Литмир - Электронная Библиотека

Fundar un cementerio era un acto piadoso; el que lo hiciera gozaría en la otra vida de beneficios semejantes a los que merecían quienes edificaban una mezquita, abrían un pozo o reparaban un puente. Aparte de los cementerios judío y cristiano, había doce para los musulmanes en los alrededores de Córdoba, y los viernes por la tarde las mujeres salían de sus casas para visitarlo, gozando así de una valiosa oportunidad de caminar al aire libre y de cruzar rápidas miradas con los desconocidos. Vestidos de blanco, que era el color del luto, los amigos de un muerto se reunían alrededor de su tumba. Pululaban entre ellas músicos y narradores de historias, y jóvenes que espiaban los rostros sin velo de las enlutadas. Fuera de las casas cerradas y del recinto asfixiante de la ciudad, a la orilla del río, el cementerio era un lugar de paseo y de gozo, y, para irritación de los hirsutos teólogos, algunas veces los deudos de los muertos bebían vino sobre las sepulturas, y los amantes que en la ciudad no podían ni mirarse se encontraban abiertamente caminando entre ellas. El poeta muladí Ibn Quzmán, que frecuentaba los prostíbulos y las tabernas y escribía en el dialecto entre árabe y romance que se hablaba en los zocos, pidió que lo enterraran envuelto en pámpanos y que derramaran vino sobre su cadáver. Ocultas en el interior de tiendas de seda, las mujeres de la aristocracia oraban por sus difuntos y tal vez aguardaban a un amante. El territorio de los muertos no era, como entre nosotros, un espacio clausurado y prohibido. Los vivos permanecían aliados a ellos y pisaban sin miedo la misma tierra que los acogía.

Pero no sólo los cementerios circundaban la ciudad: antes de llegar a ella, en las dos riberas del Guadalquivir, había casas de campo, grandes palacios o pequeñas quintas medio escondidas entre los árboles frutales y los canteros de las huertas. Dice el poeta Ibn Hammara que aquellas fincas, las almunias, aparecían entre el verdor de la vegetación como perlas blancas engastadas en medio de esmeraldas. Cuando se hacía más intenso el calor, sus dueños abandonaban la ciudad para retirarse a ellas, y sólo volvían cuando se terminaba la vendimia. Alrededor de Córdoba las almunias trazaban una umbría de oasis. El nombre de cada una de ellas es una invocación, porque sólo en las palabras queda algo de aquellos lugares desaparecidos: Palacio del Jardín, de las Flores, del Enamorado, de Damasco, Pradera de Oro, Campo del Azud, Pradera de Aguas Rumorosas. Si faltaban pozos o arroyos, altas norias elevaban hacia sus estanques el agua del río, que se derramaba luego en las fuentes y en la geometría recóndita de las acequias. «Córdoba es cercada de muy fermosas huertas -leemos en la Crónica del moro Rasis-, e los árboles dan muy fermoso fruto de comer, e son árboles muy altos, e son árboles de muchas naturas, e a par de la puente hay muy buen llano plantado de muchos y buenos árboles. E contra septentrión yace la sierra muy bien plantada de viñas e de árboles, e de la sierra traen al alcázar el agua por caños de plomo, e de todas partes vienen en Córdoba a maravilla por la ver».

