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Salieron por fin a un patio no muy grande, con el suelo de arena, donde había un hombre sentado sobre una estera, con las piernas cruzadas. Tenía la cabeza baja y parecía absorto. Vestía una ropa gastada y vulgar, y cuando alzó los ojos hacia ellos, los embajadores advirtieron que eran de un extraño color azul oscuro. Se quedaron en pie, sin avanzar, imaginando tal vez que aquel hombre era una especie de eremita. Frente a él ardía una hoguera. A su derecha había un libro, y a su izquierda una espada. «He aquí al califa», les dijo el chambelán, y entonces se arrodillaron apresurada y torpemente y no se atrevieron a levantar las cabezas de la arena hasta que Abd al-Rahman les habló. «Dios nos ha ordenado que os invitemos a esto -señaló el libro, que era un Corán- y si rehusáis, a esto -y señaló la espada-. Y vuestro destino, cuando os quitemos la vida, es esto -concluyó, indicándoles la hoguera que ardía ante él». «Se llenaron de terror -dice al-Arabí-, les ordenó salir sin que hubieran dicho una sola palabra y acordaron con él la paz en las condiciones que quiso imponerles».

Ese hombre solo, sentado sobre una estera, con las piernas cruzadas, es todavía más desconocido y más temible que el otro, el que se yergue en un trono de oro macizo ante un estanque de mercurio sobre el que pende una perla. La estancia mejor guardada y más secreta de Madinat al-Zahra es un patio con el suelo de arena donde no hay nada más que una hoguera, una espada y un libro. Puede que Hasday ibn Shaprut fuera uno de los pocos hombres de su tiempo que tuvo acceso a ese lugar, a ese recinto escondido donde el monarca más poderoso y más rico de Occidente reposaba en el suelo como un beduino, como si su ciudad y su reino fueran espejismos y no poseyera nada más que lo que habían poseído sus antepasados del desierto: la arena, las palabras, la espada, el fuego que iluminaba la noche. Tal vez, de todos los hombres que conocieron a al-Nasir, Hasday fue el único que no le temió. Su mirada de médico averiguaba en él lo que otros no veían, los primeros signos de la vejez y de la decadencia, el lento progreso infalible de la muerte. En marzo del año 961, el califa se expuso al viento frío de la sierra, que batía crudamente las explanadas de Madinat al-Zahra. Se temió que hubiera contraído una pulmonía, y su final pareció irremediable, pero Hasday, una vez más, logró una curación sorprendente, y a principios de verano, el califa, que ya había cumplido setenta años, volvió a conceder audiencias y a interesarse con el desasosiego de siempre por las obras de su ciudad, que no parecía que fueran a acabar nunca. Pero el médico estaba seguro de que el restablecimiento de al-Nasir era ilusorio. A principios de otoño, cuando volvieron los fríos del norte, el califa empeoró y Hasday supo que esta vez ni siquiera la pócima que había inventado veinte años antes lo podría salvar. Murió el 16 de octubre. Faltaban quince años para que su hijo, al-Hakam, diera por terminada la construcción de Madinat al-Zahra, y algo más de cuarenta para que todos sus palacios y sus jardines con lagos y animales salvajes fueran arrasados. Poco después de su muerte, alguien encontró entre sus papeles uno en el que había recordado y enumerado los días felices de su vida. Así pudo saberse que Abd al-Rahman al-Nasir, a lo largo de su reinado de medio siglo, había conocido exactamente catorce días de felicidad.

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