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A Wolfgang el arreglo le pareció de perlas y se apresuró a hacer el equipaje «sin olvidar mis textos inéditos» y a despedirse de sus conocidos; y me imagino el orgullo con el que el joven pedante debió de comunicar a todo el mundo que tal día vendrían a buscarle de parte de los archiduques para llevarle a la corte. Pero hete aquí que el día llegó, sin que aparecieran ni el caballero ni el landó; y Goethe, más corrido que una mona, decidió encerrarse en casa de sus padres y permanecer ahí escondido y sin asomarse a las ventanas, para que la gente creyera que se había marchado. Él lo cuenta con un gracioso eufemismo, diciendo que lo hizo «para no tener que despedirme por segunda vez, y, en general, para no ser abrumado por afluencias y visitas»; y tiene el desparpajo de añadir que, como la soledad y la estrechez siempre le habían sido muy favorables, aprovechó el encierro a cal y canto en su habitación para escribir, intentando ofrecer una imagen señorial de sí mismo, un artista tranquilo que utiliza el retraso de un caballero para seguir adelante con su obra.

Pero la realidad debía de ser muy otra. Para disimular el apuro que sentía, Goethe le endilga su propia angustia a su pobre padre, de quien dice que, a medida que pasaban los días sin que llegara nadie, se iba intranquilizando más y más, hasta el punto de creer «que todo era una mera invención, que lo del landó nuevo no existía, que lo del caballero rezagado era una mera quimera», y que se trataba de «una simple travesura cortesana que se habían permitido hacerme como consecuencia de mis tropelías, con la intención de ofenderme y de avergonzarme en el momento en que constatara que, en lugar de aquel esperado honor, recibía un bochornoso plantón». Este martirizante reconcomio, que era sin duda la sospecha que atenazaba a Goethe, revela muchas cosas sobre sus relaciones con el poder. El gran Wolfgang era un pobre pelota, un infeliz que ya desde el primer momento empezó a dejarse las pielecillas de su dignidad en su ardua subida por la escala social. Los humanos somos unas criaturas tan paradójicas que al lado del talento más sublime puede coexistir la debilidad más necia y más vulgar.

«Así transcurrieron ocho días y no sé cuántos más, y aquel completo encierro se me fue haciendo cada vez más difícil.» Desesperado y nerviosísimo, el topo Goethe empezó a salir en lo más oscuro de la noche, embozado en una espesa capa, para evitar poder ser reconocido; y así disfrazado daba vueltas de madrugada por la ciudad, como un preso que estira las piernas en el patio de la cárcel. Pasaron aún más días, y para entonces el joven Wolfgang estaba ya tan «torturado por la inquietud» que ni siquiera era capaz de escribir. Profundamente humillado e incapaz de enfrentarse a sus vecinos y amigos tras haber cometido la suprema mentecatez de esconderse, Goethe y su padre decidieron que tenía que marcharse de todos modos; y el comprensivo progenitor prometió costearle una estancia en Italia si partía de inmediato. Cosa que Goethe hizo, de tapadillo, arrastrando sus bártulos camino de Heidelberg. Y en Heidelberg le alcanzó, precisamente, la añorada carta llena de sellos. De la pura emoción, Goethe se quedó un buen rato sin abrir la misiva. Era del caballero, informándole de que se había retrasado porque no le habían traído el landó a tiempo, pero que por fin había ido a buscarle. Y le rogaba que volviera enseguida a Francfort para que pudieran partir y no le causara el embarazo de tener que llegar sin él a Weimar.

«De pronto fue como si una venda cayera de mis ojos», dice el exultante Goethe: «Toda la bondad, benevolencia y confianza que me habían precedido volvieron a aparecer vivamente ante mí y estuve a punto de avergonzarme de mi escapada». Los archiduques eran magnánimos, la gloria cortesana plenamente alcanzable, la vida un elegante minué henchido de promesas honoríficas. Y, en efecto, Wolfgang regresó con sus maletas a Francfort, meneando el rabo como un perro agradecido; y partió inmediatamente y para siempre a Weimar. Y ahí, justamente ahí, termina su autobiografía, un grueso volumen que en mi edición (Alba Editorial) tiene 835 páginas, un texto que Goethe escribió durante veinte años, los últimos veinte años de su vida. Siendo octogenario, Wolfgang puso ahí el punto final del recuento de sus memorias, como si su existencia se hubiera acabado al salir hacia la corte del archiduque. Es imposible que se trate de un remate casual; por debajo de los entorchados, de las condecoraciones y las sedas, Goethe lo sabía. Todos nos damos cuenta de cuándo nos vendemos.

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