Henri Péres ha establecido el delicado catálogo de las flores y de las plantas preferidas por los poetas de al-Andalus: el arrayán, la margarita, la violeta, el narciso, el lirio azul, el alhelí amarillo, la azucena blanca, el nenúfar, la rosa roja, el jazmín, la amapola, la flor del lino, la del almendro, la del granado, la del haba, la de la enredadera, la del manzano, la del peral, la del limonero, la del naranjo, la del membrillo, y también de los frutos que degustaban más asiduamente, los higos, las habas, las alcachofas, las granadas, los dátiles, las cerezas. Ibn Sad al-Jayr dice de una granada madura que abre la boca como un león para dejar ver los dientes tintos en sangre; Abul Hasan ibn Hayy, que las manzanas encarnadas son las que han sentido turbación en el momento del encuentro, y las amarillas las que han sufrido el dolor de la separación. Los musulmanes andalusíes, que no encontraban hermosura, sino terror, en la naturaleza salvaje y en el mar, veían en cada huerto una prefiguración del Paraíso, y el cuidado de la tierra y de los árboles no era menos minucioso que el de los versos que los describían. Ibn Jafaya, al que llamaban al-Yannan -el jardinero-, dejó escrito: «El paraíso, en al-Andalus, tiene una belleza que se muestra como la de una desposada, y el soplo de la brisa está deliciosamente perfumado».

Pero igual que la ciudad, a pesar de las murallas, se disolvía sin ruptura en las casas blancas que punteaban el verdor de los alrededores, también los árboles y los jardines ingresaban en ella, ahora escondidos al otro lado de las tapias de los palacios, como en los cármenes de la Granada nazarí. En los jardines del alcázar eran enterrados los emires, y hubo un poderoso aristócrata que dejó dispuesto antes de morir que el jardín de su casa, que estaba cerca de la puerta de los Judíos, se convirtiera en paseo público. «Era el más hermoso y admirable de los lugares y el más completo por su belleza -escribe Al-Fath ibn Jayan-: su patio era de mármol de un blanco muy puro. Un arroyuelo lo atravesaba como una serpiente de vivos movimientos, y un aljibe acumulaba límpidas aguas. El cielo de este pabellón era de estalactitas teñidas de oro y lapislázuli. El jardín tenía avenidas de árboles armoniosamente trazadas y sus flores sonreían dulcemente en los capullos. El sol, tan espesa era la enramada, no podía ver la tierra, y la brisa se cargaba de perfumes al soplar desde el jardín». Allí estaban juntas las tumbas de dos amigos que no quisieron separarse ni después de la muerte, y cerca de ellos fue enterrado el poeta Ibn Suhayd, que vivió para contar el recuerdo de los mejores días de Córdoba y murió en 1035, cuatro años después de que se extinguiera el califato omeya.

Antes de pasar el puente y de entrar en la ciudad por la puerta de la Estatua, el viajero que hubiera cruzado los caminos sombreados de árboles y el cementerio de la Saqunda vería un gran espacio abierto, la musalla , un oratorio al aire libre que tenía un pequeño mihrab para señalar la dirección en la que debían inclinarse los fieles. En la musalla terminaban las procesiones de rogativas que se celebraban en los años de sequía, y cerca de ella, en otra explanada abierta, la musara , se reunía la multitud en los días de las grandes fiestas -la del final del Ayuno y la de los Sacrificios- y había carreras de caballos, desfiles militares y partidos de polo, juego éste que según cierta tradición musulmana es uno de los tres que gustan de presenciar los ángeles: los otros son el tiro con arco y el acto del amor. Y justo al pie de la muralla, bordeando la ribera derecha del río, se prolongaba un paseo empedrado, el rasif , en el que había una hilera de álamos y algunas veces también una hilera de cruces, porque era allí donde se exhibían públicamente los cuerpos de los ajusticiados: a los olores de Córdoba que nos ha trasmitido la literatura hay que sumar el hedor de la carne humana corrompida. No en vano asegura Ibn Jaldún, que lo sabía todo, que en las ciudades la atmósfera está viciada por la mezcla de exhalaciones pútridas que provienen de la gran cantidad de inmundicias, y que sólo gracias al movimiento continuo de una numerosa población se producen ondulaciones del aire que dispersan los vapores inmóviles.

