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– Algo impertinente, seguro, si no, lo hubieras soltado a bocajarro.

– Creo que tanta autosuficiencia debe de ocultar alguna debilidad.

– Puede. Y puede que esa debilidad constituya mi mayor fuerza, Señorita Paradojas.

Se quedó un momento callada. Después le cambió la cara hasta componer una complicada mueca de resignación cómplice, caso de que semejante mueca pueda ser compuesta.

– ¿Y sabes que otra cosa creo?

– Ahora debe de ser algo elogioso, para compensar la impertinencia.

– Creo que descontando a Sebastián eres seguramente el hombre más inteligente que he conocido.

Debió pensar que eso era un elogio.

– Ah, sí: y qué me dices del Exorcista.

No le dio tiempo a responder. Llegó el susodicho en persona preguntando si podía servir ya el primer plato. Lady First asintió. Después el tipo se dirigió a mí:

– Me permito aconsejarle al señor un txacolí Txomin Etxaniz para acompañar al txangurro. Un vino sencillo pero muy adecuado para el caso, fresco y ligeramente ácido. Pensaba servirlo a ocho grados.

Se me ocurrió preguntarle si la adecuación se debía a alguna cualidad del chacolí o a razones puramente fonéticas, pero me contuve porque no era plan de discutirle el vino al compái. En cualquier caso me jodió ese empeño en seguir tratándome en tercera persona. Era sin duda una burla -a la supuesta vulgaridad de mi camisa naranja, de mi peinado flat-top, de mi aspecto de Maguila Gorila cenando en el Vellocino de Oro-, pero preferí dejar el ataque frontal para momento más propicio. No renuncié en cambio a seguir dirigiéndome a él como si fuera un curita de pueblo, «Dejo los vinos en sus manos, don Ignacio», siempre anteponiendo a su nombre el tratamiento folklórico. Asintió y volvió a marcharse con dos brillos de rencor en los ojos. No: definitivamente no era con la codicia con lo que lo había tentado el diablo, ni siquiera con la lujuria: era la soberbia, y la sumisión de perfecto mayordomo que representaba tan bien era sólo la penitencia por su mucho pecar. Todo eso pensé mientras miraba cómo el camarero empajaritado acercaba a nosotros un carrito con los primeros y la bebida. Y empecé a sentirme mal. Me pasa muy pocas veces, pero cuando me pasa es muy desagradable. No me gustaba aquel sitio, no me gustaba Lady First, no me gustaba el exorcista… Necesitaba hacer inmediatamente algo absurdo, una payasada, algo verdaderamente propio de Maguila Gorila: saltar de la butaca y bailar la danza de la lluvia, algo que demostrara que no hay orden en el universo, que el orden lo ponemos nosotros a nuestro antojo y que basta cambiar de rollo para que el universo entero cambie a nuestro ritmo. En otras circunstancias lo hubiera hecho, pero esta vez me contuve y busqué consuelo pensando que luego podría ir a emborracharme al bar de Luigi, emborracharme hasta estar en condiciones de volver a dormir y por tanto de volver a despertar, hacerle un reset al condenado universo y empezar otro maldito capítulo de otra maldita manera. Pero ahora -ahora que tengo tiempo para pensar detenidamente en lo que estaba ocurriendo aquella noche-, puedo decir que aquel malestar indefinido era miedo. Lo reconozco porque puedo ya comprenderlo como una premonición de ese otro, agudo y concreto, que llegaría a sentir en los días sucesivos. En aquel momento fue sólo un cangueli sordo que no recordaba haber sentido desde niño, miedo de fondo, leve pero constante, como el que se le tiene a la oscuridad, ese lugar del que de momento no sale nada pero cualquier cosa puede salir de repente.

Me sobrepuse. Apuré el Vichoff y ataqué el chacolí. Era el momento de dejarse de tonterías y sacar alguna información útil.

– ¿Conoces un lugar llamado Jenny G.? -pregunté a Lady First, antes de llevarme a la boca una cucharadita de changurro. Lo dije pronunciando a la americana y lo suficientemente rápido como para que cualquiera que no supiera a qué me refería me hiciera repetir la pregunta. Su reacción facial fue reveladora de que sí, conocía muy bien un lugar llamado Jenny G. pero no estaba dispuesta a hacérmelo saber a las primeras de cambio:

– Jenny G.?…, no. ¿Por qué había de conocerlo?

Ésa era la prueba definitiva. Había repetido el nombre en perfecto inglés españolizado, Dxeni Dxi, como el que lo ha visto escrito alguna vez. La verdad es que no me pensé mucho la respuesta:

– Pues porque tengo entendido que es un burdel de lujo al que acude tu marido.

Apenas terminé de decirlo y vi su cara incómoda me di cuenta de lo listo que sin querer había sido yo. En caso de que ella no estuviera enterada, la información era lo suficientemente importante como para requerir una actitud muy difícil de fingir: incredulidad, escándalo, indiferencia…, en cualquier caso algo difícil de improvisar.

Se decidió por claudicar:

– Veo que no has estado perdiendo el tiempo.

– Creo recordar que me pediste que investigara.

– No pensé que eso saliera a relucir.

– ¿También forma parte de vuestros secretos compartidos?

– Te dije que tu hermano y yo nos entendemos bien.

– ¿Y con Lali: también os entendéis bien con Lali?

– No sigas por ahí, no vale la pena. Si la desaparición de Sebastián tuviera algo que ver con Jenny G. lo sabría. Y eso es todo cuando estoy dispuesta a compartir contigo sobre este asunto.

