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– Venía por esos quinientos pesos -empezó Orsini, tanteando la densidad del aire, la pobreza de la luz, la hostilidad de la pareja. “No es contra mí; es contra la vida.” -Venía a tranquilizarlos; mañana, en cuanto reciba un giro de la capital, el dinero quedará depositado en El Liberal. Pero también quería hablar de otras cosas.

– ¿No hablamos ya todo? -preguntó la muchacha. Era demasiado pequeña para el silllón movedizo de paja; las agujas resplandecientes con que tejía, demasiado largas. Podía ser buena o mala; ahora había elegido ser implacable, superar alguna oscura y larga postergación, tomarse una revancha. A la luz de la lámpara, el dibujo de la nariz era perfecto y los ojos claros brillaban como vidrio.

– Todo, es cierto, señorita. No pienso decir nada que ya no haya dicho. Pero consideré mi deber decirlo de manera directa. Decirle la verdad al señor Mario -sonreía repitiendo los saludos con la cabeza; la truculencia vibraba apenas, honda y con sordina-. Por eso le pido, patrón, que sirva una vuelta para los tres. Yo invito, claro; pidan lo que gusten.

– El no toma -dijo la mujer, sin apresurarse, sin levantar los ojos del tejido, anidada en su clima de hielo y de ironía.

La bestia peluda de atrás del mostrador terminó de cerrar un paquete de yerba y se volvió lentamente para mirar a la mujer. “El pecho de un gorila, dos centímetros de frente, nunca tuvo expresión en los ojos”, anotó Orsini. “Nunca pensó de verdad, ni pudo sufrir, ni se imaginó que el mañana puede ser una sorpresa o puede no venir.”

– Adriana -barboteó el turco y se mantuvo inmóvil hasta que la mujer alzó los ojos-. Adriana, yo, vermut, sí tomo. Ella le sonrió rápidamente y encogió los hombros. El turco redondeaba la boca para tomar el vermut a sorbitos. Apoyado en el mostrador, con el caluroso sombrero verde echado hacia la nuca, rozando el envoltorio del álbum, buscando inspiración y simpatía, el príncipe habló de cosechas, de lluvias y de sequías, de métodos de explotación y de líneas de transporte, de la belleza envejecida de Europa y de la juventud de América. Improvisaba, repartiendo presagios y esperanzas, mientras el turco asentía silencioso.

– El Apolo estuvo lleno esta tarde -atacó el príncipe de golpe-; desde que se supo que usted acepta el desafío, todos quieren ver el entrenamiento del campeón. Para que no lo molestaran demasiado, aumenté el precio de las entradas; pero la gente sigue pagando. Ahora -empezó a separar los papeles que envolvían el álbum- me gustaría que mirara un poco esto. -Acarició la tapa de cuero y la levantó-. Casi todo está en idioma; pero las fotos ayudan. Vea, se entiende. Campeón del mundo, cinturón de oro.

– Era, campeón del mundo -aclaró la mujer desde el crujido del sillón de paja.

– Oh, señorita -dijo Orsini sin volverse, exclusivamente para el turco, mientras movía las páginas de recortes cariados-. Volverá a serlo antes de seis meses. Un fallo equivocado, ya intervino la.Federación Internacional de Lucha… Vea los títulos, ocho columnas, primeras páginas, vea las fotografías. Esto es un campeón, mire; no hay quien pueda con él en todo el mundo. No hay nadie que pueda aguantarle tres minutos sin la puesta de espaldas. Vamos: un solo minuto y ya sería un milagro. No podría el campeón de Europa, no podría el campeón de los Estados. Le estoy hablando en serio, de hombre a hombre; he venido a verlo porque en cuanto hablé con la señorita comprendí el problema, la situación.

– Adriana -corrigió el turco.

– Eso -dijo el príncipe-. Comprendí todo. Pero las cosas siempre tienen solución. Si usted sube el sábado al ring del Apolo… Jacob van Oppen es mi amigo y esta amistad sólo tiene un límite; esta amistad desaparece en cuanto suena la campana y él se pone a luchar. Entonces no es mi amigo, no es un hombre; es el campeón del mundo, tiene que ganar y sabe cómo hacerlo.

