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– Es que la actriz se ha puesto enferma y entonces hemos recurrido a M… -me explicó mi editor en un apresurado aparte-: ¿Te acuerdas de él? Ahora no lleva una racha muy buena, pero ha sido un actor famosísimo… Y verás qué voz tan hermosa tiene.

Y, en efecto, la tenía. Yo no me acordaba de eso, pero la tenía. Una voz cálida y broncínea, una voz maravillosa con la que leyó maravillosamente mi novela, recuperando por unos instantes la dignidad y la fuerza, casi la magia.

Pero luego terminó el acto y M. cayó sobre mí como una plaga. Antes, cuando nos habían presentado, no se había dado cuenta de que yo era la escritora, y ahora venía dispuesto a enmendar su pifia dándome toda la coba del mundo. No era que le hubiera gustado mi libro (en realidad, como descubrí después, ni se lo había leído: sólo los fragmentos que le habían señalado para su intervención) y, por supuesto, tampoco me había reconocido; pero obviamente consideraba que yo era una figura de suficiente poder e influencias como para invertir buena parte de sus energías en adularme. De la misma manera que adulaba abyectamente a mi editor, y al crítico, y a los periodistas. Oh, sí, este hombre que antaño odiaba y rehuía a la prensa, ahora se esponjaba como un pobre pavo con las plumas rotas intentando llamar la atención de los reporteros. Sin duda debía de estar muy necesitado: de atención, pero también de trabajo. Y de dinero.

Todo esto me resultaba muy triste y en principio hubiera podido conmoverme fácilmente. Pero lo peor era que no podía. Ni siquiera eso conseguía M.: porque era un verdadero pelmazo, ¡y tan idiota! En el tiempo transcurrido desde nuestro encuentro en Madrid, yo había aprendido a hablar bien el inglés: y esto resultó fatal en mi juicio sobre él. Empecé a pensar que parte de mi loco enamoramiento de aquel entonces debió de originarse por el hecho de no haberle comprendido ni una palabra. Ahora, que le entendía perfectamente, me resultaba atroz. Claro que el alcohol, la depresión y las drogas terminan aplanando el cerebro; tal vez en 1974 M. no fuera tan estúpido como me pareció aquella noche.

Que fue, por cierto, una larga y aburrida noche. Tras el acto, nos fuimos todos a cenar. M. bebió bastante y sus ojos se pusieron aún más llorosos, sus mejillas más temblonas, sus razonamientos más confusos. Impidió cualquier conversación organizada, se le puso chillona y desagradable la bella voz broncínea, repitió las mismas y estúpidas anécdotas siete veces y acabó persiguiendo de manera ignominiosa a Mía, la encargada de prensa de la editorial, una muchacha atractiva y pelirroja que pasó unas horas amargas intentando escabullirse de sus ávidas manos. En resumen, M. nos dio la cena. Al final, mi editor lo raptó literalmente y se lo llevó en un taxi; y los demás comensales nos despedimos con aliviadas prisas. Yo me dirigí caminando hacia mi hotel, en compañía de Mía, por las calles oscuras y silenciosas. Había llovido mientras nos encontrábamos en el restaurante y la noche estaba fresca y limpia, un poco melancólica, agradable. La pobre Mía se sentía furiosa:

– Ese M. es el hombre más asqueroso, repugnante y desagradable que he visto en mi vida… No pienso volver a organizar nada con él. ¡Qué tipejo! No entiendo cómo la guapa y estupenda Z. pudo casarse con él. ¿Qué le vería? ¿Cómo puede una enamorarse de algo así? Me parece un horror.

Guardé silencio. Miré a Mía, tan enojada, con razón, y tan segura de su criterio como todos los jóvenes, sin razón. Intenté calcular su edad: tal vez tuviera veintitrés años, como yo tuve una vez, como yo tuve entonces. Y pensé: si tú supieras la cantidad de vidas distintas que puede haber en una sola vida… Pero no se lo dije. Para qué.

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