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– ¿Se puede saber qué tramáis, vosotros dos?

– Nada: estaba enseñándole a Pablo el cuadro que te he regalado.

– Increíble, ¿verdad? Tiene luz, textura, es muy… étnico -dijo SM.-

– Pues a mí me sigue pareciendo una plasta de vaca -dijo SP.

– Valentín: si no sabes admirar un buen cuadro, lo mejor es que ni lo mires. Acabarás por estropearlo.

– Bueno, puede que no sepa mirar cuadros, pero en compensación se me da muy bien comprarlos.

– No te sientas tan orgulloso, querido: eso puede hacerlo cualquiera.

– Cualquiera al que le sobren seis millones y medio… -¡Qué obsesión, con los seis millones! ¿Es que no puedes pensar por un momento en algo que no sea el dinero?

– Sí: por qué no les pides a esos petimetres que te has traído que nos sirvan ya la cena. Pasan de las nueve y media.

– Precisamente venía a avisaros de que está servida.

SP fingió dirigirse de nuevo a mí, sin dejar de mirar el cuadro:

– A ver si esta vez ha encargado algo que llene un poco el buche. La semana pasada invitamos a los Calvet y acabamos cenando una especie de escupitajos de colores. Pase lo de los cuadros modernos, pero con las cosas de comer no se juega.

– Valentín: es mi cumpleaños y comerás lo que te sirvan. No se habla más.

– Pues te advierto que como me quede con hambre le voy a pedir a Eusebia un par de huevos fritos. Y me los voy a comer delante de tus petimetres.

Cuando llegamos al comedor estaba ya dispuesto una especie de primer plato tibio con un bogavante entero y completamente pelado -pinzas incluidas- y una guarnición formada por dos montoncitos de hierbajos que resultaron ser algas marinas -uno azulón y otro anaranjado, a juego con la fina piel desacorazada del crustáceo-. Me tocó sentarme entre tía Asunción y la Carmela de marras. Por lo visto la tipa aún me guardaba rencor por la escena de la terraza y no me dirigió ni media mirada. Mejor, así pude dedicarme al bogavante evitando verle las tetas asomadas sobre el plato, de lo contrario no hubiera podido probar bocado. Caté las algas y me parecieron completamente incomestibles: sosísimas y con un ligero sabor a pescado que no encajaba nada con su naturaleza vegetal; pero tenía tanta hambre que fui el primero en terminar con el bicho y no me quedó más remedio que entretener la espera hasta el segundo plato escuchando la conversación principal. Tío Felipe -el bigotillo «Todo por la patria» estaba a mitad de un recuento de las maldades conspiratorias de la francmasonería, tópico que aborda siempre que puede a fin de amargarle la noche a SP. Ocurre que mi Señor Padre siempre ha tenido tendencia a expiar la opulencia a través de la filantropía, de tal modo que ha terminado por llegar a Venerable Maestro de una de las principales logias del rito escocés. Mi Estupendo Hermano es Arquitecto Revisor del Templo -pero lo suyo es un caso claro de nepotismo-, y supongo que yo sería al menos Portaestandarte de no ser porque a SP se le ocurrió llevarme a una Tenida Blanca al cumplir los dieciocho y me dio la risa en plena apertura. Sé que no fue de muy buena educación por mi parte, pero en cuanto oí a mi Señor Padre, mallete en mano, decir aquello de «¡Que la Sabiduría presida la construcción de nuestro Templo!», no pude evitarlo y se me escapó un «¡Y que la Fuerza te acompañe!» que oyó todo el mundo. El caso es que tampoco erré por mucho, porque lo que contestó el Primer Vigilante en cuanto los profanos terminaron de reírse fue exactamente «¡Que la fuerza lo sostenga!», con lo que, además de provocar un nuevo alud de carcajadas, terminó de convencerme de que George Lucas debía de ser medio masón, o por lo menos simpatizante. Desde entonces SP me prohibió acercarme a menos de cien metros de la logia y se terminó mi iniciación. Tanto da: ni siquiera te dan una espada de luz, todo lo que ha conseguido SP en treinta años de dedicación abnegada es una escuadra dorada que ni siquiera es de oro.

