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«Ser escritor es convertirte en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti mismo. Escribir es un caso de impersonation, de suplantación de personalidad: escribir es hacerse pasar por otro», dice Justo Navarro. Y Julio Ramón Ribeyro llega aún más lejos: «La verdadera obra debe partir del olvido o la destrucción de la propia persona del escritor». El novelista habla de la aventura humana, y la primera vía de conocimiento de la materia que posee es la observación de su propia existencia. Pero el autor tiene que salirse de sí mismo y examinar su propia realidad desde fuera, con el meticuloso desapego con el que el entomólogo estudia un escarabajo. O lo que es lo mismo: no escribes para que los demás entiendan tu posición en el mundo, sino para intentar entenderte. Además, ¿no hemos dicho que los novelistas somos seres especialmente proclives a la disociación, especialmente conscientes de la multiplicidad interior, especialmente esquizoides? Pues seámoslo del todo, potenciemos esa división personal, completemos nuestra esquizofrenia hasta ser capaces de analizarnos demoledoramente desde el exterior.

Y esto no se hace sólo en las novelas y para las novelas, sino en todos los momentos de tu existencia. No estoy hablando únicamente de libros, sino de una manera de vivir y de pensar. Para mí la escritura es un camino espiritual. Las filosofías orientales preconizan algo semejante: la superación de los mezquinos límites del egocentrismo, la disolución del yo en el torrente común de los demás. Sólo trascendiendo la ceguera de lo individual podemos entrever la sustancia del mundo.

El novelista José Manuel Fajardo me contó un día una historia que a su vez le había contado mi admirada Cristina Fernández Cubas, la cual al parecer sostenía que era un hecho real, algo que le había sucedido a una tía suya, o tal vez a una amiga de una tía. El caso es que había una señora, a la que vamos a llamar por ejemplo Julia, que vivía enfrente de un convento de monjas de clausura; el piso, situado en una tercera planta, tenía un par de balcones que daban sobre el convento, una sólida construcción del siglo XVII. Un día Julia probó las rosquillas que hacían las monjas y le gustaron tanto que tomó la costumbre de comprar una cajita todos los domingos. La asiduidad de sus visitas le hizo trabar cierta amistad con la Hermana Portera, a quien, por supuesto, jamás había visto, pero con la que hablaba a través del torno de madera. Conociendo los rigores de la clausura, un día Julia le dijo a la Hermana que vivía justo enfrente, en el tercer piso, en los balcones que daban sobre la fachada; y que no dudara en solicitar su ayuda si necesitaba cualquier cosa del mundo exterior, que llevara una carta, que recogiera un paquete, que hiciera algún recado. La monja dio las gracias y las cosas se quedaron así. Pasó un año, pasaron tres años, pasaron treinta años. Una tarde Julia estaba sola en su casa cuando llamaron a la puerta. Abrió y se encontró frente a frente con una monja pequeñita y anciana, muy pulcra y arrugada. Soy la Hermana Portera, dijo la mujer con su voz familiar y reconocible; hace años usted me ofreció su ayuda por si necesitaba algo del exterior, y ahora lo necesito. Pues claro, contestó Julia, dígame. Quería pedirle, explicó la monja, que me dejara asomarme a su balcón. Extrañada, Julia hizo pasar a la anciana, la guió por el pasillo hasta la sala y salió al balcón junto con ella. Allí se quedaron las dos, quietas y calladas, contemplando el convento durante un buen rato. Al fin, la monja dijo: Es hermoso, ¿verdad? Y Julia contestó: Sí, muy hermoso. Dicho lo cual, la Hermana Portera regresó de nuevo a su convento, previsiblemente para no volver a salir nunca jamás.

Cristina Fernández Cubas contaba esta bellísima historia como ejemplo del mayor viaje que puede realizar un ser humano. Pero para mí es algo más, es el perfecto símbolo de lo que significa la narrativa. Escribir novelas implica atreverse a completar ese monumental trayecto que te saca de ti mismo y te permite verte en el convento, en el mundo, en el todo. Y después de hacer ese esfuerzo supremo de entendimiento, después de rozar por un instante la visión que completa y que fulmina, regresamos renqueantes a nuestra celda, al encierro de nuestra estrecha individualidad, e intentamos resignarnos a morir.

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