– Ahora también tú vuelves a ser tú, querida cuñada. La fría y displicente de las cenas de Nochebuena.

– ¿Eso te parezco: fría y displicente?

– Sólo cuando bebes Solán de Cabras. Bajo los efectos del güisqui pareces más humana. Pero preferiría no perder mucho tiempo en nuestras relaciones mutuas, tengo un hermano que rescatar.

– No olvides que también es mi marido. Y el padre de mis hijos. Y que estás investigando porque yo te lo pedí.

– Muy bien, entonces sería mucho mejor que colaborásemos.

– Ya te lo he dicho: ese asunto de Jenny G. no tiene nada que ver con la desaparición de Sebastián.

– ¿Cómo lo sabes?

– Tendrás que aceptar mi palabra.

A estas alturas la palabra de Lady First no me parecía nada del otro mundo, pero de momento no tuve más remedio que conformarme con ella. Además volvió el Exorcista a tocar los cojones con su empalagosa cortesía.

– ¿A su gusto el consomé, señora Miralles?

– Estupendo.

– ¿Y el txangurro del señor?

La verdad es que estaba delicioso, pero me jodía admitirlo. «Correcto», dije. Lady First pidió los segundos. Lubina para ella y muslitos de codorniz en salsa de cebolla para mí. En cuanto el tío volvió a dejarnos en paz reanudé el ataque.

– Y qué sabes de WORM.

– ¿Qué es eso?

– Doble V, O, R, M: WORM.

– ¿Como «gusano» en inglés?

– Eso mismo.

– ¿Tiene que ver con Sebastián?

– No lo sé.

Llegaron los segundos sobre el mismo carrito empujado por el mismo camarero y seguido del mismo Exorcista, que traía ahora una botella de vino como quien porta el brazo incorrupto de santa Cecilia.

– Me permito proponerle para acompañar la codorniz un Aniversario Julián Chivite Gran Reserva del 81: tempranillo de crianza en roble. Lo he sacado de la bodega a dieciocho grados, ¿le parece que puede servirse inmediatamente?

– Muy bien, pero asegúrese antes de que los grados no sean Farenheit, detesto el vino sólido. ¿Y será tan amable también de traernos un calendario con santoral, por favor?

Por suerte había tenido la precaución de terminar con una pregunta que lo ataba de manos para devolver el golpe, así que aquello podía considerarse un 2 a 1. Volvió a mirarme con aquellas luces en las pupilas.

– ¿Un calendario con… santoral?

– Sí, servirá uno de esos que cuelgan de las paredes.

– Bien…, veré si encuentro alguno en la cocina.

Vaciló un poco como haciendo memoria y se retiró.

Lady First aún esperó para preguntar a que el camarero empajaritado terminara de servirnos:

– ¿Y ahora para qué quieres un calendario?

– Tú sígueme la corriente.

Me concentré en mi plato en busca de un poco de intimidad. Los muslitos estaban de muerte, había que reconocer que el Exorcista tenía, además de talento escolástico, una buena cocina. Por otro lado, habíamos ya mediado la segunda botella de vino (sobre todo gracias a mi contribución) y el mundo empezaba a ser de nuevo agradable. Buen papeo y buena priva. Hasta se me desperezó un poco la bragueta, un efecto que experimento con frecuencia después de comer bien. Supongo que es por asociación de ideas: comida-sueño, sueño-cama, cama-sexo. El caso es que la presión de los -calzoncillos estaba reforzando el proceso, de modo que tuve que hacer ver que recolocaba la silla para ahuecarme un poco los pantalones y dejar espacio a la expansión: por suerte tengo la polla más gorda que larga y no resulta muy difícil. Se me ocurrió que no estaría mal pasarme por Jenny G. con la excusa de la investigación. Quizá hubiera por allí alguna profesional lo suficientemente vulgar para mi gusto, con atisbos de celulitis, o la nariz imperfecta. Pero tampoco me hice muchas ilusiones: por lo que sé, debo de ser el único tío de mi generación al que le gustan las hembras corrientes, todos los demás sueñan con la Julia Roberts y se follan de mala gana al sucedáneo con el que se resignaron a casarse. Es triste para ellas, pero ellos se merecen lo que les pasa, por gilipollas.

La profundidad de mis reflexiones sociológicas duró hasta que terminábamos el plato y volvió el Exorcista aparentemente desolado.

– Lo siento, el calendario de la cocina no tiene santoral. He enviado a preguntar en algún establecimiento de los alrededores, pero a estas horas está todo cerrado.

– ¿No tiene una agenda, o un dietario?

»¿Tienes una agenda de mano, Gloria?

Lady First tenía: la sacó del bolso y me la tendió. Yo empecé a hablar mientras pasaba páginas:

– No consigo recordar el nombre de pila de un cliente de mi hermano, pero tengo una pista. Sebastián me comentó de pasada que almorzó aquí, o quizá cenó, el día del santo de ese cliente, justo antes de acudir a una pequeña fiesta en su honor. Fue esta misma semana, creo. Si supiera el día exacto encontraría el nombre en el santoral…

El Exorcista se prestó:

– En efecto: el señor Miralles cenó aquí el lunes, acompañado de la señorita Lali y de un caballero.

– Estupendo, veamos: lunes 15… San Modesto. Eso es, Modesto Hernández. Gracias, eso es todo lo que necesitaba saber.

– Encantado de servirle. ¿Desean la carta de postres?

Le pedimos cafés y se marchó.

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