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Nada sabía yo de la muchacha de la bicicleta. Pero entonces, repentinamente, mientras Arturo hablaba de Ever Perdomo o de la mala explotación del turismo, sentí que me llegaba hasta la garganta una ola de la vieja, injusta, casi siempre equivocada piedad. Lo indudable era que yo la quería y deseaba protegerla. No podía adivinar de qué o contra qué. Buscaba, rabioso, cuidarla de ella misma y de cualquier peligro. La había visto insegura y en reto, la había mirado alzar una ensoberbecida cara de desgracia. Esto puede durar pero siempre se paga de prematuro, desproporcionado. Mi hermano había pagado su exceso de sencillez. En el caso de la muchacha -que tal vez no volviera nunca a ver- las deudas eran distintas. Pero ambos, por tan diversos caminos, coincidían en una deseada aproximación a la muerte, a la definitiva experiencia. Julián, no siendo; ella, la muchacha de la bicicleta, buscando serlo todo y con prisas.

– Pero -dijo Arturo-, aunque te demuestren que todas las carreras están arregladas, vos seguís jugando igual. Mira: ahora que me voy parece que va a llover.

– Seguro -contesté, y pasamos al comedor. La vi en seguida.

Estaba cerca de una ventana, respirando el aire tormentoso de la noche, con un montón de pelo oscuro y recio movido por el viento sobre la frente y los ojos; con zonas de pecas débiles -ahora, bajo el tubo de luz insoportable del comedor- en las mejillas y la nariz, mientras los ojos infantiles y acuosos miraban distraídos la sombra del cielo o las bocas de sus compañeros de mesa; con los flacos y fuertes brazos desnudos frente a lo que podía aceptarse como un traje de noche amarillo, cada hombro protegido por una mano.

Un hombre viejo estaba sentado junto a ella y conversaba con la mujer que tenía enfrente, joven, de espalda blanca y carnosa vuelta hacia nosotros, con una rosa silvestre en el peinado, sobre la oreja. Y al moverse, el pequeño círculo blanco de la flor entraba y salía del perfil distraído de la muchacha. Cuando la mujer reía, echando la cabeza hacia atrás, brillante la piel de la espalda, la cara de la muchacha quedaba abandonada contra la noche.

Hablando con Arturo, miraba la mesa, traté de adivinar de dónde provenía su secreto, su sensación de cosa extraordinaria. Deseaba quedarme para siempre en paz junto a la muchacha y cuidar de su vida. La vi fumar con el café, los ojos clavados ahora en la boca lenta del hombre viejo. De pronto me miró como antes en el sendero, con los mismos ojos calmos y desafiantes, acostumbrados a contemplar o suponer el desdén. Con una desesperación inexplicable estuve soportando los ojos de la muchacha, revolviendo los míos contra la cabeza juvenil, larga y noble; escapando del inaprehensible secreto para escarbar en la tormenta nocturna, para conquistar la intensidad del cielo y derramarla, imponerla en aquel rostro de niña que me observaba inmóvil e inexpresivo. El rostro que dejaba fluir, sin propósito, sin saberlo, contra mi cara seria y gastada de hombre, la dulzura y la humildad adolescente de las mejillas violáceas y pecosas.

Arturo sonreía fumando un cigarrillo.

– ¿Tú también, Bruto? -preguntó.

– ¿Yo también qué?

– La niña de la bicicleta, la niña de la ventana. Si no tuviera que irme ahora mismo…

– No entiendo.

– Esa, la del vestido amarillo. ¿No la habías visto antes?

– Una vez. Esta tarde, desde la baranda. Antes que volvieras de la playa.

– El amor a primera vista -asintió Arturo-. Y la juventud intacta, la experiencia cubierta de cicatrices. Es una linda historia. Pero, lo confieso, hay uno que la cuenta mejor. Esperá.

El mozo se acercó para recoger los platos y la frutera.

– ¿Café? -preguntó. Era pequeño, con una oscura cara de mono.

– Bueno -sonrió Arturo-; eso que llaman café. También le dicen señorita a la muchacha de amarillo junto a la ventana. Mi amigo está muy curioso; quiere saber algo sobre las excursiones nocturnas de la nena.

Me desabroché el saco y busqué los ojos de la muchacha. Pero ya su cabeza se había vuelto a un lado y la manga negra del hombre anciano cortaba en diagonal el vestido amarillo. En seguida el peinado con flor de la mujer se inclinó, cubriendo la cara pecosa. Sólo quedó de la muchacha algo del pelo retinto, metálico en la cresta que recibía la luz. Yo recordaba la magia de los labios y la mirada; magia es una palabra que no puedo explicar, pero que escribo ahora sin remedio, sin posibilidad de sustituirla.

– Nada malo -proseguía Arturo con el mozo-. El señor, mi amigo, se interesa por el ciclismo. Decime. ¿Qué sucede de noche cuando papi y may, si son, duermen?

El mozo se balanceaba sonriendo, la frutera vacía a la altura de un hombro.

– Y nada -dijo por fin-. Es sabido. A medianoche la señorita sale en bicicleta; a veces va al bosque, otras a las dunas -había logrado ponerse serio y repetía sin malicia-: Qué le voy a decir. No sé nada más, aunque se diga. Nunca estuve mirando. Que vuelve despeinada y sin pintura. Que una noche me tocaba guardia y la encontré y me puso diez pesos en la mano. Los muchachos ingleses que están en el Atlantic hablan mucho. Pero yo no digo nada porque no vi.

Arturo se rió, golpeando una pierna del mozo.

– Ahí tenés- dijo, como si se tratara de una victoria.

– Perdone -pregunté al mozo-. ¿Qué edad puede tener?

