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V. EL MÚSICO DE BAGDAD Y EL TEÓLOGO FURIOSO

Es muy probable que Ziryab el bagdadí y Eulogio de Córdoba no llegaran a encontrarse nunca, aunque sin duda oirían hablar el uno del otro, y tal vez Eulogio, que era más joven que Ziryab, vio a éste por las calles de la medina, montado en un caballo con gualdrapas lujosas y precedido por un séquito de esclavos. Los dos vivieron en Córdoba durante el largo reinado de Abd al-Rahman II, que duró treinta años. Los dos sobrevivieron al emir. Ziryab, viejo y cargado de celebridad y riqueza, murió en el 857, en su casa de campo del arrabal de al-Rusafa. Eulogio, dos años después, decapitado públicamente y exaltado en seguida a la santidad por sus correligionarios mozárabes. Ziryab era un hijo de libertos, un desterrado sin patria que vino a encontrarla en Córdoba y que ya nunca quiso abandonar la ciudad. Eulogio, un descendiente de patricios hispanogodos cuyo linaje era muy anterior a la llegada de los musulmanes y que mantuvieron siempre orgullosamente su condición de cristianos. Ziryab, cuando nació, estaba destinado a ser un comerciante menesteroso en los zocos de Bagdad, igual que sus padres, esclavos liberados por el califa abbasí al-Mahdi. A Eulogio lo educaron para vivir entre los señores del mundo: un hermano suyo, sin abjurar del cristianismo, había alcanzado una alta posición en el palacio del emir, y otros tres se dedicaban provechosamente al comercio de bienes lujosos. Su abuelo, un rígido aristócrata, maldecía por lo bajo y se santiguaba cuando oía la invocación de los almuédanos, esa doble injuria a su fe cristiana y a su estirpe visigoda. Eulogio quiso vivir como un asceta y se obstinó con furia en morir como un mártir. A lo largo de los setenta años de su vida, Ziryab se consagró a gustar los placeres de la música, del amor, de la comida, del vino, de la inteligencia. A Eulogio lo torturaba la vejación de su ciudad invadida, de sus palacios usurpados por advenedizos, de su lengua y su religión suplantadas por las de un falso profeta, encarnación del anticristo del Apocalipsis. Ziryab practicaba muy tibia y respetuosamente las normas del Islam, y agradecía al azar que lo hubiera traído a esta tierra conquistada hacía más de un siglo por los musulmanes. Es probable que los dos amaran a Córdoba con una pasión semejante, y que murieran felices, gozando cada uno la plenitud de sus vocaciones adversas: la música que Ziryab trajo a al-Andalus sigue viviendo en las nubas de los cantores marroquíes y en algunas modulaciones y desgarros del flamenco español; Eulogio es un santo de la Iglesia católica, y sus reliquias tuvieron fama durante siglos de extremadamente milagrosas.

El verdadero nombre de Ziryab era Abul-Hasan Alí ibn Nafi, y había nacido en Mesopotamia el año 789. Parece que le llamaron Ziryab porque su tez oscura y su hermosa voz recordaban a un pájaro cantor de plumaje negro que tenía ese nombre: el mirlo. En Bagdad, la ciudad circular fundada en el desierto por los abbasíes, cerca de las ruinas de Babilonia, fue discípulo del músico Ishaq al-Mawsulí, predilecto del califa Harun al-Rashid, cuyo nombre ha perdurado en Occidente gracias a los cuentos de Las mil y una noches . Como Giotto en el taller de Cimabue y Leonardo en el de Verrocchio, Ziryab es ese discípulo joven y poseído por una gracia innata que deja muy pronto atrás la voluntariosa técnica de su maestro. Para Ishaq al-Mawsulí, en el genio de Ziryab había algo de ingratitud e insolencia: él mismo, más que nadie, estaba dotado para admirar a su alumno, pero no lo podía admirar sin rencor, sin ese odio oculto de hombre viejo y experto hacia el adolescente que alguna vez lo desalojará de la vida. Que esta historia sea verdad o mentira tiene una importancia secundaria: lo que importa es su fidelidad a un exacto arquetipo. En cierta ocasión, el califa Harun al-Rashid, devoto de la música, que es un arte sagrado, aunque algunas veces los teólogos lo reputen de impío, pide a Ishaq al-Mawsulí que lleve a su presencia a su mejor discípulo. Al-Mawsulí elige a Ziryab, imaginando que repetirá dócilmente las canciones que él le ha enseñado. Pero el muchacho, cuando se encuentra ante el califa, adquiere una inusitada arrogancia. «Sé cantar lo que otros saben -le dice- pero además sé lo que otros no saben. Si tú quieres, cantaré lo que jamás ha escuchado nadie».

