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De nuevo tuvo que huir Abd al-Rahman para no ser ejecutado. En ninguna ciudad estaría seguro: se adentró en los desiertos, buscando refugio entre las tribus bereberes, que no rendían sumisión al poder de nadie. No poseía nada y no sabía resignarse a nada que fuera indigno de su vasta ambición. «Se hallaba solo -dice una crónica anónima-, sin más auxilio que su inteligencia, sin más compañero que su firme voluntad». Tramaba intrigas inmediatamente fracasadas, huía de una tierra a otra cuando lo expulsaban y sin darse cuenta iba acercándose a las regiones occidentales de África. Muy pronto sólo tendría el mar frente a sí. Dozy nos lo retrata como un personaje de Stendhal: «Sueños ambiciosos cruzaban sin cesar por su cabeza de veinte años. Alto, vigoroso, valiente, habiendo recibido una esmerada educación y poseyendo talentos poco comunes, su instinto le decía que estaba llamado a brillantes destinos, y su espíritu aventurero y emprendedor se alimentaba con los recuerdos de su infancia, que, desde que llevaba una vida pobre y errante, se despertaron con mayor viveza».

Abd al-Rahman viajaba de Oriente a Occidente, pero muchos años antes su madre había recorrido a la inversa aquellos mismos caminos, cuando fue hecha esclava por los árabes que guerreaban contra las tribus bereberes y llevada a un harén de Siria. Si una esclava, embarazada de su dueño, paría un hijo varón, ganaba automáticamente la libertad y recibía el título de umm wallad , «la madre del hijo», que le otorgaba una posición de privilegio en la casa. Sin ningún otro lugar donde seguir escondiéndose, Abd al-Rahman, el príncipe desterrado, encontró la hospitalidad de la tribu de donde fue arrancada su madre cuando la apresaron como botín de guerra. El azar, que tantas veces lo había salvado, lo llevaba a los mismos lugares que ella no volvió a ver. Llamaban Nafza a aquella tribu; su territorio estaba en las proximidades de Ceuta. Como Musa ibn Nusayr cuarenta años atrás, Abd al-Rahman vislumbraría al otro lado del mar las costas azuladas de España. Igual que a él le daría miedo navegar sobre los abismos del agua, pero aquella tierra cercana y al mismo tiempo casi invisible y desconocida ejercería una influencia hipnótica sobre su voluntad. Se le habían ido cerrando todos los caminos que dejaba tras él. Veteranos de la antigua invasión le contaban que había en aquel país valles tan fértiles y ciudades tan espléndidas como las de Siria. Él venía de Mesopotamia, donde las Escrituras situaban el Paraíso Terrenal: había llegado cerca de la tierra donde según los griegos estaba el Jardín de las Hespérides.

Pero sabía algo más, y era que desde hacía tiempo vivían afincados en al-Andalus muchos clientes árabes y sirios de la familia Omeya, a la que seguían debiéndole la inalterable fidelidad exigida por las leyes tribales. En el Islam de entonces el Estado era una ficción casi del todo abstracta, una insegura escenografía copiada de los rituales de Bizancio y de la Persia sasánida. Como en los primeros tiempos del desierto, los árabes difícilmente respetaban otra lealtad que la de los lazos de parentesco y clientela, en cuyo vigor habían fundamentado el triunfo de su religión y la conquista del mundo. Lo que une a los hombres no es la fidelidad a una dinastía de la que todos son súbditos, sino a los vínculos de su propia sangre y a los antepasados de los que heredan la memoria y el nombre. En su al-Muqaddima o «Introducción a la Historia Universal», Ibn Jaldún, en el siglo XIV, llamó asabiya a esta ciega solidaridad, y explicó que gracias a ella los árabes sojuzgaron a sus enemigos, y también que por culpa de ella nunca lograron establecer imperios duraderos. La fuerza unánime de una tribu y de sus aliados conquista el poder, y esa misma fuerza, incapaz de disolverse en una comunidad exterior a ella misma, se gasta irreparablemente en furiosas disputas con las otras tribus. La asabiya es al mismo tiempo la energía igualitaria y la ruina de los árabes y de todos los nómadas, y el empeño incesante y baldío de los emires omeyas de al-Andalus será durante casi tres siglos hacer que prevalezca la autoridad del Estado sobre la turbulenta confusión de los clanes.

Desde el final de la conquista, cuando el avance de los ejércitos musulmanes se hizo más lento y se detuvo del todo en la batalla de Poitiers, que señaló el punto más alto de su expansión hacia el Norte, al-Andalus había vivido una guerra perpetua entre árabes y bereberes e incluso entre las mismas tribus árabes que trasladaron intacto a la nueva provincia el odio que ya las dividía en Oriente. No había más tierras que ocupar ni más tesoros que repartirse como botín de guerra. Los bereberes, confinados en general a las regiones montañosas, se rebelaban contra los árabes, que habían acaparado el dominio sobre las ciudades y los valles. Los árabes qaisíes guerreaban contra los yemeníes, y un poco tiempo antes de que Abd al-Rahman desembarcara en Almuñécar los habían vencido en la batalla de la Saqunda, un descampado frente a las murallas de Córdoba donde años más tarde creció un famoso arrabal. Eran los qaisíes quienes sustentaban el poder del wali o gobernador de al-Andalus, Yusuf al-Fihrí. En cuanto a los clientes omeyas, unos quinientos guerreros de caballería que llegaron a la península hacía más de diez años para combatir una insurrección de bereberes, habitaban ahora extensas posesiones rurales en los distritos del sur, agrupados según sus tribus de origen y conservando su propia organización militar. Debían sus tierras a los gobernadores de al-Andalus, que se las habían confiado a cambio de su disposición para el combate, pero más poderosa y más sagrada que esa dependencia política era la asabiya que los mantenía unidos entre sí y el vínculo de lealtad que los aliaba a los omeyas, aunque el último califa de la dinastía hubiera muerto en una guerra perdida y su familia hubiera sido exterminada. Tal vez habían oído vagamente la historia del príncipe fugitivo que se salvó de la matanza: era posible que hubiera muerto, que siguiera oculto entre los nómadas, resignado para siempre al infortunio y a la oscuridad. Pero en junio del 754, el jefe de los clientes omeyas, Ubayd Allah ibn Utman, recibió la visita de un desconocido que había cruzado el mar para traerle una carta. Era Badr, el incansable emisario, el liberto de Abd al-Rahman, que seguía esperando en el norte de África, aunque ya había perdido, sin que sepamos por qué, la hospitalidad de la tribu de su madre, y vivía ahora con la de los Magila, preguntándose acaso, mientras esperaba, a dónde podría ir si también se le cerraban los caminos de al-Andalus.

