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Bajo las hermosas mentiras de la imaginación apenas hay nada. Sólo sabemos que en aquellos días Córdoba no era más que una sombra de su propio pasado en la que aún se mantenían en pie vastos edificios que nadie recordaba cuándo o por quién fueron levantados. «Basílicas, templos, anfiteatros sin destino -escribe Leopoldo Torres Balbás-, medio ocultos entre los escombros, surgirían como enormes fantasmas de ladrillo y de dura argamasa. Despojados de sus revestidos de piedra y mármol, dominan plazas y foros solitarios y calles yermas, últimos testigos aún enhiestos de una espléndida civilización urbana. Sobre sus escombros y con los materiales procedentes de ellos se levantarían pobres viviendas parásitas, incrustadas entre los restos de sus pórticos y de los grandes edificios abandonados». En Córdoba, a mediados del siglo VII -cuenta un escritor musulmán-, un cazador de altanería ha perdido su halcón y al ir a buscarlo se adentra sin darse cuenta en un bosque donde no ha estado nunca. Entre los árboles y la maleza descubre con sorpresa las ruinas de un palacio romano, oculto y desconocido, en el mismo interior de la ciudad. Tiempo después, el palacio será reconstruido y servirá de alojamiento al gobernador de la Bética, el duque Rodrigo, que aún no sabe que llegará a ser rey y que su nombre perdurará en las generaciones futuras no a causa de su heroicidad ni de su gloria, sino del recuerdo de su infamia.

El nombre de Rodrigo o Rodericus designa a un desconocido, igual que al decir Córdoba estamos designando a una ciudad inexistente. No sabemos cómo era su cara ni dónde murió. Cuando los guerreros del Islam desembarcaron en la costa de Algeciras, hacia finales de abril del 711, Rodrigo andaba por las tierras del norte intentando sofocar una revuelta de los vascones. En el poco tiempo que había pasado desde que lo eligieron rey no había conocido ni una hora de sosiego. Los hijos del difunto rey Witiza conspiraban contra él y le disputaban la corona. Los pastores salvajes de las montañas de Vasconia se habían alzado contra su dominio. Y hasta aquella región tan nublada y hostil que parecía extranjera llegaron emisarios del sur para avisarle de una invasión de hombres que venían del otro lado del mar.

En Córdoba reunió un ejército de cien mil soldados: exagerando el número de sus enemigos, los cronistas musulmanes agrandan la victoria de los dieciocho mil guerreros de Tariq ibn Ziyad, el general bereber que dirigió la expedición y que antes de la batalla del río Guadalete dicen que mandó quemar las naves que los habían traído del norte de África, para que no les quedara a los suyos ninguna posibilidad de huir. Ocho siglos después, en México, Hernán Cortés, que era gran lector de cronicones fantásticos y libros de caballería, imitará esta decisión insensata y heroica, aunque es posible que en ambos casos la Historia nos haya legado una mentira: para contarla nos basta su categoría de símbolo, la bravura simétrica de los dos soldados invasores. Tariq y Cortés se disponen a la batalla dando la espalda a la orilla del mar, donde arden las naves que los trajeron a un país desconocido. Cortés buscaba las maravillas de El Dorado, los reinos imaginarios de Amadís de Gaula; Tariq, una tierra de la que le habían dicho que era «fértil y bella como Siria, templada y dulce como el Yemen, abundante como la India en aromas y flores, parecida al Hiyaz en sus frutos, al Catay en los metales preciosos, a Adén en la fertilidad de sus costas». Una descripción del siglo XIII, recogida por Ibn al-Sabbat, atestigua la misma sensación de paraíso: «Posee al-Andalus un suelo generoso y bien abastecido de aguas. Es muy elevado el número de sus ríos y exiguo el de alimañas ponzoñosas. Su clima es moderado… Los recursos naturales son inagotables y sus frutos no tienen barbecho». Para llegar a esta tierra de promisión, Tariq y sus guerreros habían cruzado el estrecho en barcas de cabotaje, venciendo el miedo al mar de los primeros musulmanes. «Es un ser inmenso que lleva sobre su lomo a seres endebles, gusanos hacinados sobre trozos de madera», había escrito en una carta al califa Omar, uno de los generales que conquistaron Egipto. Y dicen que el califa al-Walid, cuando supo que Musa ibn Nusayr, el gobernador del norte de África, planeaba el paso a la península desde la costa de Tánger, intentó disuadirlo con esta advertencia: «¡Guárdate de exponer a los musulmanes a los peligros de una mar furiosa por sus violentas tempestades!».

