ese aire de importancia que se dan los veterinarios de persona.
– ¿Le duele?
«No… Sí… Ahhh, ahí.» Hice gesto de querer ponerme los zapatos y el tío dijo que era mejor ir descalzo hasta que el tobillo me volviera a su lugar. No me convenía renunciar a mis zapatos, pero tampoco era prudente insistir en ponérmelos. Con mucho esfuerzo me levanté a la pata coja y apuntalé sesenta kilos de Pablo en el veterinario delgado. Uno de los dos tipos armados se decidió entonces a entrar en la habitación, nada menos que con intención de ponerme unas esposas. Empecé a balbucear protestas, «¿por qué?», «dónde estoy», etcétera, y monté el paripé de querer desembarazarme violentamente. Lo hice con torpeza tan bien imitada que casi me llevo por delante el biombo y caigo con él; suerte que me sujetaron entre los tres.
– Déjelo, guardia, no es necesario que le ponga las esposas. Recoja sus efectos personales -dijo el calvo.
El guardia improvisó un hatillo con el mismo mantelito blanco que cubría la mesita donde estaban mis cosas, y recogió también mis zapatos. Cuando salimos de la habitación, siempre apuntalado en el esternocleidotal del veterinario delgado, aproveché para inspeccionar el pasillo a derecha e izquierda. En el primer sentido se sucedían las puertas hasta terminar en unas escaleras que descendían; en el segundo se interrumpía veinte metros más allá, en una puerta de rejas junto a la que otro guardia se sentaba a una mesa de despacho. Hacia él fuimos, y al vernos se apresuró a abrir la puerta con una llave que llevaba colgada de una cadenita. En ese momento, el veterinario-muleta y yo caminábamos delante; tras de nosotros iba el guardia con las manos ocupadas por el hatillo blanco y mis zapatos; después venía el veterinario calvo y, por último, el segundo de los guardias.
Supe que mi momento había llegado cuando alcanzamos el umbral de la puerta de rejas. Es difícil explicar lo que hice entonces. Justo en el quicio murmuré algo y me volví lentamente haciendo girar conmigo al veterinario-muleta, como si quisiera preguntarle algo al guardia que iba detrás. Al quedar frente a él puse cara de asustarme mucho al ver su cara y él, pobre, se asustó tanto de ver que yo me asustaba que dio un respingo. Entonces fui rápido: alargué la mano y le arrebaté el hatillo con la izquierda, casi simultáneamente enrosqué el brazo derecho alrededor del cuello del veterinario-muleta y, cuando se dobló sobre sí mismo tratando de conservar la cabeza unida al tronco, le di un toque de 150 newtons por segundo cuadrado en dirección al guardia. Éste, de rebote, chocó contra el veterinario calvo que venía detrás y el resto tengo que imaginarlo porque no vi más: los dejé allí dando voces y arranqué a correr cruzando la puerta.
Doblé el recodo que venía después, seguí corriendo todo lo que se puede correr en calcetines sobre un piso de gres, medié la continuación del pasillo hasta encontrar una caja de escaleras sin iluminar, elegí el tramo que subía, me tragué los escalones de tres en tres y, dos pisos más arriba, tratando de no resoplar muy fuerte, me paré a escuchar. Los guardias llegaban al arranque de la escalera («por la escalera», dijo uno), pero para entonces yo ya había metido la mano en el hatillo, revuelto en él a ciegas en busca de la pieza de costo y, no sin antes darle un mordisco para salvar un cacho, lancé el resto con fuerza hacia abajo, por el hueco de la escalera.
Hubo suerte y el golpe de la pieza sonó un par de pisos por debajo de donde estaban los guardias: inmediatamente oí sus botas bajando en busca de aquel fantasma y yo seguí subiendo: subiendo y subiendo en la oscuridad, quizá seis o siete plantas que superé desestimando las puertas dobles que me iba encontrando hasta que, en el último rellano, no tuve más remedio que elegir la que se me ofreció y meterme en un lugar tan oscuro que sólo pude intuir, quizá por el eco de los sonidos que yo mismo producía, un espacio enorme y vacío por el que seguí avanzando pegado a la pared.
Alcanzado el rincón que formaba esa pared con su perpendicular, me dejé caer en el suelo para recuperar el resuello. Por unos segundos todo yo fui sólo corazón y pulmones pugnando por ver quién sonaba más fuerte. Después empecé a notar el escozor del sudor en los ojos y, de nuevo, el dolor de cabeza pulsátil. No se veía un pijo; olía a humedad, a cartón, no sé: diría que olía a animales disecados, pero no por semejanza con los efluvios de algún producto relacionado con la taxidermia, sino por semejanza con las palabras «animales disecados», y ya sé que es una comparación difícil de entender pero también es difícil de entender la relatividad del tiempo y todo el mundo se la traga. No había oído alarmas ni nada parecido, y confié en que quizá los guardias se entretuvieran buscando planta por planta hasta llegar arriba, pero en cualquier caso había que espabilar. Me saqué de la boca el trozo de chocolate que había logrado arrancarle a la pieza del Nico y me lo metí en el bolsillo de la camisa. Deshice el hatillo y distribuí también su contenido por los pantalones. De paso aspiré un poco de farlopa con la nariz pegada a la papelina y me apliqué una mezcla de saliva y polvo sobre la sien en la esperanza de que la cocaína tuviera algún efecto tópico. Después me até el mantelito blanco a la cintura por si podía servirme más adelante y empecé a sentirme como en una de esas aventuras de Roger Wilco en las que nunca sabes qué coño vas a necesitar en la próxima pantalla.
