VII. EL MÉDICO DEL CALIFA
Tal vez sea cierto, como creían los árabes, que los nombres auguran el destino, y que el número tres expresa ciclos cerrados en el tiempo y en las generaciones. En cada uno de los tres siglos que reinó sobre al-Andalus la dinastía omeya hubo un emir que se llamó Abd al-Rahman. En el siglo VIII, segundo de la hégira, Abd al-Rahman el Inmigrado, el fundador, el proscrito; en el IX, Abd al-Rahman ibn al-Hakam, que edificó un estado tan cuidadosamente como coleccionaba sus placeres y sus libros; en el siglo X, el último y el más resplandeciente de la gloria de Córdoba, Abd al-Rahman al-Nasir lidin-Allah, el siervo del Misericordioso, el que combate victoriosamente por la religión de Dios . Más lacónicos, los cronistas cristianos le llaman Abd al-Rahman III. Para los musulmanes es, por antonomasia, al-Nasir , el vencedor. Cada uno de estos tres hombres que se llamaron igual y que compartieron a lo largo de doscientos años las mismas lealtades de la sangre restableció el poderío de al-Andalus en el filo mismo de su destrucción. El primero encontró una provincia deshecha por la guerra civil. El segundo, un reino aterrorizado por la crueldad de su padre al-Hakam, aquel que ordenó el exterminio de los rabadíes de Córdoba. El tercer Abd al-Rahman, que subió al trono el año 912, había heredado el poder vacilante de su abuelo Abd Allah, a quien también le debía la circunstancia de haber nacido huérfano, pues el viejo emir no tuvo escrúpulo en ordenar el asesinato de uno de sus propios hijos, Muhammad, padre de su nieto y sucesor. Con el tiempo, tampoco al-Nasir rehusó el parricidio: un hijo suyo, por conspirar contra él, fue decapitado en su presencia. Pero eso ocurrió cuando ya no era emir, sino califa de Occidente, y vivía como un minotauro viejo y huraño en el centro del laberinto que construyó para sí y tal vez para la memoria de su concubina que se llamaba Azahar: la ciudad palacio de Madinat al-Zahra, que tenía quince mil puertas y cuatro mil trescientas trece columnas, y sobre cuyo arco de entrada dicen que había una estatua de mujer.
Tenía el pelo rubio, pero se lo tintaba de negro, y los ojos de un azul oscuro. Su piel era muy blanca, y su rostro atractivo, pero sentado a caballo parecía más gallardo que cuando estaba de pie, porque su torso era muy fornido y sus piernas muy cortas, como las de casi todos los omeyas andaluces, de manera que los estribos de oro apenas sobresalían un palmo del vientre de su cabalgadura. Su madre era una esclava franca o vascona; su abuela paterna, una princesa navarra, doña Tota. Tuvo once hijos y dieciséis hijas. Doblegó con la misma inapelable fiereza a los cristianos de los reinos del norte y a los rebeldes árabes o muladíes de al-Andalus, y no permitió que nadie hiciera sombra a su poder, pero también fue el más tolerante de los monarcas omeyas, y estuvo a punto de nombrar gran cadí de Córdoba a un mozárabe, propósito del que se desdijo para no irritar a los alfaquíes rigoristas, guardianes de una ortodoxia que a él le era casi del todo indiferente. Se trató de igual a igual con los emperadores de Bizancio y de Germania y extendió su autoridad hacia el norte de África. Una crónica anónima cuenta sus hazañas con la austeridad de las inscripciones funerales romanas: «Conquistó España ciudad por ciudad, exterminó a sus defensores y los humilló, destruyó sus castillos, impuso pesados tributos a los que dejó con vida y los abatió terriblemente por medio de crueles gobernadores hasta que todas las comarcas entraron en su obediencia y se le sometieron todos los rebeldes». Reinó durante cincuenta años, seis meses y dos días sobre un país que nunca volvería a ser tan poderoso y tan fértil, y vivió obsesionado por la voluntad de dejar tras de sí un estado invencible y un palacio que mantuviera en las generaciones futuras la memoria de su nombre: «Cuando los reyes quieren que se hable en la posteridad de sus altos designios -escribió-, ha de ser con la lengua de las edificaciones. ¿No ves cómo han permanecido las pirámides y a cuántos reyes los borraron las vicisitudes de los tiempos?»
