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Cortó la comunicación con una sonrisa de tolerancia y fastidio.

– Por fui -dijo, soplando el pañuelo de hilo-. Mañana de mañana tenemos el dinero. Contratiempos. Mañana a mediodía hago el depósito en la administración. En la administración me parece más serio, ¿no?… Aquí está el mozo. El que quiera pedir algo para refrescarse…

Le dieron las gracias, alguna de las máquinas de escribir interrumpió su ruido; pero nadie aceptó la invitación. Deportivas inclinaba sobre su mesa los gruesos anteojos mientras marcaba fotografías.

Apoyado en una mesa, fumando un cigarrillo, Orsini miró a los hombres doblados hacia las máquinas y la tarea. Supo que para ellos él ya no existía, que no estaba en la redacción. “Y tampoco mañana”, pensó con débil tristeza, sonriente y resignado. Porque todo había sido postergado hasta la noche del viernes y la noche del viernes empezaba a crecer, en el fin de un crepúsculo rojizo y dulce, fuera de los ventanales de El Liberal, en el río, encima de la primera sombra que rodeaba las sirenas graves de las barcazas.

Atravesó la indiferencia y la desconfianza, obligó a Deportivas a estrecharle la mano.

– Espero que mañana será una gran noche para Santa María; espero que gane el mejor.

Esa frase no sería reproducida por el diario, no serviría de soporte a su cara sonriente y bondadosa. Desde el vestíbulo del Apolo -Jacob van Oppen, Campeón del Mundo, se entrena aquí de 18 a 20, tres pesos la entrada -oyó los murmullos del público y el golpeteo de los pies del campeón sobre el ring improvisado. Van Oppen no podía luchar, romper huesos o arriesgar que se los rompieran. Pero podía saltar a la cuerda, infinitamente, sin cansancio.

Sentado en la estrecha oficina de la boletería, Orsini revisó el borderó y sacó cuentas. Sin considerar la noche triunfal del sábado, plateas a cinco pesos, la visita a Santa María dejaba alguna ganancia. Orsini convidó con café y puso su firma al pie de las planillas luego de contar el dinero.

Quedó solo en la oficina oscura y mal oliente. Llegaba el ruido a compás de los pies de van Oppen en la madera.

– Ciento diez animales abriendo la boca porque el campeón salta a la cuerda, como saltan, y mejor, todas las niñas en los patios de las escuelas.

Recordó a van Oppen joven, o por lo menos aún no envejecido; pensó en Europa y en los Estados, en el verdadero mundo perdido; trató de convencerse de que van Oppen era tan responsable del paso de los años, de la decadencia y la repugnante vejez, como de un vicio que hubiera adquirido y aceptado. Trató de odiar a van Oppen para protegerse.

“Tendría que haberle hablado antes, en alguna de esas caminatas por la rambla que hace con pasitos de mujer gorda; ayer o esta mañana; hablarle al aire libre, el río, árboles, el cielo, todo eso que los alemanes llaman naturaleza. Pero llegó el viernes: la noche del viernes.”

Palpó suavemente los billetes en el bolsillo y se puso de pie. Afuera, puntual y tibia, lo estaba esperando la noche del viernes. Los ciento diez imbéciles gritaban dentro del cine-teatro; el campeón habría empezado el número final, la sesión de gimnasia en que todos los músculos crecían y desbordaban.

Orsini caminó lentamente hacia el hotel, las manos en la espalda, buscando detalles de la ciudad para recordar y despedirse, para mezclarlos con los de otras ciudades lejanas, para unir todo y continuar viviendo.

El mostrador del bar del hotel se alargaba hasta tocar el del conserje. Mientras bebía un trago con mucha soda, el príncipe organizó su batalla. Ocupar una colina puede ser más importante que perder un parque de municiones. Puso unos billetes sobre el mostrador y pidió la cuenta de los días vividos en el hotel.

– Es por mañana, excúseme, para evitarme apuros. Mañana, en cuanto termine la lucha, tenemos que salir en automóvil, a medianoche o en la madrugada. Hoy hablé por teléfono desde El Liberal y supe que hay nuevos contratos. Todo el mundo quiere ver al campeón, se explica, antes del torneo en Amberes.

Pagó con una propina exagerada y subió al cuarto con una botella de ginebra bajo el brazo para hacer las valijas. Había una negra y vieja, de Jacob, que no podía tocarse; estaba, además, el montón de objetos impresionantes -batas, tricotas, tensores, sogas, zapatos con forro de piel- en el escenario del Apolo. Pero todo esto podía ser recogido después con cualquier pretexto. Terminó con sus valijas y con las que Jacob no había declarado sagradas; estaba bajo la ducha, resoplando de alivio, barrigón y resuelto, cuando oyó el golpe de la puerta del cuarto. Más allá del rumor del agua escuchó los pasos y el silencio. “Es la noche del viernes; y ni siquiera sé si es mejor emborracharlo antes o después de hablarle. O antes y después.”

Jacob estaba sentado en la cama, con las piernas cruzadas, mirando con alegría infantil la marca en la suela de sus zapatos, la palabra Champion; alguien, acaso el mismo Orsini, había dicho alguna vez en broma que esos zapatos se fabricaban exclusivamente para uso de van Oppen, para recordarlo y rendirle homenaje en millares de pies ajenos.

Envuelto en el ropón de baño, chorreando agua, Orsini entró en la habitación, jovial y dicharachero. El campeón había manoteado la botella de ginebra y después de tomar un trago continuó mirándose el zapato sin escuchar a Orsini. -¿Por qué hiciste las valijas? La pelea es mañana. -Para ganar tiempo -dijo Orsini-. Empecé a hacerlas por eso. Pero después…

– ¿Es a las nueve? Pero siempre empieza más tarde. Y después de los tres minutos tengo que hacer clavas y levantar las pesas. Y también festejar.

