El discurso de Orsini desfalleció en el silencio y en la fatiga. El príncipe llenó un vaso, puso la lengua dentro y se levantó para llevárselo al campeón.
– Orsini -dijo Jacob-. Mi amigo el príncipe Orsini.
Van Oppen se oprimía las rodillas con las grandes manos; como los dientes de una trampa, las rodillas sujetaban la cabeza inclinada. Orsini dejó el vaso en el suelo después de arrastrarlo por la nuca y la espalda del gigante.
– Un trago, campeón -murmuró dulce y paternal-. Siempre hace bien.
Se incorporaba con una mueca, tocándose el cansancio en la cintura, cuando sintió los dedos que le rodeaban un tobillo y lo clavaban al piso. Oyó la voz lenta, alegre, despreocupada y perezosa de Jacob:
– Ahora el príncipe se toma todo el trago de un solo trago.
Orsini echó el cuerpo hacia atrás para asegurar el equilibrio. “Era lo poco que me faltaba; que esta bestia crea que lo quiero dormir o envenenar.” Se fue agachando despacio, recogió el vaso y lo bebió rápidamente, sintiendo que los dedos de Jacob se le aflojaban en el tobillo.
– ¿Está bien, campeón? -preguntó. Ahora veía los ojos del otro, un pedazo de sonrisa levantada.
– Bien, príncipe. Un vaso lleno para mí.
Con las piernas separadas, buscando no tambalearse, Orsini fue hasta la mesita y llenó nuevamente el vaso. Se apoyó para prender un cigarrillo y pudo ver, en la pequeña luz del encendedor, que las manos le temblaban de odio. Regresó con el vaso, el cigarrillo en la boca, un dedo en el gatillo del revólver escondido en la bata de baño. Cruzó la franja de luz amarilla y vio a Jacob de pie, blanco y enorme, balanceándose con suavidad.
– Salud, campeón -dijo Orsini ofreciendo la bebida con el brazo izquierdo.
– Salud -repitió desde arriba la voz de van Oppen con un rastro débil de excitación-. Yo sabía que iban a llegar. Yo estuve en la iglesia pidiendo que llegaran. -Sí -dijo Orsini.
Hubo una pausa, el campeón suspiró, la noche les trajo gritos y aplausos desde la sala de baile lejana, un remolcador llamó tres veces en el río.
– Ahora -pronunció Jacob con dificultad- el príncipe se toma el vaso de un trago. Los dos somos borrachos. Pero yo no tomo esta noche porque es viernes. El príncipe tiene un revólver.
Durante un segundo, con el vaso en el aire y mirando el ombligo de van Oppen, Orsini se inventó una biografía de humillación perpetua, saboreó el gusto del asco, supo que el gigante no estaba siquiera desafiándolo, que sólo le ofrecía un blanco para el revólver enderezado en el bolsillo.
– Sí -dijo un segundo después; escupió el cigarrillo y volvió a tragarse la ginebra. El estómago le subía en el pecho mientras tiraba el vaso vacío hacia la cama, mientras retrocedía trabajosamente para dejar el revólver encima de la mesa.
Van Oppen no había cambiado de lugar; continuaba balanceándose en la penumbra, con lentitud burlona, como si remedara la gimnasia clásica para los músculos de la cintura.
– Estamos locos -dijo Orsini. No le servían para nada los recuerdos, el débil hervor de la noche de verano que tocaba la ventana, los planes del futuro.
– Lili Marlen, por favor -aconsejó Jacob.
Apoyado en la mesita, Orsini abandonó el cigarrillo que pensaba encender. Cantó con voz asordinada, con una última esperanza, como si nunca hubiera desempeñado otro oficio que canturrear las palabras imbéciles, la música fácil, como si nunca hubiera hecho otra cosa para ganarse la vida. Se sentía más viejo que nunca, empequeñecido y ventrudo, ajeno a sí mismo.
Hubo un silencio y después el campeón dijo “gracias”. Dormido y débil, manoteando el cigarrillo que había dejado sobre la mesa, junto al revólver, Orsini miró acercarse el gran cuerpo blancuzco, aliviado de la edad por la penumbra.
– Gracias -repitió van Oppen, casi tocándolo-. Otra vez.
Atónito, indiferente, Orsini pensó: “Ya no es una canción de cuna, ya no lo obliga a emborracharse, a llorar, a dormir”. Volvió a carraspear y empezó:
– Vor der Kaserne, vor dem grossen Tor…
Sin necesidad de mover el cuerpo, el campeón alzó un brazo desde la cadera y golpeó la mandíbula de Orsini con la mano abierta. Una vieja tradición le impedía usar los puños, salvo en circunstancias desesperadas. Con el otro brazo sostuvo el cuerpo del príncipe y lo estiró en la cama.
El calor de la noche y de la fiesta había hecho abrir las ventanas. La música de jazz del baile parecía estar naciendo ahora en el hotel, en el centro de la habitación semioscura.
Era una ciudad alzada desde el río, en setiembre, a cinco centímetros más o menos al sur del ecuador. Me desperté, sin dolores, en la mañana del cuarto del hotel, llena de claridad y calor. Jacob me masajeaba el estómago y reía para ayudar la salida de los insultos que terminaron en un solo, repetido hasta que no pude fingir el sueño y me enderecé:
– Viejo puerco -en alemán purísimo, casi en prusiano.
El sol lamía ya la pata de la mesita y pensé con tristeza que nada podía salvarse del naufragio. Por lo menos -empezaba a recordar-, eso era lo que convenía ser pensado y a esa tristeza debían ajustarse mi cara y mis palabras. Algo previo van Oppen porque me hizo tragar un vaso de jugo de naranja y me puso un cigarrillo encendido en la boca.