– Pues yo creo que deberíais aceptar mujeres en la logia -intervino tía Salomé, que es medio feminista.

– Se han dado casos. Pero no creo que funcione. Al menos en la nuestra -dijo mi Señor Padre, que de feminista no tiene un pelo.

– Ah ¿no?, pues no veo por qué no ha de funcionar -terció mi Señora Madre, que no es que sea feminista, pero le gusta llevarle la contraria al Venerable Maestro.

– Pues porque no podemos pasarnos las reuniones pendientes del vestido que lleven las señoras.

Aunque me cuidé mucho de expresar mi conformidad, aquí estuve completamente de acuerdo con SP. A ver quién es el guapo que se concentra en martingalas rituales a la vista de un par de hermosas tetas bamboleándose en la Columna de Mediodía. Yo ni siquiera podría comerme un bogavante.

– Pues ¿sabes lo que creo?: que eso de reunirse entre hombres solos resulta bastante sospechoso.

Ésa era de nuevo tía Salomé, que lee las secciones de psicología de las revistas de decoración y de vez en cuando se pone psicoanalítica.

– Sospechoso de qué -se mosqueó mi Señor Padre.

– Pues…, en fin, son frecuentes los casos de homosexualidad latente entre los que se unen a organizaciones exclusivamente masculinas y fuertemente jerarquizadas. El ejército, el clero regular…

Aquí es donde tío Felipe casi se atraganta con una hebra de alga:

– ¿Qué quieres decir con eso?

– ¿Yooo?: nada.

– Cómo que nada, ¿debo entender que mi propia mujer me está tratando de marica? Pues me parece que a ti precisamente debería constarte lo contrario…

– Ay, Felipe, hijo, déjalo, no se puede hablar contigo. Estoy haciendo una reflexión de carácter general…

– Ah ¿sí?, pues ten en cuenta que en cincuenta años no he visto ni un solo marica en un cuartel. Otro gallo cantaría si el servicio militar siguiera siendo obligatorio, te aseguro que no se vería tanta mariconada. Si da asco mirar la tele, no hay día que no salga un tío como un castillo vestido de vedet del Molino…

– Eso no son homosexuales, son drag-queens -apostilló mi Señora Madre en su Estupendo Inglés de curso interactivo.

– Pues yo creo que tiene razón Felipe -intervino tía Ascensión, más modosa, pero también con opinión formada-. A mí hasta cierto punto me parece bien que cada cual haga de su capa un sayo, pero eso de tender los trapos sucios en la televisión, qué quieres que te diga…, ni tanto ni tan calvo.

– Pues yo creo que no tiene nada de malo que cada cual exprese abiertamente sus preferencias sexuales -intervino inesperadamente Carmela la bohemia, que por lo visto era partidaria de que todo el mundo saliera del armario cuanto antes.

Me fijé en que su madre la taladraba con los ojos. ¿Estaría, la respetable señora, confabulada con SM en sus trapicheos de Celestina? El hecho es que cada vez que cruzábamos las miradas ponía cara de Estupenda Suegra encantada de colocar a su bohemia talludita con el tarambana millonario. El padre parecía en cambio más interesado en alejar los hierbajos marinos del bogavante, actitud que me predispuso a su favor.

La cosa es que ya no tardó mucho en llegar un sorbete de romero (sencillamente repugnante) e inmediatamente después una especie de rosbif anegado en salsa de papaya sobre la que flotaban unos moñitos de pasta blanquecina. Sin duda SM debía de haber probado semejante aberración en el banquete de algún Grande de España y había decidido hacernos partícipes del descubrimiento. Por suerte, rascando un poco con el cuchillo, se llegaba a retirar gran parte del engrudo dulzón y la carne que aparecía debajo resultaba razonablemente comestible. Así llegamos a los postres, yo procurando no decir ni pío ni mirar directamente a nadie, y todos los demás exponiendo animadamente sus más firmes convicciones. Todos excepto tía Asunción, que tiende a ser discreta, y el padre de la bohemia, que también sabía mantener la boca cerrada entre bocado y bocado.

