– Sucede que mi deber moral me obliga a darte unas patadas y llevarte conmigo. Sabes que allá es distinto. Cuando estés bien borracho, a la madrugada, bien distraído, todo se acabó.
Alcé los hombros, sólo el izquierdo, y reconocí un movimiento que Julián y yo habíamos heredado sin posibilidad de elección.
– Te hablo otra vez -dijo Arturo, poniéndose un pañuelo en el bolsillo del pecho-. Te hablo, te repito, con un poco de rabia y con el respeto a que me referí antes. ¿Vos le dijiste al infeliz de tu hermano que se pegara un tiro para escapar de la trampa? ¿Le dijiste que comprara pesos chilenos para cambiarlos por liras y las liras por francos y los francos por coronas bálticas y las coronas por dólares y los dólares por libras y las libras por enaguas de seda amarilla? No, no muevas la cabeza. Caín en el fondo de la cueva. Quiero un sí o un no. A pesar de que no necesito respuesta. ¿Le aconsejaste, y es lo único que importa, que robara? Nunca jamás. No sos capaz de eso. Te lo dije muchas veces. Y no vas a descubrir si es un elogio o un reproche. No le dijiste que robara. ¿Y entonces?
Volví a sentarme en el sillón.
– Ya hablamos de todo eso y todas las veces. ¿Te vas esta noche?
– Claro, en el ómnibus de las nueve y nadie sabe cuánto. Me quedan cinco días de licencia y no pienso seguir juntando salud para regalársela a la oficina.
Arturo eligió una corbata y se puso a anudarla.
– Es que no tiene sentido -dijo otra vez frente al espejo-. Yo, admito que alguna vez me encerré con un fantasma. La experiencia siempre acabó mal. Pero con tu hermano, como estás haciendo ahora… Un fantasma con bigotes de alambre. Nunca. El fantasma no sale de la nada, claro. En esta ocasión salió de la desgracia. Era tu hermano, ya sabemos. Pero ahora es el fantasma de cooperativa con bigotes de general ruso…
– ¿El último momento en serio? -pregunté en voz baja; no lo hice pidiendo nada: sólo quería cumplir y hasta hoy no sé con quién o con qué.
– El último momento -dijo Arturo.
– Veo bien la causa. No le dije, ni la sombra de una insinuación, que usara el dinero de la cooperativa para el negocio de los cambios. Pero cuando le expliqué una noche, sólo por animarlo, o para que su vida fuera menos aburrida, para mostrarle que había cosas que podían ser hechas en el mundo para ganar dinero y gastarlo, aparte de cobrar el sueldo a fin de mes…
– Conozco -dijo Arturo, sentándose en la cama con un bostezo-. Nadé demasiado, ya no estoy para hazañas. Pero era el último día. Conozco toda la historia. Explicame ahora, y te aviso que se acaba el verano, qué remediás con quedarte encerrado aquí. Explicame qué culpa tenés si el otro hizo un disparate.
– Tengo una culpa -murmuré con los ojos entornados, la cabeza apoyada en el sillón; pronuncié las palabras tardas y aisladas-. Tengo la culpa de mi entusiasmo, tal vez de mi mentira. Tengo la culpa de haberle hablado a Julián, por primera vez, de una cosa que no podemos definir y se llama el mundo. Tengo la culpa de haberle hecho sentir -no digo creer- que, si aceptaba los riesgos, eso que llamé el mundo sería para él.
– ¿Y qué? -dijo Arturo, mirándose desde lejos el peinado en el espejo-. Hermano. Todo eso es una idiotez complicada. Bueno, también la vida es una idiotez complicada. Algún día de estos se te pasará el período; anda entonces a visitarme. Ahora vestite y vamos a tomar unas copas antes de comer. Tengo que irme temprano. Pero, antes que lo olvide, quiero dejarte un último argumento. Tal vez sirva para algo.
Me tocó un hombro y me buscó los ojos.
– Escúchame -dijo-. En medio de toda esta complicada, feliz idiotez, ¿Julián, tu hermano, usó correctamente el dinero robado, lo empleó aceptando la exactitud de los disparates que le estuviste diciendo?
– ¿El? -me levanté con asombro-. Por favor. Cuando vino a verme ya no había nada que hacer. Al principio, estoy casi seguro, compró bien. Pero se asustó en seguida e hizo cosas increíbles. Conozco muy poco de los detalles. Fue algo así como una combinación de títulos con divisas, de rojo y negro con caballos de carrera.
– ¿Ves? -dijo Arturo asintiendo con la cabeza-. Certificado de irresponsabilidad. Te doy cinco minutos para vestirte y meditar. Te espero en el mostrador.
Tomamos unas copas mientras Arturo se empeñaba en encontrar en la billetera la fotografía de una mujer.
– No está -dijo por fin-. La perdí. La foto, no la mujer. Quería mostrártela porque tiene algo inconfundible que pocos le descubren. Y antes de quedarte loco vos entendías de esas cosas.
Y estaban, pensaba yo, los recuerdos de infancia que irían naciendo y aumentando en claridad durante los días futuros, semanas o meses. Estaba también la tramposa, tal vez deliberada, deformación de los recuerdos. Estaría, en el mejor de los casos, la elección no hecha por mí. Tendría que vernos. fugazmente o en pesadillas, vestidos con trajes ridículos, jugando en un jardín húmedo o pegándonos en un dormitorio. Él era mayor pero débil. Había sido tolerante y bueno, aceptaba cargar con mis culpas, mentía dulcemente sobre las marcas en la cara que le dejaban mis golpes, sobre una taza rota, sobre una llegada tarde. Era extraño que todo aquello no hubiera empezado aún, durante el mes de vacaciones de otoño en la playa; acaso, sin proponérmelo, yo estuviera deteniendo el torrente con las crónicas periodísticas y la evocación de las dos últimas noches. En una Julián estaba vivo, en la siguiente muerto. La segunda noche no tenía importancia y todas sus interpretaciones habían sido despistadas.