– ¿La señorita?

– A veces, esta tarde, me hacía pensar en una criatura; ahora parece mayor.

– De eso sé con seguridad, señor -dijo el mozo-. Por los libros tiene quince, los cumplió aquí hace unos días. Entonces, ¿dos cafés? -se inclinó antes de marcharse.

Yo trataba de sonreír bajo la mirada alegre de Arturo; la mano con la pipa me temblaba en la esquina del mantel.

– En todo caso -dijo Arturo-, resulte o no resulte, es un plan de vida más interesante que vivir encerrado con un fantasma bigotudo.

Al dejar la mesa la muchacha volvió a mirarme, desde su altura ahora, una mano todavía enredada en la servilleta, fugazmente, mientras el aire de la ventana le agitaba los pelos rígidos de la frente y yo dejaba de creer en lo que había contado el mozo y Arturo aceptaba.

En la galería, con la valija y el abrigo en el brazo, Arturo me golpeó el hombro.

– Una semana y nos vernos. Caigo por el Jauja y te encuentro en una mesa saboreando la flor de la sabiduría. Bueno, largos paseos en bicicleta.

Saltó al jardín y fue hacia el grupo de coches estacionados frente a la terraza. Cuando Arturo cruzó las luces encendí la pipa, me apoyé en la baranda y olí el aire. La tormenta parecía lejana. Volví al dormitorio y estuve tirado en la cama, escuchando la música que llegaba interrumpida desde el comedor del hotel, donde tal vez hubieran empezado ya a bailar. Encerré en la mano el calor de la pipa y fui resbalando en un lento sueño, en un mundo engrasado y sin aire, donde había sido condenado a avanzar, con enorme esfuerzo y sin deseos, boquiabierto, hacia la salida donde dormía la intensa luz indiferente de la mañana, inalcanzable.

Desperté sudando y fui a sentarme nuevamente en el sillón. Ni Julián ni los recuerdos infantiles habían aparecido en la pesadilla. Dejé el sueño olvidado en la cama, respiré el aire de tormenta que entraba por la ventana, con el olor a mujer, lerdo y caliente. Casi sin moverme arranqué el papel de abajo de mi cuerpo y miré el título, la desteñida foto de Julián. Dejé caer el diario, me puse un impermeable, apagué la luz del dormitorio y salté desde la baranda hasta la tierra blanda del jardín. El viento formaba eses gruesas y me rodeaba la cintura. Elegí cruzar el césped hasta pisar el pedazo de arena donde había estado sentada la muchacha en la tarde. Las medias grises acribilladas por las pinochas, luego los pies desnudos en las manos, las escasas nalgas achatadas contra el suelo. El bosque estaba a mi izquierda, los médanos a la derecha; todo negro y el viento golpeándome ahora la cara. Escuché pasos y vi en seguida la luminosa sonrisa del mozo, la cara de mono junto a mi hombro.

– Mala suerte -dijo el mozo-. Lo dejó.

Quería golpearlo pero sosegué en seguida las manos que arañaban dentro de los bolsillos del impermeable y estuve jadeando hacia el ruido del mar, inmóvil, los ojos entornados, resuelto y con lástima por mí mismo.

– Debe hacer diez minutos que salió -continuó el mozo. Sin mirarlo, supe que había dejado de sonreír y torcía su cabeza hacia la izquierda-. Lo que puede hacer ahora es esperarla a la vuelta. Si le da un buen susto…

Desabroché lentamente el impermeable, sin volverme; saqué un billete del bolsillo del pantalón y se lo pasé al mozo. Esperé hasta no oír los pasos del mozo que iban hacia el hotel. Luego incliné la cabeza, los pies afirmados en la tierra elástica y el pasto donde había estado ella, envasado en aquel recuerdo, el cuerpo de la muchacha y sus movimientos en la remota tarde, protegido de mí mismo y de mi pasado por una ya imperecedera atmósfera de creencia y esperanza sin destino, respirando en el aire caliente donde todo estaba olvidado.

4

La vi de pronto, bajo la exagerada luna de otoño. Iba sola por la orilla, sorteando las rocas y los charcos brillantes y crecientes, empujando la bicicleta, ahora sin el cómico vestido amarillo, con pantalones ajustados y una chaqueta de marinero. Nunca la había visto con esas ropas y su cuerpo y sus pasos no habían tenido tiempo de hacérseme familiares. Pero la reconocí en seguida y crucé la playa casi en línea recta hacia ella.

– Noches -dije.

Un rato después se volvió para mirarme la cara; se detuvo e hizo girar la bicicleta hacia el agua. Me miró un tiempo con atención y ya tenía algo solitario y desamparado cuando volví a saludarla. Ahora me contestó. En la playa desierta la voz le chillaba como un pájaro. Era una voz desapacible y ajena, tan separada de ella, de la hermosa cara triste y flaca; era como si acabara de aprender un idioma, un tema de conversación en lengua extranjera. Alargué un brazo para sostener la bicicleta. Ahora yo estaba mirando la luna y ella protegida por la sombra.

– ¿Para dónde iba? -dije y agregué-: Criatura.

– Para ningún lado -sonó trabajosa la voz extraña-. Siempre me gusta pasear de noche por la playa.

Pensé en el mozo, en los muchachos ingleses del Atlantic; pensé en todo lo que había perdido para siempre, sin culpa mía, sin ser consultado.

– Dicen… -dije. El tiempo había cambiado: ni frío ni viento. Ayudando a la muchacha a sostener la bicicleta en la arena al borde del ruido del mar, tuve una sensación de soledad que nadie me había permitido antes; soledad, paz y confianza.

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