Desde luego, el apartado que más temo de las reuniones familiares es la sobremesa. En el momento en que se sirven los cafés, mi Estupenda Familia ha agotado ya los temas de Cultura y Sociedad y empieza a hacerme preguntas personales, casi siempre relacionadas con mi estado civil, mi horizonte profesional o mis expectativas vitales a medio y largo plazo. Hubo un tiempo en que me complacía en escandalizarlos improvisando toda clase de aspiraciones inadmisibles para un joven pijo, sacarme el carnet de taxista o emplearme en una cadena de montaje, no sé, pero a estas alturas de mi existencia -y más aún en las circunstancias concretas de aquellos días- no aspiraba siquiera a escandalizar a mis tíos; después de todo, los pobres no habían cometido más pecado que el de ser conservadores (o de derechas, para ser más exactos) y ése es un defecto fácil de perdonar cuando uno ha tenido oportunidad de relacionarse con intelectuales de izquierda y ecologistas, colectivos ambos de trato infinitamente más arduo. Total: me las ingenié para disculparme ante los comensales y levantarme de la mesa nada más terminar los dulces. SP me miró con cara de muy pocos amigos (para el Venerable Maestro las comidas no se acaban hasta que él enciende el puro), pero me levanté de todas formas. Si me escondía por ahí y tardaba lo que uno suele tardar en cagar sin prisas habría más posibilidades de que los presentes encontraran algún tema de conversación que no estuviera relacionado conmigo, así que me colé por los vericuetos del piso hasta una escalera secundaria que conduce a la planta alta con intención de llegar al baño de mi viejo dormitorio. Quizá terminara cagando de verdad, y no era plan de apestar el lavabo principal de la zona noble. Pero nada más abrir la puerta de mi habitación tuve la sensación de haberme metido en la máquina del tiempo.

Supongo que de haber pertenecido a una familia normal, el clan hubiera copado el espacio acondicionando un cuartito para la plancha, pero en un dúplex de setecientos metros cuadrados, con cinco suits, biblioteca, dependencias para el servicio, sauna y dos terrazas superpuestas que circundan el perímetro entero del edificio, no hacía falta reconvertir las habitaciones de los hijos emancipados. De modo que allí estaban mis carísimos juguetes de adolescente rico, tal como yo los había dejado quince años atrás, incluida la enorme estantería atiborrada de libros. Confieso que he leído. Era joven, inexperto. Cuando descubrí el engaño pensé en quemar todo aquel montón de papel, pero terminé por comprender que quemar libros es tan excesivo como leerlos: lo mejor es sencillamente ignorarlos, como a esos minúsculos ácaros que viven en nuestras pestañas (de todas maneras fue peor porque entonces me dio por viajar, y ése sí que es el timo de la estampita). La cuestión es que, con la vista en el lomo del primer volumen de la Historia de las drogas del Escohotado, se me encendió una lucecita. Me acerqué a la cabecera de la cama y abrí el cajón de acceso vertical donde en su día la Beba guardaba mi almohada y mi pijama. Metí el brazo hasta la axila y hurgué un poco en el rincón: bingo: la cajita del chocolate, un estuchito de plata, ahora ennegrecido. La abrí y me encontré un librillo de Esmoquin mediado y una china considerable. Sólo llevaba encima un paquete de Ducados, pero no iba a ser el primer porro que liaba con tabaco negro. Calenté la piedra: plaza de la Virreina cosecha del 83: aún olía a lo que tenía que oler. Lié el canuto sentado en el sofá y salí a fumarlo al exterior, como solía para evitar que el olor me delatara.

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