Me costó el tiempo de un Ducados entero ver pasar un taxi libre. Lo paré y le pedí al conductor que me llevara a la entrada principal del Clínico. Antes de recoger a Bagheera bien podía husmear un poco por allí, quedaba apenas a un par de manzanas por debajo del garaje de Villarroel donde la había aparcado.
– Quisiera saber si sigue aquí el cuerpo de Francesc Robellades o si lo han enviado a algún tanatorio exterior. Ha muerto esta noche en accidente -le dije en el hospital a la tipa del mostrador de información, muy solícita. Consultó en el misterio de una pantalla de ordenador de la que yo sólo veía la trasera:
– El cadáver ha salido ya del Instituto Forense. Deben de estar a punto de trasladarlo a Sancho de Ávila.
– ¿Sería posible hablar con algún médico que conozca el caso?
Algo me dijo la tipa acerca de los horarios de información médica, pero me desanimó advirtiéndome que suelen hablar sólo con la familia más directa. Sé que Sam Spade se hubiera ido directamente a la puerta principal del pabellón adecuado, hubiera recorrido los pasillos haciéndose pasar por neurocirujano y habría conseguido incluso examinar el cadáver con sus propios ojos. Y no digamos lo que hubiera conseguido la señora Fletcher. Pero a mí me daban vahídos sólo de pensar en ir examinando cadáveres de accidentados hasta dar con el que me interesaba. No me quedaba más recurso que la retirada.
Ya había dado las gracias a la chica de información cuando se me cruzó una idea:
– ¿Sabes si está ingresado aquí un tal Gerardo Berrocal?
Escalera 11, segunda planta, traumatología, habitación 43: allí estaba el Berri.
– ¿Se puede saber desde aquí qué tiene?
La chica consultó la ficha electrónica: contusiones, tibia rota con herida abierta y una muñeca bastante machacada. Nada agradable, pero podría volver a subirse a una moto.
Me llegué andando hasta el parquin de Villarroel, saqué de allí a Bagheera y volví al barrio rodando lento. De camino me acordé de mis Ángeles de la Guarda y busqué el Opel Kadett blanco por el retrovisor. Allí estaban; pero no solos: comprendí que venían asistidos por aquella enorme Honda que pululaba a mi alrededor. Eran no menos de setecientos cincuenta centímetros cúbicos puestos al mando de un mequetrefe forrado en cuero y rematado por un casco integral. Suficiente para no perder a un Lotus en la autopista.
Paré en el portal de The First. Dejé a Bagheera en doble fila con los intermitentes encendidos y entré con la esperanza de que me dejaran subir a por el DNI de Lady First.
En el jol, además del conserje -que no era el mismo que había visto en mis anteriores visitas-, había también un gorila. No sé cómo había conseguido SP que los vecinos aceptaran la presencia de un tipo así en el jol de un edificio respetable, pero lo había hecho. Me reconoció sin dificultad según la descripción de Lady First, lo noté en que dejó de mirarme enseguida, me dio la espalda y se llevó una mano al oído para hablarle a un pequeño micrófono que llevaba oculto en algún lugar de la americana. Di los buenos días. Contestaron. Me fui directo al armario de los buzones, busqué por encima con la mano hasta dar con la chapa escondida y la restituí a su lugar en el buzón correspondiente. Ellos me dejaron hacer hasta que, cuando me dirigía a los ascensores, el que hacía de conserje me salió al paso.
– ¿Pablo Miralles?
– Sí. Voy a ver a mi cuñada.
– Está intentando dormir un poco. Me ha dejado esto para usted.
Era su DNI: Gloria Garriga Miranda. Bueno: eso me ahorraba subir al ático. Me volví a Bagheera. Estaba empezando a tener un estrés de cojones.
En correos había una modesta cola que compensaba su escasa longitud tardando una eternidad en avanzar y conseguía así ser lo suficientemente irritante. Un cartelito impedía fumar. Un niño desescolarizado y sin collar trotaba por la oficina ante la indulgencia de su mal llamada madre. Un perro fue en cambio obligado a esperar en la puerta mientras el amo chupeteaba gran cantidad de sellos. El perro se estaba razonablemente quieto y no llevaba calzado fosforescente, pero el género humano ha pecado siempre de inicuo. Me llegó el turno en la ventanilla justo cuando ya estaba a punto de inmovilizar al niño por el método de soltarle un directo en el plexo solar. Lo salvó la campana en forma de funcionario con gafas que me miraba con cara de «y tú a qué coño has venido».
– Vengo a buscar un sobre.
– ¿Tiene el resguardo?
– No, pero es que…
Dio lo mismo lo que dije después. El tío volvió a la misma pregunta después de toda mi explicación, aunque esta vez acompañó la interrogación de un tono que expresaba su infinita paciencia con la panda de palurdos que acudían cada mañana a importunarlo. Volví a intentarlo empezando por el principio, pero ahora ya ni siquiera me miraba, parecía más interesado en una de sus uñas:
– Sin resguardo no le puedo entregar ningún sobre.
En lo que a mí respectaba, el asunto acababa de entrar en Fase B:
– Muy bien: quiero hablar con el director de la oficina, por favor. Inme-diata-mente.
– Lo siento pero no puede ser.