Era su velorio, empezaba a colgarle la mandíbula, la venda de la cabeza envejeció y se puso amarilla mucho antes del amanecer. Yo estaba muy ocupado ofreciendo bebidas y comparando la semejanza de las lamentaciones. Con cinco años más que yo, Julián había pasado tiempo atrás de los cuarenta. No había pedido nunca nada importante a la vida; tal vez, sí, que lo dejaran en paz. Iba y venía, como desde niño, pidiendo permiso. Esta permanencia en la tierra, no asombrosa pero sí larga, prolongada por mí, no le había servido, siquiera, para darse a conocer. Todos los susurrantes y lánguidos bebedores de café o whisky coincidían en juzgar y compadecer el suicidio como un error. Porque con un buen abogado, con el precio de un par de años en la cárcel… Y, además, para todos resultaba desproporcionado y grotesco el final, que empezaban a olisquear, en relación al delito. Yo daba las gracias y movía la cabeza; después me paseaba entre el vestíbulo y la cocina, cargando bebidas o copas vacías. Trataba de imaginar, sin dato alguno, la opinión de la mujerzuela barata que visitaba a Julián todos los viernes o todos los lunes, días en que escasean los clientes. Me preguntaba sobre la verdad invisible, nunca exhibida, de sus relaciones. Me preguntaba cuál sería el juicio de ella, atribuyéndole una inteligencia imposible. Qué podría pensar ella, que sobrellevaba la circunstancia de ser prostituta todos los días, de Julián, que aceptó ser ladrón durante pocas semanas pero no pudo, como ella, soportar que los imbéciles que ocupan y forman el mundo, conocieran su falla. Pero no vino en toda la noche o por lo menos no distinguí una cara, una insolencia, un perfume, una humildad que pudieran serle atribuidos.
Sin moverse del taburete del mostrador, Arturo había conseguido el pasaje y el asiento para el ómnibus. Nueve y cuarenta y cinco.
– Hay tiempo de sobra. No puedo encontrar la foto. Hoy es inútil seguirte hablando. Otra vuelta, mozo.
Ya dije que la noche del velorio no tenía importancia. La anterior es mucho más corta y difícil. Julián pudo haberme esperado en el corredor del departamento. Pero ya pensaba en la policía y eligió dar vueltas bajo la lluvia hasta que pudo ver luz en mi ventana. Estaba empapado -era un hombre nacido para usar paraguas y lo había olvidado- y estornudó varias veces, con disculpa, con burla, antes de sentarse cerca de la estufa eléctrica, antes de usar mi casa. Todo Montevideo conocía la historia de la Cooperativa y por lo menos la mitad de los lectores de diarios deseaba, distraídamente, que no se supiera más del cajero.
Pero Julián no había aguantado una hora y media bajo la lluvia para verme, despedirse con palabras y anunciarme el suicidio..Tomamos unas copas. El aceptó el alcohol sin alardes, sin oponerse:
– Total ahora… -murmuró casi riendo, alzando un hombro.
Sin embargo, había venido para decirme adiós a su manera. Era inevitable el recuerdo, pensar en nuestros padres, en la casa quinta de la infancia, ahora demolida. Se enjugó los largos bigotes y dijo con preocupación:
– Es curioso. Siempre pensé que tú sabías y yo no. Desde chico. Y no creo que se trate de un problema de carácter o de inteligencia. Es otra cosa. Hay gente que se acomoda instintivamente en el mundo. Tú sí y yo no. Siempre me faltó la fe necesaria -se acariciaba las mandíbulas sin afeitar-. Tampoco se trata de que yo haya tenido que ajustar conmigo deformaciones o vicios. No había handicap; por lo menos nunca lo conocí.
Se detuvo y vació el vaso. Mientras alzaba la cabeza, esa que hoy miro diariamente desde hace un mes en la primera página de un periódico, me mostró los dientes sanos y sucios de tabaco.
– Pero -siguió mientras se ponía de pie- tu combinación era muy buena. Debiste regalársela a otro. El fracaso no es tuyo.
– A veces resultan y otras no -dije-. No vas a salir con esta lluvia. Podes quedarte aquí para siempre, todo el tiempo que quieras.
Se apoyó en el respaldo de un sillón y estuvo burlándose sin mirarme.
– Con esta lluvia. Para siempre. Todo el tiempo -se me acercó y me tocó un brazo-. Perdón. Habrá molestias. Siempre hay molestias.
Ya se había ido. Me estuvo diciendo adiós con su presencia siempre acurrucada, con los cuidados bigotes bondadosos, con la alusión a todo lo muerto y disuelto que la sangre, no obstante, era y es capaz de hacer durante un par de minutos.
Arturo estaba hablando de estafas en las carreras de caballos. Miró el reloj y pidió al barman la última copa.
– Pero con más gin, por favor -dijo.
Entonces, sin escuchar, me sorprendí vinculando a mi hermano muerto con la muchacha de la bicicleta. De él no quise recordar la infancia ni la pasiva bondad; sino, absolutamente, nada más que la empobrecida sonrisa, la humilde actitud del cuerpo durante nuestra última entrevista. Si podía darse ese nombre a lo que yo permití que ocurriera entre nosotros cuando vino empapado a mi departamento para decirme adiós de acuerdo a su ceremonial propio.