Aguardó más de un año. Se desesperaría mirando la extensión del mar por donde vio alejarse la nave de su mensajero, imaginando que si Badr tardaba tanto en volver era porque también él había acabado por abandonarlo. Para la tribu con la que vivía era más un rehén que un huésped. Desconfiaban de su soledad y de su orgullo y temían que su presencia fuera maléfica y les trajera el castigo de quienes llevaban persiguiéndolo tantos años. La fiebre perpetua de la ambición y la desgracia le brillaría en la mirada como una señal que apartara de él a los otros hombres. Era rubio y muy alto, pero le faltaba un ojo, por culpa de aquella enfermedad de la vista que le obligaba a permanecer en penumbra. La cuenca vacía, el ojo solitario y abierto, darían una expresión intranquilizadora a la juventud de su rostro. Aún no había cumplido veintiséis años.

Una tarde de principios de agosto, cuando habían pasado trece meses desde que Badr se marchó, Abd al-Rahman vio una nave que se acercaba a la costa. Incrédulo todavía, acostumbrado al desengaño, distinguió en la proa la cara de su liberto y oyó su voz que lo llamaba. Antes de que la quilla hendiera la arena, Badr se arrojó al agua y corrió a contarle las buenas nuevas que traía: los clientes omeyas estaban dispuestos a combatir en su favor, y también los árabes yemeníes; era preciso embarcarse de nuevo para llegar cuanto antes a la otra orilla del mar. Badr había venido con doce hombres y con una bolsa que contenía quinientas monedas de oro. Parte de ellas hubo que gastarlas en el rescate que exigían los rapaces Magila a cambio de la libertad del príncipe. Cuando la barca se hizo a la mar, un miembro de la tribu nadó hacia ella pidiendo a gritos más dinero, con desvergüenza de mendigo, porque había tocado a poco en el reparto. Queriendo izarse, puso las manos en la borda, y uno de los hombres de Badr se las cortó de un tajo. Era el 14 de agosto del año 755. Unas horas después, ya de noche, Abd al-Rahman ibn Muawiya al-Dajil -«El Servidor del Misericordioso, el hijo de Muawiya, el Inmigrado»- desembarcaba en la pedregosa playa de Almuñécar.

Pero Córdoba todavía estaba muy lejos y él no era más que el último nombre de una genealogía abolida, un extranjero sin raíces, un príncipe sin fortuna ni reino. El país al que llegó, asolado por cinco años de sequía y de hambre, era una tierra fronteriza en la que se sucedían sin tregua rebeliones de bereberes, de clanes árabes, de tribus vernáculas encastilladas en los desfiladeros del norte que luchaban contra los musulmanes igual que habían peleado durante siglos contra los romanos y los visigodos. Cuando Abd al-Rahman llegó a al-Andalus, el ejército del gobernador Yusuf al-Fihrí acababa de sufrir un gran descalabro en su lucha contra los vascones. Comparado con ellos, el príncipe omeya todavía no era un peligro, pero Yusuf, que se enteró de su aparición mientras viajaba hacia el norte con tropas de refresco, abandonó la ofensiva y volvió velozmente a Córdoba, procurando averiguar dónde estaba y a quiénes tenía a su lado. Abd al-Rahman, acogido por los sirios leales a su familia, se había establecido en el castillo de Torrox, cerca de Loja, en lo que era entonces la provincia de Ilbira. Aunque él no hiciera nada, aunque no se supiera aún por qué había venido a al-Andalus, su sola presencia era una amenaza. Los soldados del gobernador desertaban para pasarse a sus filas. Las lluvias del otoño, que convertían el polvo de los caminos en un lodo intransitable, obligaban a Yusuf y al príncipe desterrado a una inmovilidad idéntica. En esos tiempos la guerra es una tarea estacional, como la siembra o la recolección. Las expediciones se preparan entre febrero y abril, y las batallas, como las cosechas, tienden a ocurrir en verano. Recluido en el alcázar de Córdoba, Yusuf dedica el invierno a tantear los propósitos de su indudable enemigo. Le envía mensajeros, le ofrece tierras y dignidades y hasta la mano de sus hijas, lo invita a viajar a la capital. Pero Abd al-Rahman había perdido demasiadas cosas para resignarse a no poseerlo todo. En marzo del 756 emprende su lenta marcha hacia Córdoba seguido por un ejército de sirios, yemeníes y bereberes. En la mezquita de Archidona los sirios del Jordán lo proclaman emir. Cuando entra en Sevilla lo reciben clamorosamente, como a un rey largo tiempo esperado, y la multitud le rinde homenaje en las calles. Abd al-Rahman ha cruzado el mundo y ha conocido el miedo, el hambre y la desesperación para repetir el destino de sus antepasados.

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