Harun al-Rashid quiso oír esa música que nadie había conocido. Ziryab cantó, pero renunció a usar el laúd de su maestro, y tocó el que él mismo había inventado, que no tenía cuatro cuerdas, como era usual, sino cinco, la segunda y la cuarta de seda roja, la primera, la tercera y la quinta, de color amarillo, hechas con tripas de cachorro de león. El plectro con que las pulsó era una garra de águila, y no una púa de madera, como las conocidas hasta entonces. No sabemos imaginar cómo sonaría aquella música ni qué sintió Harun al-Rashid al oírla, tal vez asombro y fervor y una gratitud ilimitada. Cuando se hizo el silencio, pidió apasionadamente a Ziryab que cantara de nuevo, y que volviera al otro día a palacio. Pero Ziryab nunca volvió, y el califa no llegó a conocer la razón de su ausencia. El único que la sabía era el vengativo maestro Ishaq al-Mawsulí. «Me has engañado indignamente -cuenta Dozy que le había dicho a su discípulo- ocultándome toda la extensión de tu talento. Estoy celoso de ti, como lo están siempre los artistas iguales que cultivan el mismo arte. Además, has agradado al califa y sé que pronto vas a suplantarme en su favor. Si no fuera porque te conservo un resto de cariño de maestro, no tendría el menor escrúpulo en matarte. Elige, pues, entre estos dos partidos: o ve a establecerte lejos, jurándome que nunca volveré a oír hablar de ti, o quédate contra mi voluntad, y entonces todo lo arriesgaré para perderte».

Ziryab optó por el destierro. Su instinto de músico y la perfección de su voz, que lo habían alzado desde los arrabales de Bagdad hasta la presencia del rey más poderoso del mundo, lo condenaban ahora a una vida de apátrida. Fugitivo de Oriente, como Abd al-Rahman el Inmigrado, deambuló durante años por las ciudades de Siria y del norte de África sin saber que el destino último de su viaje era Córdoba. Vivió en El Cairo, cruzó los desiertos de Egipto y de Libia para establecerse en la ruda Qayrawan, capital del reino de los aglabíes. Llevaba la vida errante de los músicos sin fortuna y de los poetas mercenarios, pero a donde quiera que iba lo precedía la gloria creciente de su nombre, y quienes lo escuchaban ya no podían olvidar nunca el metal de su voz. Aseguraba que sus canciones se las dictaban en sueños los ángeles: se despertaba de pronto en la oscuridad, encendía una luz, llamaba a su concubina y discípula Gahzlan, que imitaba con el laúd la melodía que él le iba enseñando mientras inventaba o recordaba las palabras del sueño. En Qayrawan tuvo noticia del esplendor de Córdoba, donde reinaba el emir al-Hakam I. Ziryab le escribió solicitándole que lo acogiera en su corte, y confió la carta a un mercader que se disponía a viajar al al-Andalus. Al cabo de unos meses, cuando tal vez ya suponía que la carta estaba perdida o había sido desdeñada, le llegó la respuesta del viejo emir, que lo invitaba a emprender inmediatamente el viaje hacia Córdoba, porque había oído hablar de él y quería conocer aquella voz que no se parecía a la de nadie y aquellas canciones dictadas por los ángeles.