Nunca pudo imaginar que esas vicisitudes a las que tanto temía iban a arrasar su obra entera, su palacio y su estado, en menos de medio siglo. Murió a los setenta y tres años: no había cumplido veintitrés cuando sucedió a su abuelo. Nos dicen que tuvo una adolescencia silenciosa y más bien gris, dedicada al estudio, y que el emir Abd Allah lo había preferido siempre a sus propios hijos. En el emirato omeya la primogenitura no implicaba el derecho a la sucesión, y la abundancia de esposas y concubinas -cuyos hijos, al serlo del cabeza de familia, eran todos igualmente legítimos- volvía particularmente confusa la elección de un heredero y fomentaba los rencores y las conspiraciones, de modo que los emires, para curarse en salud, tendían a mantener apartados del palacio a sus hijos. Los de Abd Allah vivían en lujosas almunias de las afueras de Córdoba, y sólo Abd al-Rahman compartía la difícil intimidad del emir, aunque seguramente no ignoraba que aquel anciano afectuoso que le había regalado su anillo al nombrarlo sucesor era el mismo que ordenó veinte años atrás el asesinato de su padre. Los imaginamos a los dos sordamente unidos por el recelo y la culpa: Abd Allah espiando en su nieto los rasgos sobrevividos del hijo al que mató; Abd al-Rahman, temiendo siempre sucumbir al mismo destino que su padre, desconfiando de la predilección del emir, que fácilmente habría podido convertirse en odio.
Su incontenible arrojo y su ambición, que lo impulsaron a guerrear sin tregua durante diecinueve años para restaurar la unidad del reino y la soberanía de la corona y a desafiar al sacro imperio romano y al califato de Oriente, tal vez no fueron sino la laboriosa máscara del miedo. Tenía miedo de morir, de ser traicionado o vencido, de que la posteridad lo olvidase. Sus antepasados, que habían gobernado en rebeldía contra los califas de Bagdad, no se atrevieron sin embargo a darse a sí mismos otro título que el de emires. Sólo él, al-Nasir, en un gesto de meditada soberbia, se proclamó califa y príncipe de los creyentes -Amir al-Muminin , de donde viene la estupenda palabra española miramamolín -, consumando así la sedición de su lejano antecesor Abd al-Rahman I y restableciendo, tantos años después de la matanza de Abu Futrus y de la usurpación de los abbasíes, la legitimidad de la familia omeya.
