II. HOMBRES VENIDOS DE LA TIERRA O DEL CIELO
A principios de octubre del año 711 un escuadrón de jinetes musulmanes se acercaba a Córdoba, viniendo desde el sur. Acamparon frente a las murallas de la ciudad, al otro lado del río, en un bosque de alerces. Gastado por la furia de las inundaciones y por varios siglos de abandono, el poderoso puente que habían tendido los ingenieros romanos sobre el cauce del Guadalquivir estaba en ruinas, pero eso no sería un obstáculo para los invasores, porque el río, en los primeros días de otoño, llevaba poca agua y podía vadearse con facilidad. El gobernador visigodo de Córdoba, que contaba con una escasa guarnición de cuatrocientos soldados, sabía que esos jinetes se acercaban mucho antes de que los centinelas los avistaran en la lejanía de la llanura. De boca en boca habían llegado a la ciudad a lo largo de aquel verano espantosas noticias sobre la batalla perdida a mediados de julio por el ejército del rey Rodrigo en las marismas del Guadalete o Wadi-Lakka . Soldados fugitivos y casuales viajeros vendrían a la ciudad contando historias que exageraba el miedo, describiendo con pavor a esos guerreros de piel oscura y extrañas ropas y armas que habían desembarcado en abril junto a la roca desnuda de Gibraltar, en un paraje al que los mismos árabes llamaron después al-Yazirat al-Jadra: la isla verde, Algeciras. Su número era tan inconcebible como su crueldad y su audacia. Cinco siglos después, la Crónica General de Alfonso el Sabio guarda la memoria o la mitología de aquel espanto que sobrecogió en el otoño del 711 a los habitantes de Córdoba: «Los moros de la hueste todos vestidos de sirgo et de los paños de color que ganaran, las riendas de los sus caballos tales eran como de fuego, las sus caras dellos negras como la pez, el más fermoso dellos era negro como la olla, assí lucíen sus ojos como candelas; el su caballo dellos ligero como leopardo e el su caballero mucho más cruel et más dañoso que es el lobo en la grey de las ovejas en la noche».
Contaban que los moros mataban a los hombres, quemaban las ciudades y talaban los árboles y las viñas y todo lo verde que encontraban. Pero aquellos setecientos jinetes que llegaron a Córdoba no hicieron nada más que levantar sus tiendas en la orilla izquierda del río y vigilar desde la distancia los muros de la ciudad, como si esperaran algo o supieran que su sola presencia gangrenaba de miedo a los guardianes que los miraban desde las torres y espiaban de noche los fuegos de su campamento, la extraña salmodia de los muecines llamando a la oración. Entre ellos había muy pocos árabes. La mayor parte eran nómadas bereberes, convertidos no hacía mucho tiempo al Islam y animados por la esperanza del botín y por la certidumbre de ganar el Paraíso si morían en la guerra santa. Había también unos pocos libertos y cristianos renegados, como el jefe de la expedición, que se llamaba Mugit y llevaba el apodo de al-Rumí , el Romano. Los árabes llamaban rum o rumí a los antiguos súbditos europeos de Roma y a los bizantinos. El Mediterráneo, para ellos, era el mar de los Rum, y con ese mismo nombre calificaron luego a los cristianos del norte de España.
Al cabo de unos días en los que nada sucedió, emisarios a caballo cruzaron el lecho del Guadalquivir y ofrecieron una ventajosa capitulación a los habitantes de Córdoba. Tal vez se sirvieron de intérpretes judíos para entenderse con el gobernador, que prefirió resistir. En los últimos años las severas proscripciones de los concilios visigodos habían empujado a muchos judíos a huir al norte de África: si no abjuraban de su religión se les reducía a la esclavitud, se confiscaban sus bienes, les quitaban a sus hijos cuando cumplían los siete años para educarlos en la fe católica. Las crónicas y las leyendas sobre la conquista musulmana de España sugieren siempre una médula de traición para explicar el desastre: traición de los judíos, del conde Julián, de los nobles y obispos hostiles al rey Rodrigo. También por culpa de la traición y no de la falta de bravura nos dicen que fue tomada Córdoba. Los mensajeros de Mugit vuelven a su campamento y los soldados visigodos se disponen a la batalla, que ahora calculan inminente, pero tampoco ese día ocurre nada, sólo una amenazante quietud que durará hasta la noche. Imaginamos, en el interior de las murallas, una ciudad silenciosa, tibia en las primeras tardes del otoño, desierta por el miedo.