Pero cuando de verdad comenzaba el reino de los olores era al traspasar las grandes puertas herradas, cuando el viajero entraba en la calle principal que dividía en dos la medina, dejando a un lado, a la izquierda, el alcázar del emir, del que cuenta hiperbólicamente al-Maqqari que era el palacio más grandioso que había existido desde los tiempos del profeta Moisés, y a la derecha el muro largo y terroso de la mezquita mayor. Como Marrakesh o Xauen para el viajero de nuestros días que llega de Europa, la Córdoba de entonces provocaría una gozosa excitación de todos los sentidos, que se confundirían en una embriaguez simultánea al mismo tiempo que se afilaban en la pureza química de sus percepciones singulares. Tetuán significa la ciudad de los ojos . Córdoba sería una ciudad de pupilas, de incesantes miradas, de roces de cuerpos en la angostura de los callejones, de perfumes densos y de aguas fecales que corrían libremente en arroyos bajo los pies de los caminantes, de sonidos fatigados de pasos, de voces que gritaban en tres idiomas y se borraban entre sí y se quedaban en silencio cuando venía sobre los tejados la solitaria voz de un almuédano. En Córdoba se escucharía siempre ese rumor de la vida que ya no existe en nuestras ciudades y no sabemos recordar: un rumor monótono como el de un río, como la voz de muchas aguas de la que se habla en el Génesis: Buhoneros, músicos, narradores de cuentos, mendigos tirados en el suelo, domadores de monos, adivinos, aguadores, sahumadores que por una moneda humedecían las manos con perfume o salpicaban el cabello, o acercaban un pañuelo empapado a la nariz de quien no quisiera notar los turbios olores de la calle, novias hieráticas y adornadas como ídolos a las que llevaban en procesión hacia el lugar de su boda, ladrones, locos sueltos, porque sólo a los furiosos los encerraban, monjes huraños, rabinos que movían rítmicamente la cabeza y oraban en silencio separando apenas los labios, guardianes negros o rubios, arrieros guiando recuas de asnos inverosímiles que podían adentrarse en los callejones más estrechos, epilépticos verdaderos o fingidos que se arrojaban al suelo y se revolcaban para incitar la piedad o el miedo de quienes pasaban junto a ellos. Había artífices de sombras chinas y vendedores de amuletos que agitaban cabezas disecadas de pájaros. Olía a pan, a guiso de cordero, a especias, a cuero macerado, a rincones y portales húmedos donde la luz del día no entraba nunca. En cada barrio había una calle reservada a las tiendas de comidas: carnicerías que mostraban corderos y cabras despellejados y grandes trozos de vaca, verdulerías con hortalizas frescas del valle del Guadalquivir, fruterías, tiendas de especieros en las que también se vendía aceite, manteca salada, huevos, azúcar, miel, obradores de reposteros que ofrecían a gritos sus dulces, a los que eran muy aficionados los andalusíes, zaguanes donde los cocineros guisaban a la vista de la gente y donde podían comprarse cabezas de cordero asadas, pescado frito, salchichas picantes, mientras un humo espeso de olores invadía el aire y desconsolaba el estómago de los hambrientos.

La muchedumbre plebeya, la amma , que merecía el desprecio de los poderosos y los literatos, anegaba calles y zocos con un desasosiego como de colonia de insectos y en los tiempos de escasez se arremolinaba a las puertas de los depósitos de grano del emir. Los muros del alcázar no existían sólo para prevenir ataques de los enemigos exteriores: como la Alhambra, el alcázar de Córdoba era una recelosa fortificación construida para defender al rey de los motines de sus súbditos, y por eso tenía puertas que permitían salir de la ciudad sin pasar por sus calles. Cuando la sublevación del arrabal de la Saqunda, al-Hakam I, que veía desde una terraza el alud furioso de la muchedumbre y no estaba seguro de que sus mercenarios la pudieran contener, volvió serenamente a su tocador y se perfumó la cabeza con almizcle y algalía. Alguien, extrañándose de que actuara así en un trance tan desesperado, le preguntó por qué lo hacía, y el emir le contestó: «Éste es el día en que debo prepararme para la muerte o para la victoria, y quiero que la cabeza de al-Hakam se distinga de las de los otros que perezcan conmigo».

12
{"b":"87877","o":1}