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III. EL PRÍNCIPE FUGITIVO

Un paradójico destino convierte en persecución y aventura la vida de Abd al-Rahman ibn Muawiya, hijo de un príncipe omeya y de una esclava bereber, nieto del califa Hisham II y criado en uno de aquellos palacios como oasis fortificados que su familia había erigido en el desierto de Siria. Hasta los diecinueve años fue uno más entre los príncipes de un populoso linaje que ostentaba la primacía del Islam. Poco después era casi el único superviviente de un riguroso exterminio, un fugitivo que se escondía de los hombres como un leproso o un apestado. En su infancia había sido el nieto preferido del califa Hisham, y vivió con él en el palacio de al-Rusafa, una especie de edén con jardines y caudalosas aguas y torreones militares que estaba cerca del Éufrates. Un tío suyo, que adivinaba el porvenir de los hombres estudiando los rasgos de sus caras, declaró al verlo por primera vez, cuando jugaba con su hermano Yahya a la entrada de al-Rusafa: «El gran acontecimiento se aproxima y este niño será el hombre que sabéis. He reconocido los signos en su rostro y en su cuello».

Abd al-Rahman no supo entonces lo que querían decir esas palabras, pero sin duda las recordó muchos años después, al final de la huida y del infortunio, cuando su estandarte blanco ondeó sobre las torres de Córdoba y él se dio a sí mismo el título de emir y ordenó que su nombre fuera pronunciado en la oración de los viernes. En seis años lo perdió todo y lo ganó todo. Desconoció la piedad en la misma medida en que desconoció la sumisión. Tal vez en su primera juventud oyó muy pocas veces el nombre de Córdoba, y ni siquiera supo dónde estaba: en algún lugar hacia el oeste, al otro lado de los desiertos y del mar. Si el tiempo era más lento entonces, el espacio era mucho más dilatado. El viaje de Abd al-Rahman desde el Iraq hasta al-Andalus duró cinco años, y nunca estuvo seguro de continuar vivo cuando amaneciera. Por dondequiera que iba lo buscaban espías y ejecutores de sus enemigos abbasíes, que habían arrebatado el califato a su familia. Siendo ya rey de al-Andalus, se alzó contra él una sublevación alentada por el califa de Bagdad. Venció por las armas a los conspiradores y mandó cortar las cabezas de sus adalides. La del principal de ellos, que se llamaba al-Allah, hizo que la conservaran en salmuera y la envió a Oriente en el equipaje de un mercader que iba camino de Qayrawan, en Túnez. Cuando llegó a esa ciudad, el mercader, cumpliendo las órdenes exactas de Abd al-Rahman, abandonó la cabeza amojamada en una plaza del zoco, al amparo de la noche, dejando junto a ella la bandera negra que habían enarbolado los rebeldes y un pergamino en el que se contaba su derrota. A la primera luz del día alguien vio con espanto esa cara que parecía surgir de la tierra, esa bandera desgarrada y sucia de sangre. Desde Qayrawan la cabeza cortada llegó a Bagdad, y el califa, al mirar sus rasgos desfigurados por la muerte, los costurones abiertos de los párpados y de la boca, agradeció que Córdoba estuviera tan lejos y debió de entender que nunca doblegaría al último emir de los omeyas. «Loado sea Dios -cuentan que dijo-, porque ha puesto el mar entre ese demonio y yo».

