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VIII. LOS LIBROS Y LOS DÍAS

Córdoba no es sólo la ciudad de las columnas, del laberinto de los callejones y los rostros innumerables, de las voces que murmuran o gritan en varias lenguas simultáneas, de las campanas cristianas y los cuernos judíos confundiendo su llamada litúrgica con la del muecín: también es la capital de los libros, cuyo número es tan incalculable como el de las gentes que viven en ella o el de las columnas y arcos que se despliegan en las mezquitas y en los palacios. Sesenta mil libros se publicaban anualmente en Córdoba. En un solo arrabal había a finales del siglo X ciento setenta mujeres consagradas a copiar manuscritos: las más veloces calígrafas podían terminar en dos semanas la copia de un Corán. En la mezquita mayor, los discípulos de cada maestro preparan el papel y el cálamo para guardar detallada memoria de sus explicaciones.

En Córdoba, bajo el rumor de las voces, escuchamos el más amortiguado de las palabras escritas, el de las pesadas hojas de los libros que pasan los eruditos humedeciéndose el pulgar y el de los cálamos de los copistas que rozan el pergamino o el papel para que perduren las sagradas palabras escritas por otros, las del Corán, dictadas por el mismo Dios a los ángeles, mágicas, increadas, anteriores a la escritura y a la voz humana, y también las otras, las de las obras de los griegos, los tratados de astrología y de medicina, los venerados libros de Aristóteles, a quien llaman en árabe Aristú , los manuales de gramática, de teología, de adivinación, las desaforadas enciclopedias que tratan extenuadoramente de todas las materias posibles, como el Iqd al-farid o «Collar único» escrito a lo largo de veinte años por el polígrafo cordobés Ibn Abd Rabbihi: constaba de veinticinco volúmenes, titulado cada uno con el nombre de una piedra preciosa, tenía más de diez mil páginas y la sola enumeración de su índice ya es agotadora, aunque nos recuerda a las enciclopedias chinas imaginadas por Borges. Encerrado en su biblioteca de Córdoba, Ibn Abd Rabbihi escribió sobre el gobierno bueno y justo, sobre la guerra, los caballos y las diversas clases de armas, sobre la generosidad y los regalos, sobre las embajadas, sobre la manera de dirigirse a los príncipes y a las ceremonias de los reinos, sobre el saber y la educación, sobre los proverbios, sobre la religión y el ascetismo, sobre los pésames y las elegías, sobre la esperanza, el arrepentimiento, la peste, el llanto, la risa excesiva y las tribulaciones, sobre los epitafios -distinguiendo entre los que se dedican a los padres, a los hermanos, a las esposas y a las concubinas-, sobre las genealogías y virtudes de los árabes desde los tiempos de Noé, sobre el lenguaje, sobre la conversación entre hombres selectos, sobre la elocuencia y los sermones, sobre la escritura, sus instrumentos y los secretarios, sobre la historia de los califas, sobre las tribus árabes antes del nacimiento de Mahoma, sobre la excelencia de la poesía, sobre la prosodia, sobre el canto (que es, a despecho de quienes lo condenan por impío, «el alimento del oído, la pradera del alma, el manantial del corazón, el solaz del triste, el compañero del solitario y la provisión del peregrino»), sobre las mujeres y sus virtudes y defectos, sobre los falsos profetas, los locos, los avaros y los tramposos, sobre la naturaleza humana y animal, sobre los pájaros, sobre las provincias y las mezquitas del Islam, sobre el número y las jerarquías de los ángeles, sobre la longitud de la tierra, sobre el veneno, el mal de ojo, la magia y la donación de regalos, sobre los alimentos y su correcta masticación y las bebidas, distinguiendo las lícitas de las prohibidas a los musulmanes, sobre las horas adecuadas para comer, sobre las bromas, sobre los chistes y la manera de contarlos, sobre las biografías, sobre los jardines y los ríos del Paraíso…

