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La ciudad es una yuxtaposición de rostros, de palabras y olores, de jirones de otras ciudades posibles: hay un arrabal para los judíos y otro para los tejedores muladíes y mozárabes, y los alfareros y los curtidores tienen los suyos en el exterior de las murallas. Hay un barrio donde se congregan los leprosos, y cada oficio tiene una calle o un zoco al que le da su nombre: los pergamineros, los vendedores de libros, los silleros, los cedaceros, los sastres, los buhoneros de ropas usadas, las mujeres de las mancebías… El artesano trabaja a la vista de todos en un pequeño portal y vende allí mismo su mercadería. El zoco puede ocupar una sola calle en un distante arrabal o extenderse a lo largo de barrios enteros al oriente de la gran mezquita, en la Axarquía, donde están los almacenes de los mercaderes opulentos y los depósitos de seda de la alcaicería, amplios edificios con varios pisos rodeados de galerías que dan a un patio central y cuyas habitaciones superiores sirven de hospedaje para los viajeros y algunas veces también ocultan lupanares.

A la caída de la noche las calles del laberinto se despueblan. Ahora, en la completa oscuridad, es mucho más fácil perderse, y el que camina solo puede quedar atrapado tras una puerta que se cierra a su espalda al final de un callejón o morir degollado por los ladrones nocturnos: en tiempos de al-Mansur, cuando había tantos y tan fieros que nadie se atrevía a salir de noche, patrullas militares que se alumbraban con antorchas rondaban las calles para prenderlos. Al anochecer se extenderían poderosamente la soledad y el silencio y se oirían en él los pasos de los guardianes y el chirrido de los cerrojos que clausuraban las puertas de las casas y de los callejones de los zocos. La noche convertía a la ciudad en una región desconocida: puertas cerradas, calles quebradas por esquinas y pasadizos que no conducían a ninguna parte, casas sin ventanas de las que no podía venir ninguna luz, ni la de los candiles de aceite. Córdoba, que durante el día muestra públicamente el flujo de la vida con obscenidad de vísceras derramadas sobre el mostrador de una carnicería, tiene también, sobre todo de noche, un reverso de secreto y de escondida quietud. Hay una cara de la ciudad que permanece siempre en sombra, un espacio interior concebido para ofrecer a quien le habita un refugio invisible. La casa es el centro del laberinto de Córdoba, y el desorden de las calles, su juego de trampas sucesivas, parece trazado para que ningún extraño pueda vulnerarlo.

A los viajeros que visitaban Granada en el siglo XIX nada los sorprendía más que el contraste entre los paredones desnudos de la Alhambra y el esplendor que se guardaba tras ellos. Nuestras calles son mucho más pudorosas que las musulmanas, pero nuestras casas, en comparación con las suyas, son impúdicas: tienen portales abiertos y grandes ventanas, tienen fachadas que declaran a quien se detenga a mirarlas el poderío o la penuria de quienes viven en ellas. Por eso nada es más ajeno a la Córdoba islámica que los patios actuales de la ciudad, que se exhiben sin recelo a cualquiera que pase, como mujeres demasiado seguras de su belleza. El interior de la casa musulmana era un lugar inaccesible para la mirada de un extraño, que sólo podía ver, escribe Levi-Provençal, «un muro de varios metros de alto, sin ventanas, y con un simple enlucido de argamasa». Muchas veces, ni la puerta podía verse, porque estaba al fondo de un adarve, un callejón sin salida que se cerraba de noche y por el que sólo pasaban los que vivían en su vecindad inmediata, interponiendo así una frontera de vacío y silencio entre el tumulto de la calle y el ámbito seguro de la intimidad. Los adarves, los zaguanes y los patios culminan una orfebrería de penumbra en esta ciudad donde el calor del verano es tan inmisericorde como un castigo bíblico y donde con frecuencia la vida, en ese tiempo, es para los débiles y los desposeídos, que viven hacinados en ínfimos patios de vecindad y zahúrdas oscuras, una suma de avatares atroces.

La casa es inviolable: toda visita que no sea de amigas de la dueña o de vendedores de perfumes o telas está prohibida. Algunas veces, como en la España católica de la Celestina, los amantes se sirven de tales mujeres para sus conspiraciones. Dice Ibn Hazm en El collar de la paloma : «Las personas más empleadas por los amantes para comunicarse con los que aman son: o bien criados, o bien, por el contrario, personas respetables y fuera de toda sospecha, por la piedad que aparentan o por la avanzada edad a que han llegado. ¡Cuántas hay así entre las mujeres! Sobre todo las que llevan báculo, rosarios y los dos vestidos encarnados… También suelen ser empleadas las personas que tienen oficios que suponen trato con las gentes, como son, entre mujeres, las curanderas, las aplicadoras de ventosas, las vendedoras ambulantes, peinadoras, plañideras, cantoras, echadoras de cartas, maestras de canto, mandaderas, hilanderas, tejedoras…». Si vienen los amigos del hombre, éste no les permitirá llegar al patio: los recibe en una habitación que da al zaguán, y cuando se marchan los despide allí mismo. Del patio, a donde se abren sus puertas, llega la luz a las habitaciones. Si la casa es próspera, habrá una fuente o un pozo en el centro. Quien vive allí, a un paso de las calles de Córdoba, sólo oye el agua y tal vez el zureo de las palomas en el terrado. El mobiliario es muy escaso y muy fácil de transportar, como el de una tienda de nómadas: en las casas de los ricos, tapices de lana o de seda para cubrir las paredes y alfombras de colores vivos en el suelo, y esteras de junco o de esparto en las de los pobres; divanes a lo largo de la pared y mesas bajas y redondas para la comida. No hay armarios, sino alacenas y baúles de madera de pino donde se guarda la ropa y la vajilla. En la despensa, en tinajas de barro, se almacenan las provisiones, la harina, el aceite de oliva, el vinagre, la carne salada o conservada en manteca, las uvas pasas, los higos secos y dulces. Hasta hace muy poco, los olores de aquellas despensas y alacenas de los musulmanes andaluces todavía nos eran familiares: ahora sólo permanecen en la memoria de algunos.