Pero esa venganza sólo fue un episodio tardío y menor en el gran espectáculo de sangre que había derribado quince años atrás el poder de los omeyas, cuando comenzó en las provincias de Oriente la rebelión abbasí y el último califa de la dinastía, Marwan II, huyó derrotado por Siria y por Palestina y murió combatiendo en un lugar del alto Egipto llamado Busir. Los abbasíes usaban estandartes negros, y sus ejércitos invocaban la venida de un imán oculto que restauraría la pureza del Islam, corrompido por la arbitrariedad y las viciosas costumbres de los omeyas. De uno de ellos, al-Walid (durante cuyo reinado sucedió la conquista de España), decían que se emborrachaba sin tasa y que cuando tiraba al arco usaba como blanco un ejemplar del Corán. El primer califa abbasida, Abul Abbas, eligió para sí el sobrenombre de al-Saffah, «el derramador de sangre», pero no se cebó únicamente con los omeyas vivos. Mandó abrir en Damasco las tumbas de los antiguos califas, y las cenizas de Muawiya fueron esparcidas y malditas y el cadáver de Hisham fue clavado en una cruz y luego quemado en una hoguera. A uno de sus nietos -primo, pues, de Abd al-Rahman- le cortaron una mano y un pie y lo pasearon por los caminos y las ciudades de Siria montado en un burro y precedido por un heraldo que repetía en voz alta su nombre y su dignidad y lo injuriaba burlándose de su mutilación. La princesa Abda, hija de Hisham, fue apuñalada por no confesar dónde escondía su tesoro.

De pronto la persecución se interrumpió. El califa Abul Abbas dictó una amnistía para los supervivientes, que por orden suya fueron convocados a un banquete de reconciliación que se celebraría en Abu-Futrus, en Palestina. Unos setenta omeyas abandonaron sus refugios para acudir a él. Entre ellos no estaban Abd al-Rahman ni su hermano Yahya, tal vez porque recelaban o porque la noticia no les llegó a tiempo. Comenzado el banquete, un poeta cortesano llamado Subl recitó unos versos en los que exaltaba a los abbasíes y los animaba a exterminar para siempre a los omeyas. Cuando el poeta terminó, como si su último verso hubiera sido la señal que esperaban, hombres armados con palos de lanzas irrumpieron en el salón y se arrojaron sobre los vencidos, matándolos a golpes. Friedrich von Schack, que relata la historia como si describiera una matanza pintada por Delacroix, dice que sobre los muertos y los descalabrados moribundos se extendieron alfombras, y que el ruido de los platos y los vasos, de las carcajadas de los borrachos y de los instrumentos de los músicos, sonaba al mismo tiempo que los gemidos de las víctimas, por que la fiesta continuó en el salón lleno de sangre.

Ni Shakespeare en Titus Andronicus se atrevió a acumular tanto horror. La Historia se permite excesos que no toleraría la Literatura, pero en seguida la imita para contarnos la huida del príncipe que logró salvarse del lodazal de sangre de Abu-Futrus. Abd al-Rahman es el héroe al que rescata el destino para que pueda vengar a su familia asesinada y hacer que no sea borrado su nombre. Un mensajero fiel cabalga hacia el lugar donde Yahya y Abd al-Rahman están escondidos para contarles la matanza. Yahya está solo, porque su hermano mayor ha salido de caza. Pero unos jinetes a sueldo de los abbasíes han seguido al mensajero sin que él se diera cuenta, y rodean la casa en la que ha entrado y lo degüellan junto al príncipe. Otra vez el azar ha preservado la vida de Abd al-Rahman. Ahora huye hacia el Este, llevando consigo a dos de sus hermanas, a un hermano menor y a su propio hijo, Suleyman, que tiene cuatro años. De todos sus antiguos criados y esclavos sólo le queda uno, su liberto Badr, que no lo abandonará nunca. Cruza el Éufrates y se esconde en una pequeña aldea. Dozy supone que tenía el propósito de pasar a África: Levi-Provençal, que quería seguir huyendo hacia las llanuras más lejanas de Asia. Pero tal vez en lo único que pensaba era en seguir eludiendo el acoso y la obstinación de sus verdugos. Tenía diecinueve o veinte años, y hasta unos meses atrás había vivido en una culta indolencia, dedicado a escribir versos y a frecuentar jardines y mujeres: ahora, cruelmente despojado de todo, erraba por los desiertos como una alimaña, sin esquivar nunca a sus perseguidores. Cuando la extenuación le cerrara los ojos soñaría que estaba en al-Rusafa y oiría en sueños los pasos de sus enemigos acercándose. Desde el umbral de la choza de barro donde estaba oculto miraría la línea del horizonte imaginando que brotaban de ella las altas lanzas y los estandartes negros de los abbasíes.