– ¿No? Pues si no sale inmediatamente el director de la oficina voy a poner esa silla en el centro de la sala, me subiré a ella, me bajaré los pantalones, después los calzoncillos, y si para entonces todavía no ha salido el director, empezaré a masturbarme ahí mismo, delante de toda esta gente: señoras, niños y perros incluidos. Además pienso eyacular lo más lejos que pueda, y le advierto que puedo bastante. Usted verá lo que le conviene.
– Oiga: ya le he dicho que el director no puede salir. Y si insiste voy a tener que llamar a la Guardia Urbana.
– Cumpla con su obligación, pero adviértales que traigan un par de esponjas porque van a poder abrir un banco de semen municipal con lo que voy a dejar pegado en esa pared. Llevo almacenando material desde hace dos semanas, amigo.
– Y a mí qué me explica.
»A ver, el siguiente, por favor.
El tipo se creía muy duro, pero no sabía con quién se la estaba jugando. Me di media vuelta, agarré la silla que había señalado, la puse en medio de la oficina haciendo todo el ruido que pude y me subí en ella no sin cierta dificultad dada mi constitución poco propicia a la escalada. Después, desde aquella atalaya que enfatizaba mi masa triunfante, hice unos cuantos pases de prestidigitador para asegurarme de que todo el mundo mirara antes de empezar el espectáculo desabrochándome lentamente la camisa:
– Cin-co lobi-tos tie-ne la lo-ba…
Ilustré la tonada con la derecha alzada, ensayando la conocida coreografía dígito-manual que suele acompañarla. Para cuando a la zurda le quedaban todavía por desabrochar dos botones de la camisa, vi que el tipo de la ventanilla se escabullía por una puerta hacia el interior invisible de la oficina. Enseguida bajé de la silla, la puse en su sitio, me abroché y, cuando el tipejo volvió a aparecer con su superior, yo ya parecía una persona aproximadamente normal que esperaba junto al mostrador. La superior en cuestión era una mujer de unos cuarenta y pico, con traje de chaqueta gris y una chapita de Correos colgada de la solapa: la estampa de la eficiencia. Le expliqué que debido a unas obras de remodelación en la finca de mi cuñada a su buzón le faltó la placa identificativa durante unos días, etcétera. Después de algunos titubeos terminó por entregarme el sobre a cambio de que le firmara un papelote y, además del DNI de Lady First, presentara el mío propio. Por suerte no le importó que estuviera caducado.
Volví a la Bestia y aparqué encima de una acera para examinar el sobre tranquilo.
Salió de allí una carpeta de cartulina llena de papeles. Muchos papeles. Lo primero era un informe de varias páginas redactado por un gabinete americano de informes comerciales. Me detuve un poco en él. Lo segundo fue un tríptico de propaganda de un aparato de gimnasia. Lo desestimé enseguida. ¿Metió Lady First los papeles en el sobre tal como salían del cajón?, me pregunté. Pero el oficio de detective no es tan fácil como parece: no sólo hay que hacerse buenas preguntas, hay que saber también qué significan las respuestas, y mi inteligencia silogística se ve estorbada por un exceso de imaginación, así que en cuanto llego a la única respuesta posible a un enigma enseguida se me ocurren otras veinticinco posibilidades que me la estropean. Total, durante un buen rato estuve simplemente pasando papeles ante mis ojos, a ver qué se me ocurría. Había de todo: copias de cartas a clientes, una tarjeta de visita (Bernardo Almáciga, Peluqueros), más informes comerciales, una factura de taller pijo por una puesta a punto y cambio de aceite de Bagheera (ochenta y tres mil pelas, IVA incluido), un catálogo de corbatas Gucci, consultas impresas desde Access, una nota manuscrita con la estupenda letra de mi Estupendo Hermano («La mitad es menos de lo que él piensa», decía la nota) y…, hacia el final del montoncito, varios folios impresos y grapados que mostraban una larga lista de direcciones. Traía una fecha de cabecera: 22 de junio; direcciones concretas de varias ciudades europeas: Burdeos, Manchester… Enseguida, en la página 3 encontré ésta:
G. S. W. Amanci Viladrau
Password: 25th Montanyá St.; 08029-Barcelona (Spain)
Address: 15 th, Jaume Guillamet St.; 08029-Barcelona (Spain)
Y la encontré enseguida porque, además de que yo ya esperaba encontrarla, estaba envuelta en un círculo aproximado que le destacaba. Y en el exterior del círculo, trazado con el mismo lápiz y estupenda caligrafía, había escrita una sola palabra:
«Pablo.»
Me dio un repelús y estuve a punto de soltar el papel en un movimiento reflejo. Ver mi nombre allí me pareció cosa de malaje, no sé, una representación gráfica de mi persona ante aquel jardincillo cercado de la calle Guillamet, como una premonición nefasta que había empezado a cumplirse.
Ya arrancaba el motor cuando tuve una ocurrencia súbita: mi Estupendo Hermano me llama siempre Pablo José, como mi Señora Madre. Y lo hace sólo porque sabe que no me gusta que me llamen así, pero incluso en sus posits de uso privado escribe siempre P José, lo mismo que en su agenda grababa en el teléfono. Y sólo de pensar en que mi Estupenda Cuñada hubiera falsificado esa nota imitando la letra de su marido con el propósito de que yo la viera y prestara atención a la dirección indicada, me daba una especie de vértigo.
De nuevo saber más era saber menos, pero preferí no ofuscarme en la contemplación del abismo y conduje hacia el despacho de Robellades.