Un pastor ha indicado a los musulmanes que hay un punto débil en la fortificación, una brecha por la que podrán entrar con sigilo en Córdoba cuando se haga de noche. Incluso en la oscuridad les será fácil orientarse: bajo el trecho arruinado de la muralla por donde deben entrar crece una higuera. El pastor les dice que no encontrarán mucha resistencia: hay muy pocos soldados, y toda la gente principal ha huido a Toledo. La noche, muy oscura, se cierra en lluvia y granizo, las hogueras de las torres se apagan y los centinelas se cobijan en el interior de las almenas. Los hombres de Mugit van cruzando el río en silencio y uno de ellos, trepando por la higuera, logra subir a la hendidura en la muralla. Se quita el turbante y lo tiende a los que vienen tras él para que lo usen de escala. Degollaron a los centinelas de la puerta del puente y abrieron los cerrojos, dando paso a la caballería que esperaba frente a ella, avanzaron por calles oscuras en las que debió de sorprenderles que no hubiera nadie. El gobernador y los suyos se replegaron a una iglesia muy bien fortificada, la de San Acisclo, dejando la ciudad entera en manos de los invasores. Resistieron en ella durante tres meses, porque en el interior de la iglesia había un manantial subterráneo. En una de las escaramuzas, los defensores capturaron a un soldado de Mugit que era negro, circunstancia que los maravilló, pues nunca habían visto antes a un hombre de ese color, y suponían que estaba teñido. Lo lavaron con agua hirviendo y piedra pómez hasta hacerlo sangrar, y sólo entonces se convencieron de que su piel verdaderamente era negra. Pero el cautivo se les escapó, y pudo explicarle a Mugit de dónde procedía el venero de agua. Lo cegaron, y la resistencia ya fue imposible. Los musulmanes incendiaron la iglesia de San Acisclo y todos sus defensores murieron abrasados. Nos dicen que mucho después seguían llamándola iglesia de la hoguera o de los cautivos.
«Los santuarios fueron destroídos -cuenta la Crónica Genera l-, las iglesias quebrantadas, los logares que loaban a Dios con alegría, esora le denostaban il maltraíen, las cruces et los altares echaron de las iglesias, la crisma et los libros et las cosas que eran por honra de la cristiandat todo fue esparcido y echado a mala part, las fiestas et las solemnias, todas fueron oblidadas, la honra de los santos et la beldad de la eglesia toda fue tornada en laideza et villanía, las eglesias et las torres o solíen loar a Dios es ora confessaban en ellas llamaban a Mohamat, las vestimentas et los calces et los otros vasos de los santuarios eran tornados en uso del mal et enlixados de los descreídos…».
Para lamentar la pérdida de España e incitar a la guerra contra los infieles, el cronista del siglo XIII adopta el tono de elegía de un pasaje bíblico. La invasión aparece ante nosotros como un cataclismo que asola el mundo con la furia de un apocalipsis, pero es probable que en la Córdoba recién conquistada por los jinetes de Mugit casi nadie tuviera ese sentimiento, inventado luego por la literatura. Salvo el gobernador y sus hombres, los cordobeses no habían resistido, de modo que las condiciones de la rendición no debieron de ser particularmente severas. Por un documento algo posterior conocemos las capitulaciones acordadas entre Abd al-Aziz, hijo de Musa, el jefe supremo de la invasión, y el príncipe visigodo Teodomiro o Tudmir, señor de la región de Murcia. Tudmir, según el pacto firmado ceremoniosamente ante testigos, adquiere la protección de Dios y del Profeta, y se le garantiza que no será destituido de su soberanía y que en nada se alterará su posición ni la de sus súbditos: «No serán reducidos a cautiverio ni separados de sus mujeres e hijos. No serán muertos. No serán quemadas sus iglesias ni despojadas de sus objetos de lujo. No se les obligará a renunciar a su religión…».
