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Reconocería a esos hombres del vaticinio cuando los viera cabalgar con las espadas desnudas y los estandartes levantados, cuando comprendiera al oír sus gritos y sus tambores de guerra que todo su ejército y él mismo iban a ser rápidamente aniquilados por ellos. Avanzaba sobre un carro bélico con incrustaciones de marfil y llevaba sobre los hombros una capa de púrpura con bordados de oro. Más o menos así, con rigidez bizantina, está representado en un fresco que encontraron los arqueólogos en las ruinas de un palacio musulmán del desierto de Siria. Según otros, el rey cabalgó hacia los enemigos montado sobre su caballo Orelia y vistiendo una armadura de hierro. Duró ocho días la batalla. La táctica árabe era atacar en cargas fulminantes y retroceder luego hacia sus líneas para repetir el ataque aprovechando el desconcierto de los adversarios. A esa manera de pelear la llamaron los castellanos tornafuye . Había cuatro soldados cristianos por cada musulmán, pero el ejército de Rodrigo fue segado y deshecho, y era tal el número de los muertos que nadie los habría podido contar. Entendemos la furia de los guerreros de Tariq leyendo la arenga que atribuye el gran Ibn Jaldún al califa Alí:

«Alinead bien vuestras filas como un edificio sólidamente construido; colocad al frente a los hombres con escudos y en retaguardia a los descubiertos; apretad los dientes, que es el mejor medio de hacer rebotar los golpes de espada que os quieran asestar en la cabeza; arrojaos en medio de las lanzas de los enemigos, eso os salvará de sus puntas; bajad la vista, porque así se afirma el valor y se serena el corazón; guardad silencio, que eso aleja la flaqueza y conviene a la gravedad de un soldado; prestad atención a vuestras banderas, sostenedlas en alto. Sosteneos en un valor veraz y persistente, porque a fuerza de persistencia se logra la victoria…».

Al octavo día, diezmados no sólo por la muerte, sino también por la traición -los hijos de Witiza y los soldados del obispo don Opas se pasaron al enemigo en mitad del combate-, se retiran los cristianos vencidos. Se dice que algunos vieron huir al rey, y también que su caballo apareció solo en la orilla del río, junto a la corona y a la armadura de Rodrigo. Medio hundido en el barro había uno de sus borceguíes, adornado con perlas. También cuentan que Tariq cabalgó hacia él y lo traspasó con su lanza, y que envió a Damasco su cabeza conservada en salmuera. Otra historia asegura que Rodrigo fue perseguido por Musa ibn Nusayr hasta la Sierra de Francia, y que en aquellos parajes encontró una muerte heroica resistiendo sin esperanza a los árabes. En cualquier caso este hombre, que ya era un desconocido, se vuelve ahora decididamente invisible, y su porvenir tras la batalla es tan conjetural como el de otros reyes fracasados de los que nunca más se supo: el rey Arturo de Bretaña y don Sebastián de Portugal. De nuevo aquí las peripecias de la historia se comunican por pasajes secretos: cuando don Sebastián navegaba en el siglo XVI hacia otra guerra perdida contra los infieles, alguien cantó en su presencia un romance sobre don Rodrigo, y él le mandó callar porque entendía que esos versos guardaban un presagio maléfico. Pero a diferencia de don Sebastián y de Arturo, Rodrigo no tendrá a nadie que espere su vuelta. Rodrigo es un malvado melancólico al que absuelve tardíamente su valor o su simple derrota, un espectro culpable que sobrevive a la muerte de los suyos para que no acaben ni su vergüenza ni su penitencia. «Solo va el desventurado -dice el romance que escuchó don Sebastián- que no lleva compañía». Cabalga solo por caminos y serranías donde no encuentra a nadie, por un país desolado por el gran pánico de la invasión. Lo que los indicios históricos apenas nos permiten averiguar lo explica con magnífica literatura don Emilio García Gómez: «No hay en la Historia silencio más vasto y estremecedor que el que rodea la entrada de los musulmanes en España. Nada tenemos sino espantosa oquedad sobre lo que de verdad fue y lo que en realidad pensaron o hicieron en tan nunca vista coyuntura las infinitas gentes anegadas por la avenida».

Rey sin reino y guerrero sin armas, Rodrigo llega al cabo de muchos días de soledad a la choza de un ermitaño, le pide confesión, acepta con avaricia de suicida la atroz penitencia ordenada por una voz que baja del cielo: ha de tenderse en el fondo de una zanja donde duerme una culebra que tiene siete cabezas y es tan larga que su cuerpo enroscado da tres vueltas a la tumba voluntaria del rey. Hay una sórdida delectación en la lentitud con que el ermitaño y Rodrigo esperan la mordedura de la muerte. Rodrigo permanece inmóvil en la zanja, cubierta con una losa de piedra por el ermitaño, que reza en voz baja y de vez en cuando pregunta si se ha despertado la culebra. El animal y el hombre respiran en la oscuridad y al cabo de horas o de días el largo cuerpo escamoso empieza a removerse y silban las lenguas venenosas de sus siete cabezas. Cuando muera, el rey será absuelto, pero no por un hombre, porque el deseo y la soberbia y la necesidad de saber que han despeñado a Rodrigo y a sus súbditos en la perdición y el terror son delitos que sólo Dios puede perdonar. Desde lo hondo de la fosa, Rodrigo cuenta al ermitaño que la serpiente ha despertado por fin, que ya empieza a morderle por do más pecado había y que muy pronto la mordedura homicida taladrará su carne hasta llegar al corazón, fuente de mi gran desdicha . Cuando el rey muere, en el paroxismo masoquista de la expiación y del dolor, las campanas de todas las iglesias del mundo tocan a muerto sin que ninguna mano las haga tañer.

Pero en la Córdoba recién conquistada no sólo suenan ya las campanas al atardecer: también se oyen invocaciones de almuédanos que llaman a la oración declarando cinco veces al día la unidad y la omnipotencia solitaria de Dios. A pesar del cataclismo y de la derrota visigoda y de ese gran silencio de pánico y de incertidumbre que ha seguido a las batallas, la apariencia cotidiana de la ciudad ha cambiado muy poco. Los invasores incautan las propiedades de quienes han huido o han muerto, pero respetan escrupulosamente a los que quedaron, imponiéndoles, desde luego, un tributo personal, que no es más gravoso que los que antes existían. Los cristianos y los judíos, que son gentes del Libro -ahl al-kitab - porque han recibido una parte de la revelación (para los musulmanes, Abraham y Jesús son dos de los profetas legítimos que precedieron a Mahoma), pueden seguir practicando sus cultos, aunque no hacer alarde público de sus celebraciones ni construir nuevas iglesias o sinagogas. Desde ahora, la mitad de la basílica de San Vicente será utilizada como mezquita por los musulmanes, que tardarán más de medio siglo en tomarla entera para sí, cuando Córdoba sea ya la capital de un emirato alzado contra los designios remotos de los califas abbasíes. Hacia el 718, siete años después de que acamparan frente a la ciudad los jinetes bereberes de Mugit al-Rumí, el gobernador de esta provincia del Islam que ahora se llama al-Andalus ordena la reconstrucción de las viejas murallas y del puente sobre el Guadalquivir. Pero Córdoba es todavía una ciudad perdida en los límites occidentales del imperio, y ni siquiera ha nacido el hombre que peregrinará hacia ella desde las riberas de otro río sagrado, el Éufrates: un príncipe perseguido y proscrito que sobrevivirá al holocausto de su linaje y no se rendirá nunca al infortunio porque un astrólogo le vaticinó al nacer que sería el fundador de un reino.

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