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Jacob subía y bajaba como si estuviera solo, movía horizontales los brazos, parecía, a la vez, más flaco y más pesado. A través de la catinga, a la que se estaba incorporando su sudor, yo trataba de oírlo respirar. También el ruido de la sala invadía el cuarto maloliente. Tal vez el campeón tuviera resuello para un minuto y medio, nunca para dos o tres.

El turco permanecería de pie hasta que sonara la campana, con sus enfurecidos bigotes negros, con los púdicos pantalones hasta media pierna que yo le imaginaba -y no me equivoqué-, con la novia pequeña y dura aullando de triunfo y rabia junto a las tablas del escenario del cine Apolo, junto a la alfombra calva que seguiré llamando tapiz. No quedaban esperanzas, no rescataríamos nunca los quinientos pesos. El ruido chusma de la sala llena e impaciente iba creciendo.

– Hay que ir -le dije al difunto que hacía calistenia. Eran las nueve en punto en mi reloj; salí del mal olor y anduve por los corredores oscuros hasta llegar a la boletería. Antes de las nueve y cuarto había terminado de revisar y firmar el borderó. Volví al cuarto hediondo -el griterío anunciaba que van Oppen ya estaba en el ring-, me puse en mangas de camisa después de guardarme el dinero en un bolsillo del pantalón y anduve al revés los corredores hasta entrar en la sala y subir al escenario. Me aplaudieron y me insultaron, agradecí con cabezadas y sonrisas, seguro de que en el Apolo había más de setenta personas que no habían pagado entrada. Por lo menos, no me llegaría nunca el cincuenta por ciento correspondiente.

Le quité la bata a Jacob, crucé el ring para saludar al turco y tuve tiempo apenas para otro par de payasadas.

Sonó la campana y ya era imposible no respirar y entender el olor de la muchedumbre que llenaba el Apolo. Sonó la campana y dejé a Jacob solo, mucho más solo y para siempre que como lo había dejado en tantas madrugadas, en esquinas y bares, cuando yo empezaba a tener sueño y aburrirme. Lo malo era que aquella noche, mientras me separaba de él para sentarme en una platea de privilegio, no estaba dormido ni me sentía aburrido. La primera campana era para despejar el ring. La segunda para que empezara la lucha. Engrasado, casi joven, sin mostrar los kilos, Jacob fue girando, encorvado, hasta ocupar el centro del ring y esperó con una sonrisa.

Abrió los brazos y esperó al turco que parecía haberse ensanchado. Lo esperó sonriendo hasta que lo tuvo cerca, hizo un paso hacia atrás y de pronto avanzó para dejarse abrazar. Contra todas las reglas, Jacob mantuvo los brazos altos durante diez segundos. Después afirmó las piernas y giró; puso una mano en la espalda del desafiante y la otra, también el antebrazo, contra un muslo. Yo no entendía aquello y seguí sin entender durante el exacto medio minuto que duró la lucha. Entonces vi que el turco salía volando del ring atravesando con esfuerzo los aullidos de los sanmarianos y desaparecía en el fondo oscuro de la platea.

Había volado, con los grandes bigotes, con la absurda flexión de las piernas que buscaban en el aire sucio apoyo y estabilidad. Lo vi pasar cerca del techo, entre los reflectores, manoteando. No habíamos llegado a los cincuenta segundos y el campeón había ganado o no, según se mirara. Subí al ring para ayudarlo a ponerse la bata. como un niño, no escuchaba los gritos y los insultos del público, el clamor creciente. Estaba sudado pero poco; y en cuanto le oí la respiración supe que la fatiga le venía de los nervios y no del cansancio. Jacob sonreía

En seguida empezaron a caer sobre el ring pedazos de madera y botellas vacías; yo tenía mi discurso completo, mi exagerada sonrisa para extranjeros. Pero continuaban cayendo los proyectiles y los gritos no me hubieran dejado hablar.

Entonces los milicos se movieron con entusiasmo, como si no hubieran hecho otra cosa desde el día en que consiguieron empleo, dirigidos o no, supieron distribuirse y organizarse y comenzaron a romper cabezas con los palos flamantes hasta que sólo quedamos en el Apolo el campeón, el juez y yo sobre el ring, los milicos en la sala, el pobre muchacho muerto, de veinte años, colgado sobre dos sillas. Fue entonces, y nadie supo de dónde, y yo sé menos que nadie, que apareció junto al turco la mujer chiquita, la novia, y se dedicó a patear y a escupir al hombre que había perdido, al otro, mientras yo felicitaba a Jacob sin alardes y asomaban por la puerta los enfermeros o médicos cargados con la camilla.

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