Pero Dios les había prometido en el Corán el dominio de Oriente y de Occidente, y esa tierra azulada que vislumbraban al otro lado del mar era el último extremo del mundo y debía ser conquistada. Cuenta Ibn Habib que Musa ibn Nusayr -el moro Muza de nuestro romancero- no sólo era un militar siempre movido por la ambición y el arrojo, sino también un reputado astrólogo que había soñado o leído en los astros que su destino era conquistar Hispania. Una voz le dijo en sueños que había en alguna parte un viejo que le diría el nombre de aquel de sus generales a quien debía mandar a la cabeza del ejército. Encargó a uno de ellos, su liberto Tariq, que buscara a ese anciano de su sueño. Cuando Tariq lo encontró y le preguntó quién estaba predestinado a dirigir la invasión, el viejo se lo quedó mirando y le contestó: «Tú y un pueblo de tu misma fe. Llegarás a una colina oscura y al este habrá una región pantanosa y una figura que representa a un toro…». Junto a la roca de Gibraltar, en los pantanos de Algeciras, desembarcaron las tropas de Tariq. Hacían rápidas incursiones hacia el interior y esperaban la llegada de un ejército de enemigos que suponían innumerable. Gentes que los vieron irrumpir en aquellas marismas contaron la mala nueva de su advenimiento. «Señor -dice una carta apócrifa dirigida a Rodrigo-, aquí han venido hombres enemigos de la parte de África, que por sus rostros y trajes no sé si parecen llegados del cielo o de la tierra". Hombres a caballo, con vestiduras de colores vivos, con turbantes y barbas y altas banderas rígidas en las que hay bordados versículos del Corán. Así los vemos en la ilustración de un manuscrito del siglo XII: algunos de ellos hacen sonar largas trompetas, a los cristianos vencidos les recordarían las del Apocalipsis, y hay uno, montado sobre un mulo, que golpea simultáneamente dos tambores.