Decenas de viajantes habían detenido el Ford frente al almacén de Porfilio Hnos. para sonreír a los propietarios difuntos o a Mario, tomar un trago, exhibir muestras, catálogos y listas, vender azúcar, arroz, vinos y maíz. Pero el príncipe Orsini se afanaba, entre sonrisas, golpes amistosos y excepciones compasivas, por venderle al turco una mercadería extraña y difícil: el miedo. Alertado por la presencia de la mujer, avisado por los recuerdos y el instinto, se limitó a vender la prudencia, a intentar el trato.

Al turco le quedaba aún medio vaso de vermut; lo alzó para mojarse la boca pequeña y rosada, sin beber.

– Son quinientos pesos -dijo Adriana desde el sillón-. Es hora de cerrar.

– Usted.dijo… -empezó el turco; la voz y el pensamiento intentaban comprender, acercarse a la ecuanimidad, separarse de tres generaciones de estupidez y codicia-. Adriana, primero tengo que bajar la yerba. Usted dijo si yo subo el sábado al escenario del Apolo.

– Dije. Si usted sube, el campeón le romperá algunas costillas, algún hueso; lo pondrá de espaldas en medio minuto. No hay quinientos pesos, entonces; aunque tal vez usted tenga que gastarse mucho más con los médicos. ¿Y quién le atiende el negocio mientras esté en el hospital? Todo esto sin hablar del desprestigio, del ridículo. -Orsini consideró que el momento era oportuno para la pausa y la meditación; pidió ginebra, espió la cara impasible del turco, sus movimientos preocupados; escuchó una risita de la mujer que había dejado el tejido sobre los muslos.

Orsini bebió un trago de ginebra y se puso a envolver lentamente el álbum desvencijado. El turco olía el vermut y trataba de pensar.

– Y no quiero decir con esto -murmuró el príncipe en voz baja y distraída, que sonaba como la de un epílogo mutuamente aceptado-, no quiero decir que usted no sea más fuerte que Jacob van Oppen. Entiendo mucho de eso, he dedicado mi vida y mi dinero a descubrir hombres fuertes. Además, como me ha dicho inteligentemente la señorita Adriana, usted es mucho más joven que el campeón. Más vigor, más juventud; estoy dispuesto a escribirlo y firmarlo. Si el campeón -es un ejemplo- comprara este negocio, a los seis meses saldría a pedir limosna. Usted, en cambio, se hará rico antes de dos años. Porque usted, mi amigo Mario, entiende del negocio y el campeón no -el álbum ya estaba envuelto; lo puso en el mostrador y se apoyó sobre él para continuar con la ginebra y la charla-. De la misma manera, el campeón entiende de cómo romper huesos, de cómo doblarle las v rodillas y la cintura para ponerlo de espaldas sobre el tapiz. Así se dice, o se decía. La alfombra. Cada cual en su oficio. La mujer se había levantado y apagó una luz en un rincón; ahora estaba de pie, con el tejido entre su vientre y el mostrador, pequeña y dura, sin mirar a ninguno de los hombres.

El turco le examinó la cara y después gruñó: -Usted dijo que si yo subía el sábado al escenario del Apolo…

– ¿Dije? -preguntó Orsini con sorpresa-. Creo haberles dado un consejo. Pero en todo caso, si usted retira el desafío, puede haber un acuerdo, alguna compensación. Conversaríamos.

– ¿Cuánto? -preguntó el turco.

La mujer alzó una mano y fue clavando las uñas en el brazo peludo de la bestia; cuando el hombre volvió la cabeza para mirarla, dijo:

– No hay más ni menos que quinientos pesos, ¿sí? No los vamos a perder. Si no vas el sábado, toda Santa María va a saber que tuviste miedo. Yo lo voy a decir, casa por casa, persona por persona.