Construyó un alminar para la mezquita de Córdoba y una ciudad más hermosa que ninguna otra en el mundo. Quería que su ciudad surgiera de la nada, como Bagdad, crecida en el desierto, y que existiera sólo gracias a su propio designio. Quería que se pareciera a las ciudades imaginarias de los árabes, a Iram, la ciudad de las columnas, de la que dice el Corán que fue creada como ninguna otra en el mundo, y en la que habitó el pueblo primitivo y tal vez mitológico de Ad, de cuyo linaje provenía la reina de Saba. Nadie vio nunca esa ciudad, pero la descripción que hace de ella el geógrafo Abu Hamid al-Garnatí nos recuerda poderosamente el empeño descomunal de al-Nasir en levantar Madinat al-Zahra: mil príncipes de los gigantes buscaron en el Yemen una tierra amplia, de muchas fuentes y buen clima, y construyeron con ladrillos de color rojo un muro de quinientos codos de alto, para lo cual agotaron las minas de toda la tierra y los tesoros más escondidos. Luego hicieron en su interior trescientos mil palacios y en cada uno de ellos había mil columnas de esmeraldas y jacintos, «y sobre cada columna se extendieron losas de oro y plata sobre las que levantaron alcázares de oro con habitaciones de oro y con incrustaciones de jacintos y aljófares, y en el camino de la ciudad pusieron ríos de oro cuyos guijarros eran jacintos y esmeraldas, y a las orillas de los ríos pusieron árboles cuyas ramas eran de oro y sus hojas y frutos eran diversas clases de esmeraldas, jacintos y perlas». Los príncipes de los gigantes tardaron quinientos años en terminar la ciudad, y luego «marcharon hacia todos los confines del mundo en busca de tapices, alfombras, colchas de seda, vasijas, fuentes, lámparas, marmitas, mesas, jarras, cántaros y toda clase de utensilios de oro, y luego llevaron comidas, bebidas, dulces, perfumes, velas, incienso, áloe, ámbar y alcanfor…». Abu Hamid, que seguramente visitó Madinat al-Zahra, escribió su Libro de las maravillas a finales del siglo XI. En el XVI, los moriscos españoles seguían recordando imaginariamente la ciudad de Ad, ahora con el dolor de ser extranjeros en la misma tierra en la que habían nacido: «Fabricóse muy altos sus muros y resplandiaban y cercábanla ríos muy deleitosos y vergeles y arboledas, la cual alcázar está edificado encrucijado de muchos caminos y carreras, dellas que van la vía del Yemen y otras dellas la vía de Siria…».
Ad, rey de los gigantes, había dicho: «Yo haré en la tierra una ciudad semejante a la del Paraíso». Probablemente Abd al-Rahman sintió el mismo deseo temerario y blasfemo, y ya no nos importa que su ciudad haya existido y la otra no, porque las dos se han vuelto tan ilusorias como los reyes que las fundaron, y no hay diferencias notables entre las crónicas de los geógrafos que conocieron Madinat al-Zahra y las lujosas mentiras de los que nos describen los palacios de Ad. Ambos gastaron tesoros inconcebibles en la construcción de sus ciudades. Ad tardó quinientos años en terminar la suya: Abd al-Rahman, su vida entera. Diariamente se empleaban en la obra seis mil sillares de piedra labrada, transportados por mil cuatrocientos mulos y cuatrocientos camellos. Mil cien cargas de limo y yeso se gastaban cada tres días en las obras. De las cuatro mil trescientas dieciséis columnas que hubo en la ciudad, algunas vinieron de Roma, dice Ibn Hayyan, diecinueve del país de los francos, ciento cuarenta fueron ofrecidas por el emperador de Constantinopla, ciento trece, la mayor parte de mármol rosa o verde, llegaron de Cartago, de Túnez, de Sfax y de otras antiguas ciudades devastadas de África. Pero el mayor número de ellas provenían de las canteras de al-Andalus: las de mármol blanco de Tarragona y Almería, las de mármol rayado de Málaga: por cada bloque que llegaba a Córdoba pagaba el califa diez dinares de oro, y trescientos mil gastó durante cada uno de los veinticinco años que vivió desde la fundación de la ciudad. Tenía prisa por verla terminada, lo desesperaban la impaciencia y el miedo de morir sin ver su obra concluida, porque hubiera querido que el trabajo de los arquitectos y los albañiles avanzara tan velozmente como los espejismos de su imaginación. El año 936, cuando los astrólogos hubieron determinado el día y la hora exacta que serían propicios, se enterró la primera piedra en la primera zanja de la nueva ciudad. Apenas seis años más tarde la corte ya se había trasladado a ella. La mezquita de Madinat al-Zahra se concluyó en cuarenta y ocho días, «porque al-Nasir tuvo continuamente empleados en ella a mil hombres hábiles, de los que trescientos eran albañiles, doscientos carpinteros y los demás enladrilladores y mecánicos de varias clases». Tenía cinco naves y un soberbio alminar, y un patio pavimentado de mármol de color de vino en cuyo centro había un manantial de agua helada.