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En la calle busqué con la vista a Bagheera en el lugar donde la había aparcado: allí estaba, agazapada como acostumbra. Le habían puesto propaganda en el limpiaparabrisas: pidsas, túnel de lavado, plazas de parquin, recurso de multas… Me molesté en retirarle las legañas de papel, le lancé un beso con la punta de los dedos y la dejé allí, aseadita y feliz. Debí llegar al portal de Lady First unos pocos minutos antes de las diez. Llamé al interfono. Se puso ella misma. Ya estaba lista, bajaba en treinta segundos. En efecto, apenas me dio tiempo de fumar tres o cuatro caladas del Ducados que encendí y apareció saliendo del ascensor. Al menos no había que esperarla tres cuartos de hora como a la Fina.

– No pensé que llegaras tan puntual. No tienes fama de eso -me dijo nada más salir del portal.

– Perdona, no era mi intención defraudarte.

Lo dije completamente en serio, pero creo que ella lo tomó a broma. Llevaba unos pantalones color crudo, un jersey de cuello alto y una americana azul marino, como los zapatos planos. El conjunto dibujaba un cuerpo esbelto y bien modelado; no era exactamente mi tipo, pero daban ganas de mirarla de reojo. Mantenía el peinado a lo Greta Garbo que le sentaba tan bien y, completamente serena, tenía un aire misterioso no del todo desagradable: ese tipo de mujer de la que Oscar Wilde hubiera dicho que tenía un pasado. Aprovechando el silencio del camino, se me ocurrió pensar en qué actitud me convenía adoptar con ella a lo largo del encuentro, pero llegué a desarrollar tres puntos de vista distintos que aconsejaban otras tantas soluciones incompatibles entre sí, así que mandé a paseo la estrategia y decidí improvisar según avanzara la noche. La cuestión es que caminamos sólo un par de manzanas, pero el silencio fue tan denso como el de una partida de ajedrez.

Llegamos a la entrada del restaurante: un macetero con ibiscus, un atril que sostenía la carta y el rótulo dorado («El Vellocino de Oro, cocina de mercado»). Era uno de esos locales ante los que había pasado mil veces y en los que no había entrado nunca. Ni siquiera había reparado hasta entonces en que fuera un restaurante.

En el interior nos encontramos a una chica con chaleco y pajarita que se encargaba de la recepción y la guardarropía. Parecía conocer a Lady First.

– Mesa para dos, por favor, Susana. La de siempre, si es posible.

– Muy bien. Voy a avisar a don Ignacio.

«Don Ignacio», nada menos. Por un momento me imaginé a Paco Martínez Soria vestido de párroco rural, pero acerté sólo a medias. La tal Susana no tardó mucho en volver haciendo gestos de asentimiento. Atravesamos uno de los dos pasos velados por cortinas de terciopelo azul y aparecimos en el salón comedor. A lado y lado del umbral había un par de tíos enormes, vestidos con traje oscuro y las manos cruzadas sobre el vientre. No me gustan nada los tipos más grandes que yo, y menos de dos en dos, y menos aún flanqueando una salida. La decoración era oscura; no vi más de una docena de mesas iluminadas con velitas y, desde el fondo de la sala, una especie de Ministro de Asuntos Exteriores que se nos acercaba con cara de felicidad infinita.

– Señora Miralles: nos tiene usted abandonados.

Incluso se atrevió a tomarle una mano a Lady First y rozarle el dorso con los labios. En lo que a mi respecta, no encuentro nada más zafio que besarle la mano a una mujer (a menos que la mujer en cuestión acabe de darse crema de Pons y no quede otro recurso para evitar besarla en la cara), pero la experiencia me dice que a las pánfilas de las mujeres les encanta. Se merecen que las traten como a objetos sexuales, por bobas.

Lady First ya se esperaba algo así y había alzado un poco el brazo para facilitarle la tarea:

– No exagere, vine a cenar con Lali y Sebastián no hace ni dos semanas.

– Precisamente: dos semanas sin dejarse ver constituye una auténtica crueldad de su parte.

Empecé a hacerme una idea de la cantidad de pasta que el trío Lalalá se dejaba en aquel garito. El tipo sonreía a más no poder y mantenía una actitud sumisa, un poco inclinado hacia adelante. Unos cincuenta y pico, buena estatura, cabello plateado, piel curtida por exóticas lámparas solares y traje oscuro impecable, con pañuelito en el bolsillo incluido. Ni rastro de Paco Martínez Soria, se parecía más bien a Mario Vargas Llosa pero sin tantos dientes. Y ni siquiera me miró hasta que Lady First hizo los honores.

– Le presento a mi cuñado Pablo, hermano de Sebastián.

El tío me tendió la mano como si estuviera a punto de entregarme una medalla al mérito de pertenecer a mi Estupenda Familia.

– Señor Miralles…, encantado de conocerlo. Sepa que el hermano de nuestro cliente favorito es también nuestro cliente favorito.

Sonreí:

– No esté tan seguro, don Ignacio: sabrá usted que la propiedad transitiva no puede aplicarse a cualquier caso.

– Muy cierto, pero estoy seguro de que el suyo no es en absoluto «cualquier caso».

Un tipo listo. Volvió a dirigirse a Lady First: -¿Donde siempre?

– Sí, por favor, si es posible.

Nos acompañó hasta una mesa redonda para cuatro -protegida en un rincón del local por dos biombos que ahora permanecían plegados- e hizo la jaimitada de meterle la silla a Lady First hasta debajo del ojete.

– ¿Una copa mientras deciden la cena?