Con las primeras luces, después de la ablución matinal, el dueño de la casa, que posee la única llave de la despensa y administra severamente los alimentos del día, sale a sus asuntos y las mujeres se quedan solas con los hijos, y con las esclavas y los eunucos, si él es un poderoso. El matrimonio es un rígido contrato estipulado notarialmente por los padres de los novios, y la poligamia un lujo que casi nadie puede permitirse. Si un hombre logra el dinero preciso para comprar una esclava, la preferirá rubia y de pelo corto, o negra, traída de África por los mercaderes. Cuando la esclava le da un hijo, adquiere en la casa una posición de privilegio, especialmente si sabe tocar el laúd y recitar versos y es más joven que la esposa, y participa libremente en los banquetes de los hombres.

La primera tarea de las mujeres que no tienen quien les sirva es amasar el pan, que se lleva a cocer a un horno público. Un mozo de la tahona reparte luego por las casas los panes recién hechos, grandes hogazas olorosas dispuestas en una tabla que sostiene sobre su cabeza, y que dejarán por donde pase el rastro de su aroma caliente. A media mañana el hombre regresa del zoco con la compra, o se la hace traer a un esportillero a cambio de unas monedas. La comida de mediodía es muy frugal, sobre todo en verano: pan, ensalada de lechuga, aceitunas, queso. Desde abril hasta octubre se prodigan en la mesa los frutos de las huertas de al-Andalus cuya sabrosa variedad admiran los viajeros de Oriente, las alcachofas, las berenjenas, el melón, las ciruelas, los melocotones, las sandías, las granadas, los membrillos, las manzanas y las cerezas de Granada, las naranjas, los limones y los plátanos de Almuñécar, las uvas y los higos de Málaga. En casa de los pobres, la carne sólo se comía en las grandes fiestas, como la de los Sacrificios, cuando cada padre de familia adquiría un cordero, aunque le costase quebrantos y deudas: el resto del año, como en la Europa cristiana, la alimentación común era el pan y las sopas de harina, la harisa , una papilla de trigo cocido con grasa a la que a veces se añadía un poco de carne picada, y también los purés de lentejas, de habas de garbanzos, las sopas de levadura y de hierbas, hinojo, ajo, alcarabea. El vino, prohibido por el Corán, no faltaba en las mesas de Córdoba. En el arrabal de la Saqunda, junto al puente, hubo una famosa bodega regentada por taberneros mozárabes, pero no eran sólo cristianos los que acudían a ella, para escándalo de los severos alfaquíes. De al-Hakam I dicen que era tan dado a la bebida como poco adicto a las costumbres piadosas, y en la mezquita mayor, durante la oración de los viernes, se levantaban voces anónimas que le gritaban: «¡Borracho, ven a rezar!».

La casa era el reino secreto de las mujeres, de las voces que hablaban en voz baja, una claustrofobia de paredes cerradas y de gestos y pasos amortiguados por el silencio, el centro mismo del mundo y el retiro absoluto. Sólo en ella se hacía visible la palidez de los rostros sin velo, lo que nadie podía mirar, lo que ni siquiera nos está permitido que adivinemos. Mujeres que hilan o amasan el pan, que suben a las azoteas para contemplar un largo paisaje de alminares y tejados, de palmeras solas y montañas azules. Mujeres sentadas al fondo de habitaciones umbrías, escuchando una ciudad tan lejana como el ruido del mar. Algunas veces sus amantes, para enviarles una carta -dice Ibn Hazm-, usan palomas mensajeras. El corazón de Córdoba es una cámara sellada: el vaticinio de las estancias umbrosas que según el Corán gozan en la otra vida los creyentes. Con orgullo, con una irreverencia que afirma el gusto soberano de vivir en el mundo, Ibn Jafaya escribió:

No existe el jardín del Paraíso sino en vuestras moradas.
Si yo tuviera que elegir, con éste me quedaría.
No penséis que mañana entraréis en el fuego eterno:
no se entra en el Infierno tras vivir en el Paraíso.
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