A unos diez metros de mí, resplandecía una tenue línea de luz a la altura del suelo, como la que escapa por la rendija de una puerta cerrada. Encendí el mechero y avancé un poco. Efectivamente, una puerta cerrada. La abrí sin pensármelo mucho: era un pequeño aseo con aspecto de no haber sido usado en años, débilmente iluminado por el resplandor que provenía de un ventanuco. Volví a salir y seguí usando el mechero para alumbrarme. El local era amplio y diáfano, como el de unas oficinas, pero sin mesas ni ordenadores: sólo polvo. En una de las paredes encontré otra puerta, una de estas cortafuegos. Presioné la barra horizontal que la recorría y se abrió. Más allá, atravesando un muro grosísimo, me encontré a la luz del mechero en una habitación también vacía, pero mucho más pequeña. Estaba decorada con papel pintado de estampado inglés; la distribución de los enchufes, ciertas marcas en el suelo, zonas donde el papel cambiaba sutilmente de tono, me revelaron que aquello había sido un dormitorio. De ahí pasé a un corredor y enseguida comprendí que me hallaba en una vieja vivienda abandonada a la que habían tapiado las ventanas. Y todo eso pertenecía a otro edificio, no había duda. De ese segundo pasé a un tercero, y del tercero a un cuarto.
En fin: tratar de describir un laberinto es como tratar de fotografiar a un fantasma. Y en realidad aquello tampoco era un verdadero laberinto, era una alambicada unión de edificios que a ratos daba el pego, nadie lo había planeado para confundir al transeúnte. Aun así, lo desconcertante de un laberinto no es su complicación geométrica, sino la experiencia que induce, y aquella oscuridad interminable inducía de lo lindo. Tuve que recurrir a todo mi aplomo para no sucumbir al terror y extraviarme. Lo que sí perdí fue la noción del tiempo, de modo que no sé cuánto duró mi deambular por locales, viviendas y escaleras de vecinos sumidas en una eterna noche artificial. El olor a animales disecados persistía: era el olor del abandono, del aire olvidado. Todo lo que encontré aquí y allá fue algún mueble desvencijado en medio de una habitación vacía, o pequeños objetos no por corrientes menos inquietantes: un caniche de porcelana azul abandonado sobre un estante de formica, un calendario del año 83 con foto de paisaje suizo, restos de un póster de Bruce Springsteen en un dormitorio, un rollo de papel higiénico y un cepillo de dientes infantil en un lavabo tomado por las arañas: piezas olvidadas que inspiraban esa congoja de los objetos recuperados de un remoto naufragio. Acordándome de las quest para ordenador, recopilé el caniche de porcelana y el cepillo de dientes; el uno no dejaba de ser un objeto arrojadizo contundente, además de proporcionar pedazos de aristas cortantes al romperse, y el cepillo de dientes tenía también un nosequé de herramienta útil. En eso estaba cuando oí un estruendo que hizo vibrar el aire aprisionado. Curiosamente no me asusté; al contrario: comprendí inmediatamente que era un petardo: un bendito petardo que me devolvía a la realidad de que había un lugar, sólo un poco más allá de las paredes que me rodeaban, donde se preparaba la verbena de San Juan, y al menos supe que seguía en Barcelona.
Resolví no tentar más la suerte y volver al edificio en que había iniciado el recorrido: no sólo porque era poco probable que los guardias que andaban buscándome se concentraran justamente en el lugar del que había escapado, sino porque el aseo de aquella primera oficina era la única entrada de luz natural que había visto en toda la exploración. También recordé la mención a mi Estupendo Hermano que hizo el veterinario. The First no debía de andar muy lejos, no era plausible que quienquiera que estuviera al mando de aquella locura desperdigara a sus prisioneros por todo el laberinto, seguramente aquella planta en la que había despertado constituía algo así como los calabozos de la organización, o la secta, o lo que quiera que formara aquella gentuza.
Una vez llegué al aseo me asomé al ventanuco. Hacia abajo, el hueco de ventilación se oscurecía y apenas dejaba adivinar un fondo negro. Hacia arriba mostraba la luz del cielo tamizada por una claraboya verde. Además de agorafobia, misantropía y aversión a las gallinas, estoy también afectado de un vértigo considerable, pero la necesidad de salir al exterior fue por un momento tan fuerte que me planteé trepar hasta aquella luz glauca. Sin embargo, ese hueco de ventilación debía de pasar probablemente cerca de la zona de calabozos (llamémosla así), bastaba imaginar el esquema de mi desplazamiento en la huida para confirmarlo. Y aceptado esto, quizá lo más sensato no fuera subir por el hueco hacia la azotea, sino bajar por él hasta la planta adecuada y tratar de encontrar a The First. Después de todo, lo mío podía considerarse no sólo una huida sino también un rescate. Además, el descenso ofrecía una gruesa tubería de uralita como punto de apoyo, ventaja que no tenía el ascenso. Era impensable bajar seis pisos aferrado a ella, pero quizá pudiera aproximarme varias plantas por las escaleras y salvar el último piso (incluso los dos últimos) a través del respiradero. La pregunta ahora era cuántas plantas por debajo de mí estaban vacías y, por tanto, hasta cuál de ellas tenía acceso al aseo correspondiente sin que nadie me viera.