Como en Alejandría y en Roma, cualquier hombre rico y cultivado posee una extensa biblioteca particular. La del cadí Ibn Futais ocupaba un edificio entero, y sus pasillos, escalinatas y anaqueles estaban trazados de manera que había un punto central desde el que se dominaban todas las estanterías. Trabajaban permanentemente en ella seis copistas, no a destajo, sino con un salario invariable, para que la prisa, tan enemiga de la caligrafía, no ocasionara incorrecciones en la escritura, y todas las paredes, el techo, el vestíbulo, las terrazas, los almohadones y alfombras estaban pintados de verde, color que simbolizaba la nobleza al mismo tiempo que favorecía la serenidad de la lectura. Dicen que fue la segunda biblioteca de Córdoba, después de la del califa, y que su dueño, Ibn Futais, cuando se enteraba de la existencia de algún manuscrito que aún no poseía, estaba dispuesto a cualquier sacrificio para conseguirlo, y pagaba el triple o el cuádruple de su valor para que no se le escapara, y aun perdiéndolo era tan obstinado que no descansaba hasta forzar a su dueño a que le permitiera copiarlo. Vigilaba a sus bibliotecarios y calígrafos como el carcelero del panóptico imaginado por Bentham -esa fantasmagórica prisión en la que un solo guardia, con la ayuda de los espejos, custodia sin moverse a todos los condenados-, y era tan avaricioso de sus posesiones que por nada del mundo accedía a prestar un libro. «Demasiado sabía, por experiencia, de cuán mala gana se suelen devolver, y con cuánta facilidad se hacen los aficionados los suecos y olvidadizos», escribe don Julián Ribera y Tarragó, que también da noticia, en un impagable opúsculo publicado en Zaragoza en 1896, de algunas damas de alcurnia poseídas por la pasión de la bibliofilia: «Aquella mujer muslímica que muchos describen sentada perezosamente sobre mullidos divanes -dice el vehemente don Julián-, aspirando los aromas que se desprenden de humeantes pebeteros, recluida en las interioridades del harén, soñando siempre en materiales placeres, ésa no es la española». En la biblioteca de al-Hakam II trabajó hasta el final de su vida una erudita virtuosa llamada Fátima, tan ajena a todo lo que no fuera el placer de los libros que murió virgen, y que en la más extrema vejez siguió conservando su pulso infalible para la caligrafía. En Córdoba y en aquel tiempo vivió también Aixa, «de familia muy principal -sigo citando a Ribera-, a quien los amores literarios dieron tales instintos de independencia que no quiso casarse nunca, muriendo también doncella y de edad avanzada. Era un portento de elocuencia en sus odas, modelo de decir en sus versos, y tenía habilidad tan grande para la copia, que causaban admiración los códices que personalmente escribía de su propia mano».

Pero los libros, como ahora, también podían ser vanos objetos de presunción y de lujo, volúmenes adquiridos a muy alto precio para no bajarlos nunca del anaquel donde se exhiben. En los mercados de libros los potentados compiten entre sí como en los de esclavos. El bibliófilo al-Hadrami, que andaba siempre husmeando por el zoco en busca de manuscritos raros, asistió un día a la subasta de un libro «de hermosa caligrafía y elegante encuadernación». Cuenta que empezó a pujar hasta una cifra exorbitante, pero un desconocido ofrecía siempre una suma un poco más alta. Discretamente, al-Hadrami se acercó a él, para intentar un arreglo, aunque ya desesperaba de conseguir el libro, imaginando que el otro era un bibliófilo tan obsesivo como él, pero mucho más rico. Para su desconcierto, el desconocido le dijo que ni siquiera sabía de qué trataba el libro por el que estaba dispuesto a pagar tanto dinero: «Pero como uno tiene que acomodarse a las exigencias de la buena sociedad -le explicó- se ve precisado a formar una biblioteca. En los estantes de la mía tengo un hueco que pide exactamente el tamaño de este libro, y como he visto que tiene hermosa letra y buena encuadernación, se me ha antojado comprarlo.». Amargamente, al-Hadrami le contestó, antes de irse del mercado con las manos vacías: «Bien es verdad lo que dice el proverbio, que Dios da nueces a quien no tiene dientes. Yo que sé el contenido del libro y deseo aprovecharme de él, por mi pobreza no puedo utilizarlo».