– Bueno -dijo Orsini, mirando la botella inclinada contra la boca del campeón, contando los tragos, calculando-. Claro que vamos a festejar.

El campeón dejó la botella y estuvo sobándose la suela de goma blanca del zapato. Sonreía, misterioso e incrédulo, como si estuviera escuchando una música lejana y no oída desde la infancia. De pronto se puso serio, tomó con ambas manos el pie con la marca que lo aludía y lo bajó lentamente hasta colocar la suela contra la estrecha alfombra junto a la cama. Orsini vio la mueca corta y seca que había quedado en el lugar de la desvanecida sonrisa; se fue aproximando indeciso a la cama del campeón y alzó la botella. Mientras fingía beber pudo comprobar, por el ruido y el peso, que quedaban dos tercios del litro de ginebra.

Inmóvil, derrumbado, con los codos apoyados en las piernas, el campeón rezaba:

– Verdammt, verdammt, verdammt. Sin hacer ruido, Orsini arrastró los pies por el suelo; de espaldas al campeón, con un bostezo, extrajo el revólver de su saco colgado en la silla y lo guardó en un bolsillo de la bata de baño. Luego se sentó en su cama y esperó. Nunca había tenido necesidad del revólver, ni siquiera de mostrarlo, frente a Jacob. Pero los años le enseñaron a prever las acciones y las reacciones del campeón, a estimar su violencia, su grado de locura y también el punto exacto de la brújula que señala el principio de la locura.

– Verdammt -siguió rezando Jacob. Se llenó los pulmones de aire y se puso de pie. Juntó las manos en la nuca.y balanceó el tórax, pesadamente, bajando por la izquierda y la derecha hacia la cintura.

– Verdammt -gritó, como si mirara a alguien desafiándolo; luego rehizo la sonrisa desconfiada y empezó a desnudarse. Orsini encendió un cigarrillo y puso una mano en el bolsillo de la bata, los nudillos quietos contra la frescura del revólver. El campeón se quitaba la tricota, la camiseta, los pantalones, los zapatos con su marca; todo golpeaba contra el ángulo del placard y la pared y formaba un montón en el piso.

Apoyado en la cama y en las almohadas, Orsini buscaba otras cóleras, otros prólogos, y quería compararlos con lo que estaba viendo. “Nadie le dijo que nos vamos. ¿Quién puede haberle dicho que nos vamos esta noche?”

Jacob sólo tenía puesto el slip de combate. Levantó la botella y bebió la mitad del resto. Después, manteniendo su sonrisa de misterio, de alusiones y recuerdo, se puso a hacer gimnasia estirando y doblando los brazos mientras doblaba las rodillas para agacharse.

“Toda esta carne -pensaba Orsini, con el dedo en el gatillo del revólver-; los mismos músculos, o más, de los veinte años; un poco de grasa en el vientre, en el lomo, en la cintura. Blanco, enemigo temeroso del sol, gringo y mujer. Pero esos brazos y esas piernas tienen la misma fuerza de antes, o más. Los años no pasaron por allí; pero siempre pasan, siempre buscan y encuentran un sitio para entrar y quedarse. A todos nos prometieron, de golpe o tartamudeando, la vejez y la muerte. Este pobre diablo no creyó en promesas; por lo tanto el resultado es injusto.”

Iluminado por la última luz del viernes en la ventana y por la.luz que Orsini había dejado encendida en el baño, el gigante brillaba de sudor. Terminó la sesión de gimnasia tirándose de espaldas al suelo y rebotando en las manos. Luego hizo un breve y lento saludo con la cabeza hacia el montón de ropas junto al placard. Jadeante, volvió a beber de la botella, la levantó en el aire ceniciento, y sin dejar de mirarla fue acercándose a la cama que ocupaba Orsini. Quedó de pie, enorme y sudoroso, respirando con esfuerzo y ruido, con una expresión boquiabierta de principio a final de furia. Seguía mirando la botella, buscaba explicaciones en la etiqueta, en la forma redonda y secreta.

– Campeón -dijo Orsini retrocediendo hasta tocar la pared, levantando una pierna para empuñar el revólver más cómodamente-. Campeón. Tenemos que pedir otra botella. Tenemos que festejar desde ahora.

– ¿Festejar? Yo gano siempre.

– Sí, el campeón gana siempre. Y también va a ganar en Europa.

Orsini se incorporó en la cama y fue ayudándose con las piernas hasta quedar sentado, la mano siempre hundida en el bolsillo de la bata.

Frente a él se abrían los enormes muslos de Jacob, los músculos contraídos. “No hubo piernas mejores que éstas”, pensó Orsini con miedo y tristeza. “Le basta bajar la botella para aplastarme; para romper una cabeza con el fondo de una botella se necesita mucho menos de un minuto.” Se levantó despacio y fue rengueando, exhibiendo una sonrisa paternal y feliz hasta el otro rincón de la pieza. Se apoyó en el borde de la mesita y estuvo un momento con los ojos entornados, bisbiseando una fórmula católica y mágica.

Jacob no se había movido; continuaba de pie junto a la cama, dándole ahora la espalda, la botella siempre en el aire. La habitación estaba casi en penumbra, la luz del cuarto de baño era débil y amarilla.

Maniobrando con la mano izquierda Orsini encendió un cigarrillo. “Nunca hice esta prueba.”

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