Las crónicas nos hacen imaginar que la invasión y la conquista sucedieron con la velocidad de una cabalgata fulminante. Nuestro sentido del tiempo no tiene nada que ver con el de aquellos hombres: lo que nos desconcierta, si comprobamos las fechas, es la extraña lentitud de todo. A mediados de abril desembarca el ejército musulmán; aproximadamente tres meses después tiene lugar la batalla del río Guadalete, y pasará todo el verano hasta que los jinetes de Mugit, separándose del grueso de la expedición, lleguen a Córdoba. Los personajes de nuestro pasado o de nuestra ficción cruzan un tiempo más denso y enrarecido que el que nosotros habitamos, con esperas lentísimas, con dilaciones baldías que dan a los acontecimientos un pesado aire de inmovilidad. Yuxtaponemos actos muy lejanos entre sí para que se nos haga inteligible el devenir de aquellas vidas, igual que el novelista elige y ordena a su placer algunos indicios singulares para imitar la sucesión sin fisuras del tiempo. Antes de avanzar, Tariq espera refuerzos del norte de África. Mientras tanto, en su alcázar de Córdoba, un solitario rey que no puede confiar en nadie lee las cartas de los mensajeros y procura organizar un ejército del que nos dicen todos los autores que mucho antes de comenzar la batalla estaba destinado al fracaso. «El exército era compuesto de toda broza -escribe el padre Mariana- y como gente allegadiza y poco exercitada ni tenían fuerza en los cuerpos ni valor en sus ánimos: los escuadrones mal formados, las armas tomadas de orín, los caballos o flacos o regalados, no acostumbrados a sufrir el polvo, el calor, las tempestades». Para los cronistas de los siglos futuros, Rodrigo es un rey culpable de soberbia y lujuria, y su culpa, como la de Edipo, trae consigo un adelanto del Juicio Universal. La peste que diezma a los habitantes de Tebas se convierte en España en la catástrofe de la invasión musulmana. Los árabes son los ejecutores del castigo de un Dios que no conoce la misericordia. Algunas veces la Crónica General se parece al relato de una epidemia: «Los cuerpos muertos a cada paso se hallaban tendidos por las calles y caminos, y no se oía por todas partes sino llanto y gemidos». Igual que Edipo, Rodrigo se niega a reconocer su delito y a aceptar los presagios, porque también a él lo pierde la voluntad de saber y la indiferencia a los augurios: «Pidió le dieran agua para beber e se la dieron e cuando la tomó en la mano se tornara en sangre». Tuvo sueños amenazadores y no hizo caso de ellos, supo que se habían visto en el cielo cometas que dejaban un largo rastro del color de la sangre y rayos que caían en las mañanas serenas. Se oyeron ladridos de perros, silbidos de serpientes, gritos de los difuntos aterrorizados en sus sepulturas. Temblaba la tierra, y en la oscuridad de la noche se escuchaba un estrépito de armas manejadas por sombras. Los árabes son la peste y las siete plagas de Egipto y el fuego de azufre que destruyó las ciudades de la Llanura. A Rodrigo sólo se le concederá un poco de piedad cuando ya esté vencido: «Se despeñó a sí mismo y a su reyno en su perdición como persona estragada por los vicios y desamparada de Dios».

Su primera perdición fue el deseo, que es siempre deseo de saber. Según la crónica del moro Rasis, «non cuidaba más que de folgar e aver vicio». Florinda, la hija del conde Julián, que algunos dicen que era el exarca bizantino de Ceuta, estaba bañándose con las piernas desnudas en un ribazo del Tajo cuando el rey la vio amparado tras una celosía. En una variante del romance viejo que cuenta la historia, Florinda invita a sus doncellas a medirse las piernas «con un listón amarillo», para saber cuál de todas las tiene más hermosas, «e tanto fatigado se vio el rey de su desseo que la forzó mal de su grado e la tuvo por su amiga». Poseída violentamente por Rodrigo, la hija de Julián escribe a su padre y éste trama la desaforada venganza de vender España a los árabes. La llamarán la Cava, la ramera, y a ella también le corresponderá una parte de la culpa, igual que a Eva, madre y sacrificadora de todo el género humano.

Pero Rodrigo también se perdió por haberse atrevido a mirar cosas que estaban prohibidas. Edipo interrogó a la Esfinge, y el orgullo de su victoria sobre ella -de la razón frente al mito- fue el preludio de su soberanía y de su desgracia. Los dioses ciegan a quienes quieren perder. En Toledo, capital de la monarquía visigoda, había una casa cerrada a la que llamaban la casa de Hércules, porque decían que el semidiós guardó en ella sus tesoros cuando anduvo por España y doblegó a los toros de Gerión. A nadie le estaba permitido entrar en aquella casa, y lo primero que hacían los reyes al ganar la corona era añadir un cerrojo más a su puerta. Sólo Rodrigo quiso forzarlos todos y entrar. Sobre el dintel había una leyenda escrita en griego: «El rey que abra esta casa y ponga al descubierto las maravillas que contiene encontrará cosas buenas y malas». Mandó que rompieran los cerrojos y a la luz de las antorchas vio que no había tesoros en las habitaciones vacías. «Sólo un arca -dice el padre Mariana-, y en ella un lienzo y en él pintados hombres de rostros y hábitos extraordinarios con un letrero en latín que decía: Por esta gente será en breve destruida España

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