Un musulmán piadoso copiará por sí mismo el Corán y llevará siempre consigo ese ejemplar escrito con su mano. El acto de escribir se parece al de la creación, porque al fin y al cabo el mundo es el resultado de la escritura divina. «A través del cálamo la existencia recibe las órdenes de Dios -dice un místico sufí-: De él recibe la lámpara del cálamo su luz. El cálamo es un ciprés en el jardín del conocimiento, la sombra de su designio se esparce sobre el polvo». Las palabras se escriben en el pergamino y en el papel, se modelan en el yeso, se esculpen en la piedra, se hienden en la arcilla: «La caligrafía es la geometría del espíritu». También es el arte más necesario y más valioso, porque gracias a él la memoria de la sabiduría y de la religión puede transmitirse de unas generaciones a otras: «Es la lengua de la mano, la belleza de la conciencia, el embajador del intelecto, la voz del pensamiento y la armadura del saber», dice ibn Rabbihi en el decimocuarto volumen de su Collar único . Los instrumentos del calígrafo, la posición en que se sienta para escribir, su lentitud y su pericia, son como los atributos de un acto litúrgico y nos recuerdan la solemnidad de esas estatuas egipcias que representan a un escriba. El cálamo, qalam , es una caña dura y firme y perfectamente afilada, traída a ser posible de las marismas de Babilonia. Hay dos clases de tinta: la madad , hecha de hollín disuelto en miel y goma, y la hibr , que se hace con agalla, esa excrecencia o tumor que crece en algunas plantas cuando los insectos depositan en ellas sus huevos. Los grandes calígrafos preferían esta última, porque aunque su color y su brillo desaparezcan, dice Alí Efendi, «la tinta permanece sin embargo inmutable, como un monumento siempre presente ante los ojos de los sabios». El tintero, de cobre, se lleva colgado del cinturón, y es el signo que identifica públicamente al calígrafo. También los hay de porcelana y de loza, y tan necesarios como ellos son los pequeños frascos que contienen el agua para desleír la tinta y la arena azul que se le añade, cuidadosamente tamizada.

Las palabras se escriben para perdurar: los veloces números de las operaciones aritméticas, que por lo común se borran cuando éstas concluyen, se trazan sobre una mesa cubierta de arena o de polvo. Por eso se llaman hurub al-gubar , letras de polvo, y ésa es también la procedencia de nuestra palabra ábaco , que viene de la hebrea abac , que significa polvo. Imaginamos el dedo índice de un matemático moviéndose nerviosamente sobre una mesa de arena, como el de alguien que escribe en el vaho de un cristal. Con la palma de la mano alisa luego la arena o el polvo, igual que nosotros borramos los signos de tiza escritos en una pizarra. Memoria y olvido son la cara y la cruz de una misma disciplina, la escritura, tan laboriosa siempre y tan frágil, protegida por el respeto que impone su condición sagrada, vulnerable a la humedad, a la carcoma, al fuego de la barbarie. La lenta paciencia de los calígrafos y de los copistas combate silenciosamente con la voracidad del tiempo: cada libro es un milagro, un modesto heroísmo, una sorda tarea de hombres y mujeres que fabrican hojas de pergamino o de papel, que traducen y copian otros libros, que pasan años humillados sobre un atril para repetir palabra por palabra, tratados que tal vez no entienden, pero que merecen sobrevivir por la única razón de que han sido escritos.

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