– Viejo puerco -dijo, mientras yo me llenaba los pulmones de humo.
Era la mañana del sábado, estábamos aún en Santa María. Moví la cabeza y lo miré, hice un balance rápido de la sonrisa, la alegría y la amistad. Se había puesto el traje gris claro, los zapatos de antílope, equilibraba en la nuca el Stetson. Pensé de golpe que él tenía razón, que en definitiva la vida siempre tiene razón, sin que importaran las victorias o las derrotas.
– Sí -dije, apartándole la mano-, soy un viejo puerco. Los años pasan y empeoran las cosas. ¿Hay lucha hoy?
– Hay -cabeceó con entusiasmo-. Te dije que iban a volver y volvieron.
Chupé el cigarrillo y me estiré en la cama. Me bastó verle la sonrisa para comprender que Jacob, aunque le rompieran el espinazo en la cálida noche de sábado que cualquiera podía predecir, había ganado. Tenía que ganar en tres minutos; pero yo cobraba más. Me senté en la cama y me estuve sobando la mandíbula.
– Hay lucha -dije-, el Campeón decide. Pero, por desgracia, el manager ya no tiene nada que decir. Ni una botella ni un golpe bastan para suprimir todo.
Van Oppen se puso a reír y el sombrero cayó sobre la cama. Su risa había sido descuidada por los años, era la misma.
– Ni un golpe ni una botella -insistí-. Quedamos en que el Campeón no tiene aliento, por ahora, para soportar una lucha, un esfuerzo verdadero, que dure más de un minuto. Eso queda. El Campeón no podría doblar al turco. El Campeón se morirá de una muerte misteriosa cuando llegue el segundo cincuenta y nueve. Veremos en la autopsia. Creo que, por lo menos, en eso quedamos.
– En eso quedamos. No más de un minuto -asintió van Oppen; alegre otra vez, joven, impaciente. La mañana llenaba ahora toda la habitación y yo me sentía humillado por mi sueño, por mis reparos, por mi bata con el peso del revólver descargado.
– Y hay -dije lentamente, como queriendo vengarme-, que no tenemos los quinientos pesos. De acuerdo, todo el mundo lo sabe, el turco no puede ganar. Pero tenemos que hacer, y ya es sábado, el depósito de quinientos pesos. Sólo nos queda para los pasajes y para una semana en la capital. Y después que Dios diga.
Jacob recogió el sombrero y volvió a reírse. Movía la cabeza como un padre sentado en el banco de un parque junto a su pequeño hijo desconfiado.
– ¿Dinero? -dijo sin preguntar-. ¿Dinero para hacer el depósito? ¿Quinientos pesos?
Me dio otro cigarrillo encendido y puso el pie izquierdo, que es más sensible, encima de la mesita. Deshizo el nudo del zapato gris, se descalzó y vino para mostrarme un rollo de billetes verdes. Era dinero de verdad. Me dio cinco billetes de diez dólares y tuvo un fanfarronear.
– ¿Más?
– Está bien -dije-. Sobra.
Mucho dinero volvió al zapato; entre trescientos y quinientos dólares.
De modo que al mediodía cambié el dinero; y como el campeón había desaparecido -no hubo tricotas con iniciales ni trotecitos por la rambla aquella mañana- me fui al restaurante del Plaza y comí como un caballero, como hacía mucho tiempo no comía. Tuve un café hecho en mi mesa y licores apropiados y un habano muy seco pero que se podía fumar.
Completé el almuerzo con una propina de borracho o de ladrón y llamé al hotel; el campeón no estaba; los restos de la tarde eran frescos y alegres, Santa María iba a tener su gran noche. Dejé al conserje el número del diario para que Jacob combinara conmigo la ida al Apolo y un rato después me senté en la mesita del archivo, con Deportivas y dos caras más. Mostré el dinero:
– Para que no haya ninguna duda. Pero prefiero entregarlo personalmente en el ring. Si es que van Oppen muere de un síncope; o si tiene que contribuir a los gastos del velorio del turco.
Jugamos al poker, perdí y gané, hasta que avisaron que van Oppen estaba en el cine. Faltaba media hora larga para las nueve; pero nos pusimos los sacos y tomamos autos viejos, para recorrer las pocas cuadras del pueblito que nos separaban del cine, para acentuar el carnaval, el ridículo.
Entré por la puerta trasera y fui al cuarto abrumado de carteles y fotografías, furiosamente invadido por un olor de mingitorio y engrudo rancio. Allí estaba Jacob: con el slip celeste, color dedicado a Santa María, y el cinturón de Campeón del Mundo que brillaba como el oro, haciendo flexiones. Me bastó verlo -los ojos aniñados, limpios y sin nada; la corta curva de la sonrisa- para entender que no quería hablar conmigo, que no deseaba prólogos, nada que lo separara de lo que había resuelto ser y recordar.
Me senté en un banco, sin escuchar si contestaba o no a mi saludo, y me puse a fumar. Ahora en este momento, dentro de unos minutos, llegaba el final de la historia. De ésta, j la del Campeón Mundial de Lucha. Pero habría otras, habría también una explicación para El Liberal, Santa María y pueblos vecinos.
“Pasajera indisposición física” me gustaba más que “exceso de entrenamiento provocó el fracaso del Campeón”. Pero mañana no publicarían la C mayúscula y acaso ni siquiera el discutible título. Van Oppen continuaba haciendo flexiones y yo combatía el olor a amoníaco encendiendo un cigarrillo con el anterior, sin olvidar que la limpieza del aire es la primera condición para un gimnasio.