– Sí, gracias, para mí lo de siempre.

– Y el señor…

Pude haberme puesto contemporizador y tener la fiesta en paz, pero se me fue un poco la olla.

– ¿Sabe lo que es un Vichoff?

– Pues, temo que no, pero quizá si me indicara cómo prepararlo…, nuestro barman hará lo que pueda, estoy seguro.

– Fácil: vodka helado aromatizado en el mezclador con unas gotas de limón. Se sirve en vaso largo con mucho hielo y se añade otra parte de agua de Vichy bien fría. Admite también una ramita de menta. Si se les ha agotado el Vichy serviría cualquier agua carbónica. Y si se ha agotado el barman servirá también cualquier camarero.

El tipo se mantuvo impertérrito:

– No hay cuidado, en nuestro establecimiento no se nos agota nunca nada, ni siquiera la paciencia. Entonces… ¿Campari con naranja y… Vichoff?

Mi acompañante asintió. El tío dio un paso atrás, media vuelta, y nos dejó a solas en un silencio sólo interrumpido por leves tintineos de cubiertos sobre platos. Dos a cero. Vaya con don Ignacio.

Lady First parecía divertirse con el rifirrafe:

– Te advierto que está acostumbrado a tratar con el mismísimo diablo, literalmente.

– Sí, ya tiene pinta de oficiante satánico.

– No es por ahí… Se educó como teólogo en Roma. Se ordenó sacerdote y llegó a algo así como asesor de Pablo VI. Entre sus responsabilidades estaba la de documentar las peticiones de exorcismo que llegaban al Vaticano. Sabría qué contestarte aunque giraras el cuello ciento ochenta grados y le hablaras en latín al revés.

– Ya: y el diablo lo tentó con la codicia y terminó abriendo un restaurante pijo en Barcelona.

– Colgó los hábitos cuando murió el Papa. Bueno, en realidad se enamoró de la sobrina de un nuncio. Desde entonces ha habido largos viajes y una hija que es el vivo retrato de la madre muerta en el parto. En fin, muy novelesco.

– Parece que le has cogido cariño al Exorcista. ¿Te estás documentando para escribir un Tolstoi de quinientas páginas?

– Ya no escribo. Ahora sólo bebo, es más gratificante.

Justo entonces llegó un camarero empajaritado con las bebidas. Detrás apareció el Exorcista y se quedó esperando a que le diera el visto bueno a mi Vichoff. Quité la ramita de menta, lo probé y asentí. Él se retiró haciendo una reverencia y volví a concentrarme en Lady First. Con la cháchara ni siquiera habíamos abierto la carta; tomé una, le eché un vistazo: lubina a la ciboulette, lenguado con moras y fantasmadas por el estilo. Le pedí a mileidi que eligiera por mí algo elegante. Me preguntó por mis platos preferidos. Contesté que los comestibles en general y renunció a recabar información adicional. Cuando llegó el camarero empajaritado y empezó a disponer los servicios ante nosotros pidió para empezar un consomé vegetal, changurro, agua Solán de Cabras y vino blanco sin especificar. Volvimos a quedarnos solos. Pensé que era mejor esperar a iniciar el tema Looking for The First hasta que, servido el primer plato, hubiera garantías de no-interrupción. Por mí me hubiera quedado tan ricamente en silencio sorbiendo el Vichoff, pero Lady First parecía decidida a hacerme hablar:

– Bueno, ahora te toca a ti explicarme algo interesante.

Hay que joderse.

– ¿Sabías que la disarmonía dentomaxilar por apiñamiento afecta a un sesenta por ciento de los adolescentes granadinos?

Silencio. Parpadeo perplejo. Me avine a darle más detalles, a ver si le volvían las cejas a su lugar:

– Verás: resulta que los cráneos medievales estudiados sólo la presentan en un escaso trece por ciento, y tanta diferencia resulta rara. Digamos que uno se siente inclinado a buscarle explicación al incremento, sobre todo si uno es dentista.

– Pero nosotros no somos dentistas.

A la Fina le hubiera dado igual no ser dentista: yo hubiera puesto cara de niño dentomaxiapilado y ella hubiera reído como loca con esos ruiditos que hace que parece que se esté quedando sin combustible. Pero Lady First no sabía jugar a estas cosas.

– ¿Y qué te hace pensar que la explicación haya de ser odontológica? -repliqué, como quien trata de avergonzar a un alumno poco aplicado. No sirvió de mucho:

– Pues…, no sé…, no entiendo qué has querido decir.

– Bah, déjalo.

Procuré volver a concentrarme en mi Vichoff. Pero la paz fue breve.

– Ya está. Ya vuelve a estar aquí -dijo mileidi. Por un momento pensé que se refería al Exorcista y me volví a mirar, pero enseguida me sacó de dudas.

– Ya vuelves a ser el Pablo que yo conocía.

– Que tú conocías cuándo.

– Antes de esta semana: en mi boda, en las escenas de Nochebuena, por el cumpleaños de tus padres… Desdeñoso y pedante.

Pase lo de «desdeñoso» porque hasta me pareció cierto, pero lo de «pedante» era realmente inconcebible. Pedante yo: yo, que consiento en seguir relacionándome con mis congéneres en un alarde de humildad sin precedentes.

– Perdona pero yo no soy pedante. Ocurre que cuando uno es realmente grande no hay modestia que desdibuje su estatura.

Lo dije tan serio que se quedó un momento mirándome también muy seria. Luego empezó a aparecer en su boca un atisbo de condescendencia.

– ¿Sabes qué creo?

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