No hablaba con pasión; seguía clavando las uñas en el brazo pero le conversaba al turco con paciencia y broma, como una madre conversa con su hijo, lo reprende y lo amenaza.

– Un momento -dijo Orsini; alzó una mano y con la otra se puso en la boca la copa de ginebra hasta vaciarla-. También en eso había pensado. En los comentarios del pueblo, de la ciudad, si usted no aparece el sábado por el Apolo. Pero todo se puede arreglar -sonrió a las caras hostiles de la mujer y el hombre, aumentó la cautela de su voz-. Por ejemplo… Supongamos en cambio que usted va, sube al ring. No trata de enfurecerlo al campeón, porque eso sería fatal para lo que planeamos. Usted sube al ring, reconoce al primer abrazo que el campeón sabe, y se deja poner de espaldas, limpiamente, sin un rasguño.

La mujer clavaba otra vez las uñas en el gigantesco brazo peludo; con un ladrido, el turco la apartó.

– Comprendo -dijo después-. Voy y pierdo. ¿Cuánto?

Repentinamente, Orsini aceptó lo que había estado sospechando desde el principio de la entrevista: que cualquiera fuese el acuerdo que lograra con el turco, la mujercita flaca y empecinada lo borraría en el resto de la noche. Comprendió, sin dudas, que Jacob van Oppen estaba condenado a luchar el sábado con el turco.

– Cuánto… -murmuró mientras se acomodaba el álbum bajo el brazo-. Podemos hablar de cien, de ciento cincuenta pesos. Usted sube al ring…

La mujer se apartó un paso del mostrador y clavó las agujas en la pelota de lana. Miraba hacia el piso de tierra y cemento y la voz le sonó tranquila y con sueño:

– Necesitamos quinientos pesos y él se los va a ganar el sábado sin trampas, sin arreglos. No hay hombre más fuerte, nadie puede doblarlo. Menos que nadie ese viejo acabado, por más campeón que haya sido. ¿Vamos a cerrar?

– Tengo que bajar la yerba -volvió a decir el turco.

– Bueno, entonces es así -dijo Orsini-. Cóbrese y déme la última copa -puso un billete de diez pesos encima del mostrador y encendió un cigarrillo-. Vamos a celebrarlo; también ustedes están invitados.

Pero la mujer volvió a encender la luz del rincón y se instaló en el sillón de paja para seguir tejiendo y fumar un cigarrillo; y el turco sólo sirvió un vaso de ginebra. Empezó, bostezando, a llevar las bolsas de yerba, apiladas contra una pared, hacia la trampa del sótano.

Sin saber por qué, Orsini tiró una de sus tarjetas encima del mostrador. Estuvo diez minutos más en el almacén, fumando y bebiendo el gusto a pan de la ginebra, mirando con asombrado terror, con los ojos nublados, sudando, el trabajo metódico del turco con las bolsas, viendo que las movía con tanta facilidad, con tan visible esfuerzo como él, príncipe Orsini, movería un cartón de cigarrillos o una botella.

“Pobre Jacob van Oppen -meditó Orsini-. Hacerse viejo es un buen oficio para mí. Pero él nació para tener siempre veinte años; y ahora, en cambio, los tiene este gigante hijo de perra que gira alrededor del meñique de ese feto encinta. Los tiene este animal, nadie puede quitárselos para restituirlos, y los seguirá teniendo el sábado de noche en el Apolo.”

Desde la redacción de El Liberal, casi codo a codo con Deportivas, el príncipe llamó por teléfono a la capital, reclamando el envío urgente de mil pesos. Usó el teléfono directo para evitar la curiosidad de la telefonista; mintió a gritos frente a la redacción, poblada ahora por jóvenes flacos y bigotudos, alguna señorita que fumaba con boquilla. Eran las siete de la tarde; llegó casi a la grosería cuando se hizo evidente el titubeo del hombre que lo escuchaba en el teléfono remoto, en una habitación que no podía ser imaginada, muequeando su desconcierto en cualquier cubículo de la gran ciudad, en un anochecer de octubre.

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