Era preciso esperar hasta que terminaran los peores días de la persecución. Por muchos espías que lo busquen, un hombre puede volverse invisible en la anchura del mundo, en sus multitudes o en sus espacios vacíos. En esa aldea sin nombre Abd al-Rahman espera y desconfía del silencio y de la quietud de las cosas. Puede que Abul Abbas, el usurpador fanático, el que se honra en llamarse Derramador de Sangre, se haya fatigado de su propia crueldad. Abd al-Rahman aguarda y vigila y de vez en cuando se retira a dormitar a oscuras, porque padece una enfermedad de los ojos y tolera mal la hiriente luz del desierto. Una mañana, su hijo Suleyman entra llorando en la alcoba y busca refugio junto a él: mientras jugaba en la puerta de la choza ha visto aparecer en el horizonte desnudo un grupo de jinetes con banderas negras.

Los enviados del califa empiezan a registrar una por una las casas de la aldea y luego las incendian. Sin tiempo para llevar consigo más que unas pocas monedas de oro, Abd al-Rahman huye con su hermano menor, y cuando los soldados entran en la casa sólo hay en ella dos muchachas silenciosas y un niño que no para de llorar. Los dos príncipes omeyas abandonan la aldea y alcanzan la orilla del Éufrates. El río baja crecido, Abd al-Rahman anima a su hermano a lanzarse al agua con él. Nada con vigor y desesperación, y al volver la cabeza ve que los jinetes se han detenido en la orilla y que su hermano está quedándose atrás. Es demasiado joven y no tiene fuerzas para seguir nadando: sin duda teme ahogarse. Abd al-Rahman le grita que no se detenga, pero lo ve quedarse cada vez más lejos y oye que los soldados le dicen que vuelva, que no hay nada que temer. ¿No han respetado las vidas de las muchachas y del niño? Abd al-Rahman llega a la otra orilla chorreando y exhausto y sigue llamando a su hermano, ve que le da la espalda, que emerge lentamente del agua y camina sobre el cieno de la ribera para acercarse a los soldados y a sus estandartes negros. Desde la otra orilla del Éufrates, que nunca volverá a cruzar, Abd al-Rahman presencia la degollación de su hermano y escucha, como paralizado en un sueño, los gritos finales de su agonía y su terror.

Así empieza ese viaje a Occidente que terminará en Córdoba al cabo de cinco años. Abd al-Rahman es un Simbad clandestino, un Ulises que deberá inventarse una patria simétrica porque la suya le fue prohibida para siempre. Vive sin sosiego y peregrina escondiéndose por los territorios del Islam sin más compañía que la de su liberto Badr. En un poema escrito al final de su vida recordaba así aquellos años: «Vino acosado de hambre, ahuyentado por las armas, fugitivo de la muerte, cruzó el desierto, surcó el mar, superando olas y estériles campos». Alentado por Badr, protegido por su lealtad y su astucia, en las que tal vez cimenta una parte de su coraje, Abd al-Rahman llega al norte de África, a la provincia de Ifriqiya, cuyo gobernador, Ibn Habib, no había reconocido aún la legitimidad del califato abbasí. Allí al menos podía sentirse temporalmente a salvo de los emisarios del Derramador de Sangre. Pero Ibn Habib, que lo acogió con hospitalidad, recelaba de él. Había en su corte un adivino judío que le había pronosticado que un hombre que se peinaba con dos rizos sobre la frente fundaría un gran reino. Ibn Habib adoptó ese peinado, pero en cuanto vio por primera vez a Abd al-Rahman se dio cuenta de que también el príncipe omeya se peinaba así. Decidió inmediatamente matarlo, y el adivino judío le dijo: «Si lo matas, ciertamente que no será él el predestinado; y si lo dejas, puede que sea…».

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