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Como es natural, Sonia se desesperó: ¡toda esa intimidad traicionada con un extraño, aún peor, con un enemigo! Ella creía tener derecho a guardar esos diarios: a fin de cuentas, eran la compensación de toda su vida dedicada a Tolstoi, de esa existencia de sometimiento. Y además estaba el problema de la posteridad: porque Sonia sabía que habría una posteridad, sabía que la fama de su marido les sobreviviría. Tenía miedo de que Chertkov usara esas anotaciones hirientes de León contra ella para dejarla en mal lugar, y lo peor es que estaba en lo cierto, porque durante muchos años, y todavía hoy, Sonia ha pasado y pasa por ser una arpía, el tormento del pobre Tolstoi; para comprender que fue justo al contrario, recomiendo leer el hermosísimo libro de William L. Shirer Amor y odio. En fin, resumiendo un largo y triste relato, diré que, a consecuencia de todo esto, Sonia cayó psíquicamente enferma. Tolstoi llevaba chiflado mucho tiempo, pero, como era el gran Tolstoi, un personaje público y un famoso gurú, no podía estar loco. De manera que fue ella quien se convirtió en la loca oficial. Durante dos años se puso a perseguir a Tolstoi, se tumbaba desnuda en los campos helados, amenazaba con envenenarse con opio y amoniaco. Al final, el anciano escritor, desesperado, se escapó de su casa. Huyó durante cinco días en el frío invierno, agarró una pulmonía y falleció. En cuanto que su marido desapareció, Sonia dejó de estar loca. Vivió nueve años más, administrando sensatamente las propiedades de la familia, escribiendo sus memorias y litigando contra Chertkov para recuperar la propiedad de los papeles de Tolstoi. Por cierto, le ganó.

Me imagino que, cuando estas mujeres escogen con estupendo olfato a escritores de mérito, para pegarse a ellos y empezar a regarles y podarles con el fin de que les crezcan bien hermosos, lo que tienen en mente es un proyecto mucho más romántico y rosado. Me imagino que lo que desea la típica esposa de escritor es convertirse en su musa y alumbrar desde dentro, como un faro, páginas sublimes que deberían redactarse pensando en ella. Sólo que luego la realidad, como sucede siempre, hace que la vida vaya por otro lado y, en vez de ser su musa, la esposa del escritor se convierte en su madre, su enfermera, su secretaria, su criada, su chófer, su ayudante, su agente, su relaciones públicas y quién sabe cuántas cosas más, todas ellas bastante pedestres y rutinarias, pero en realidad mucho más importantes.

Y es que no creo en la existencia de las musas. En primer lugar pienso que el bisbiseo de la creatividad, el susurro del daimon y de los brownies, siempre te lo ganas a base de esfuerzo (como decía Picasso, que la inspiración te pille trabajando); y además estoy convencida de que los musos y musas más efectivos no son los amados reales, sino las ilusiones pasionales. Es decir, la pura fabulación. Cuanto más lejana, más frustrada, más imposible, más irreal, más inventada sea la relación sentimental, más posibilidades tiene de servir de acicate literario. Lo imaginario aviva la imaginación, en fin, mientras que la realidad pura y dura, el ruido inmediato de la propia vida, es una pésima influencia literaria.

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