Apresuradamente, Ziryab abandonó el tedio de Qayrawan y cruzó el mar en una nave que lo llevaría a Algeciras. Ciento once años atrás allí mismo habían desembarcado los primeros musulmanes que invadieron la península. Pero en cuanto llegó al puerto, en mayo del 822, supo con estupor y desengaño que al-Hakam acababa de morir. Cuando más cerca se había sentido de encontrar una vida apacible, su mala suerte parecía empujarlo de nuevo a la incertidumbre de los músicos nómadas. Tenía treinta y tres años y era más consciente que nunca de la madurez de su talento y de la singularidad de su arte, pero estaba cansado de gastarlo en ínfimas cortes de príncipes iletrados y de andar siempre errante de una ciudad a otra. Muerto el emir que tantas cosas le había prometido, debió de sentirse atrapado en el puerto de Algeciras como en una tierra de nadie, buscando un barco que le devolviera al norte de África, preguntándose con desgana hacia dónde se encaminaría cuando llegara otra vez allí. Entonces supo que alguien andaba preguntando por él. Era el músico judío Abu Nasr Mansur, que había venido a recibirlo en nombre del nuevo emir, Abd al-Rahman ibn al-Hakam, cuarto de su dinastía y biznieto del primer omeya que reinó en al-Andalus. Abd al-Rahman II, le dijo Abu Nasr a Ziryab, se complacía en renovar la invitación de su padre, y le enviaba una carta y el cuantioso viático de una bolsa de monedas de oro. Los años de peregrinación de Ziryab el bagdadí habían terminado.

Tenía aproximadamente la misma edad que el emir y compartía su devoción por los libros, la música y el amor de las mujeres. Salvo en el aspecto físico -los ojos claros, las piernas un poco cortas, el pelo entre rubio y rojizo y tintado de alheña-, Abd al-Rahman no se parecía mucho a sus predecesores, y probablemente vivió más feliz que cualquiera de ellos. Su bisabuelo, el Inmigrado, había ganado el reino por las armas y guerreó e intrigó toda su vida para conservarlo. Hishan, el segundo emir de la dinastía, fue un hombre más bien apocado y sumamente piadoso, virtud ésta muy rara entre los omeyas, y reinó sólo durante siete años, tal como le había vaticinado un astrólogo. Dicen que en las noches lluviosas y frías del invierno hacía repartir dinero en las mezquitas, para animar a los fieles a que las visitaran. En cuanto a al-Hakam I, su padre, había sido un déspota de carácter iracundo, aunque muy dado a la poesía, que no tuvo el menor escrúpulo en ordenar el exterminio de los sublevados en el arrabal de Córdoba y urdió el asesinato de cinco mil rebeldes toledanos en la que llamaron la Jornada del Foso, por un precipicio sobre el Tajo al que fueron arrojados los cadáveres de los decapitados. Un cronista musulmán dice lacónicamente de él que «apagó el fuego de la discordia en al-Andalus, concluyó con las turbas de rebeldes y humilló a los infieles por doquiera». Pero fue el mismo al-Hakam quien mejor resumió la crueldad y la bravura de su propia vida en un poema que legó a modo de testamento a su hijo:

Uní las divisiones del país con mi espada como quien une con la aguja los bordados y congregué las diversas tribus desde mi primera juventud.
Pregunta si en mis fronteras hay algún lugar abierto al enemigo, y correré a cerrarlo, desnudando la espada y cubierto con la coraza.
Acércate a los cráneos que yacen sobre la tierra como copas de coloquíntida: te dirán que en su acometida no fui de los que cobardemente huyeron.
Mira ahora el país, que he dejado libre de disensiones, llano como un lecho.
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