El fuego de los incendios y el estrépito de las armas y de los tambores de guerra quedan de pronto cancelados por las tranquilas palabras de un acuerdo firmado por hombres que hablan idiomas distintos y que tal vez se miran el uno al otro como seres exóticos: Tudmir, el godo, del que dicen que combatió junto al rey en el río Barbate, y Abd al-Aziz, cuya vida futura va a ser tan breve como singular: parece que se casó con la viuda de don Rodrigo, Egilona, formando el primer matrimonio mixto de musulmán y cristiana del que tenemos noticia después de la invasión, y fue también víctima del primer asesinato político ocurrido en al-Andalus: lo apuñalaron en Sevilla, mientras se inclinaba para orar. La Córdoba destruida y aterrorizada por los guerreros enemigos también puede ser una ciudad apacible en la que casi nada ha cambiado desde aquella noche en que las gentes bien escondidas en sus casas oyeron los gritos de los guardianes que morían y supieron que los recién llegados iban a ser los nuevos señores de la tierra. En Écija, algunas semanas antes, una muchedumbre de judíos y de siervos y esclavos rebeldes se habían sumado con entusiasmo al ejército invasor, menos odioso para ellos que los soeces terratenientes godos y los príncipes de la Iglesia. Es verdad, como dicen las crónicas cristianas, que el mundo estaba siendo conmovido hasta sus cimientos, pero puede que muy pocos hombres lo notaran, o que les llegase a importar: habían sufrido la escasez, las epidemias, la tiranía y el pillaje de los poderosos, los habían visto corromperse y exterminarse entre ellos, y los nombres de esos reyes y prelados y hasta sus dignidades y sus rostros sin duda no les eran menos lejanos que los de nuevos invasores. En Córdoba, Mugit al-Rumí ocupó el mismo palacio donde vivió Rodrigo cuando era gobernador de la Bética: tras una breve conmoción, la ciudad recobraría su apariencia de siempre, y al cabo de algún tiempo los guerreros la abandonaron para continuar su viaje hacia el norte, llevando ahora consigo un pesado botín. Como ya era su costumbre, confiaron a los judíos la administración de la ciudad y dejaron en ella una pequeña guarnición, porque no es seguro que tuvieran el propósito firme de enraizarse en el país.
Para nosotros, la Córdoba de aquellos años está casi completamente sumergida en el desconocimiento, como las ciudades sepultadas por el mar o bajo las cenizas de una erupción volcánica. Las excavaciones de los arqueólogos revelan que entre el nivel del suelo de la ciudad romana y el de la visigoda hay una capa de ruinas que en algunos lugares tiene un espesor de seis metros: piedras y mármoles deshechos, calcinados, ennegrecidos por el humo de los incendios, como en la Troya que exhumó Schliemann. Pero de los desastres que sufrió Córdoba durante la edad oscura que vino tras la caída del dominio de Roma no han quedado más testimonios que los escombros enterrados. La asolaron las incursiones de los vándalos, las guerras entre los visigodos y los bizantinos, se fue hundiendo despacio, como cualquier otra ciudad del imperio, en una larga decadencia que duraría cinco siglos. La Hispania romana, en la que habían vivido más de cuatro millones de personas, albergaba a poco más de dos millones cuando llegaron los árabes. Las ciudades se habían despoblado, y ya no eran seguros los caminos ni prosperaba el comercio. Las crónicas hablaban de un mundo sometido al ocaso y ahogado en la pobreza, de siervos y esclavos que huyen de la sujeción a la tierra y forman hordas de vagabundos dedicados al saqueo, de padres que matan a sus hijos para librarlos del horror de vivir. La peste, la sequía y el hambre vinieron antes que los árabes y fueron mucho más exterminadores que ellos. Los metales preciosos no fluían de mano en mano en las monedas: los reyes y los clérigos guardaban tesoros solemnes que alimentaban la imaginación y la codicia. En Toledo, Musa ibn Nusayr encontró la mesa del rey Salomón, que era de oro macizo con incrustaciones de esmeraldas, o toda ella de una sola pieza de esmeralda, según otros autores, y veinticuatro coronas de oro correspondientes a cada uno de los reyes visigodos, y veintidós libros cuya encuadernación estaba incrustada de pedrería. Algunos contenían textos bíblicos; había uno, chapado en plata, que trataba de las propiedades de las piedras, de los árboles y de los animales, y en el que había dibujados extraños talismanes, y otro que era un tratado de alquimia en que se explicaba la fórmula para fabricar jacintos.