En las proximidades del alcázar, en un mezquino zaguán de la medina de Córdoba, un hombre joven, alto, de facciones regulares, de modales seguros, aunque un poco provincianos, se gana la vida escribiendo con aseada y rápida caligrafía memoriales y solicitudes que se dirigirán a las oficinas del califa, pero se nota en seguida que desconoce la serenidad innata de los otros calígrafos, que levanta los ojos cada vez que se abren o se cierran las puertas de bronce dorado, como si considerase la posibilidad de cruzarlas clandestinamente, como si su verdadera vida no estuviera allí, en su portal de escribano, sino al otro lado de las puertas del palacio real, de las ventanas con celosías desde donde dicen que miran las embozadas mujeres del harén y los eunucos de voz débil y ojos claros, los guardianes del trono, los dueños del poder. Este hombre, Muhammad ibn Abi Amir, vino hace algunos años de su lejana provincia, Algeciras, la al-Yacirat al-Jadra o Isla Verde, donde hace ya cerca de tres siglos desembarcaron los primeros invasores musulmanes. Orgullosamente puede remontar la pureza de su linaje árabe hasta aquellos tiempos heroicos, sin necesidad de pagar a uno de tantos genealogistas embusteros que son capaces de inventarle a cualquiera todo un catálogo de antepasados gloriosos. Su familia, los amiríes, tiene su origen en la misma Arabia, en las tribus nómadas y guerreras del Yemen que participaron en la fundación del Islam, y mucho antes de que el primer omeya desembarcara en las costas de al-Andalus los amiríes ya estaban enraizados aquí: uno de ellos, Abd al-Malik, combatió en el ejército de Tariq ibn Ziyad, recibiendo como botín por su coraje el señorío de un castillo y de unas tierras en la comarca de Algeciras, que tres siglos después seguían perteneciendo a la familia.
En aquellas fincas vivió Muhammad hasta los dieciséis o diecisiete años. El fundador de su familia había sido un guerrero, pero a lo largo de las generaciones sus descendientes prefirieron el ejercicio de las letras y de la judicatura al de las armas. El padre de Muhammad, por ejemplo, había sido un teólogo célebre por su erudición y su piedad, una especie de hidalgo desentendido del mantenimiento de su hacienda que no tuvo reparo en agotar las últimas rentas de aquel antiguo señorío para costearse la peregrinación a La Meca. Ya de regreso, al cabo de varios años de viaje, murió de unas fiebres en Trípoli, y su primogénito, Muhammad, que había vivido hasta entonces dedicado al estudio, decidió abandonarlo todo para probar fortuna en la capital del califato. En Córdoba se alojó en casa de unos parientes y empezó a frecuentar a los maestros que impartían sus enseñanzas en la mezquita mayor. Nos dicen que era un muchacho retraído y extraordinariamente guapo: también -aunque puede ser una mentira posterior de sus enemigos- que era un poco jorobado. Estudió teología y literatura con los mejores maestros, con Abu Alí al-Qalí, del que se decía que era el filólogo más sabio de su tiempo, y que fue preceptor de al-Hakam II. No participaba en las juergas de sus compañeros, y casi nunca probaba el alcohol, aunque no parecía que fuera particularmente devoto. Se enorgullecía de su linaje y aceptaba sin queja su estrecha vida de estudiante provinciano, pero había en él, en su austera reserva, en su codicia de aprender, un rasgo de locura: lo que importaba a otros, le era indiferente. Con insensata certidumbre aseguraba a sus amigos que llegaría a ser el hombre más poderoso de al-Andalus. Vivía en el desasosiego de los trepadores, en el desvelo de una ambición que lo enajenaba de su propia vida. Pero no parecía que se embriagara irresponsablemente de sueños. En los desvaríos de su adolescencia sacrificada y solitaria se adivinaba la frialdad de un método, el progreso oculto de un plan. En las reuniones de taberna desconcertaba a sus amigos preguntándoles qué cargo les gustaría obtener cuando él rigiera el Estado. La ironía de los otros acentuaba su rencor y su determinación de lograr lo imposible.
A los pocos años de su llegada a Córdoba era un excelente calígrafo. Alquiló un zaguán en la medina, muy cerca del alcázar -lo hipnotizaban la proximidad del poder y la visión de sus símbolos- y se dedicó a escribir cartas y solicitudes a cambio de unas pocas monedas. Su buena letra y la soltura de su prosa jurídica en seguida llamaron la atención: al poco tiempo ya era un escribiente subalterno en las oficinas del gran cadí de la ciudad, Muhammad ibn al-Salim. Pero tampoco le duró mucho ese trabajo: puede que a al-Salim lo maravillara su inteligencia, o que desconfiara de él y prefiriera apartarlo cuanto antes de su cercanía. Lo cierto es que cuando el gran visir al-Mushafí le pidió el nombre de un escribano competente para agregarlo al servicio de las oficinas del alcázar al-Salim se apresuró a recomendarle al joven Muhammad ibn Abi Amir, que apenas tenía veinticinco años. No era más que un calígrafo, pero ya había logrado cruzar las puertas de aquel palacio que desde su zaguán de la medina le pareció inaccesible. Recorrería con asombro y envidia -con la envidia abrasada de quienes piensan que el mundo les debe una restitución- los jardines con animales autómatas y las estancias inagotables de la biblioteca del califa. Desde la galería encristalada de Abd al-Rahman II miraría la ciudad y el río y la llanura de Córdoba como un reino que él estaba destinado a ganar. Con mansedumbre, con sigilo, con una atención insomne, obedecería órdenes y copiaría memoriales diciéndose que la fatalidad del tiempo obraba a su favor. Contaba con su inteligencia y con la predilección del visir, que era a su vez el favorito y casi el valido del califa al-Hakam. No era nadie todavía, nadie entre la multitud de dignatarios esclavos, de eunucos, de mercenarios, de escribanos, de poetas a sueldo, de esclavas músicas que cantaban y tañían el laúd al otro lado de cortinas translúcidas. Lo que colmaba las vidas y los deseos de otros, para él no constituía más que un preludio. Se mostraba asiduo y leal con quienes podían favorecerlo en algo. Cada gesto y cada palabra, cada sonrisa suya obedecía a un sólo propósito. Vivía en una perpetua y acechadora simulación. Amaba la filosofía y la literatura, pero procuraba ocultarlo si su interlocutor era uno de esos poderosos teólogos que despreciaban todo lo que no fuera el Corán. Con un geógrafo de la corte podía conversar sobre el Planisferio de Tolomeo: con un filólogo, sobre los méritos y la antigüedad de la poesía de los árabes. Era un letrado sedentario que nunca había ido a la guerra, pero se interesaba también por la estrategia militar y la cuantiosa administración del ejército, porque imaginaba que alguna vez le serían útiles conocimientos tan ajenos a los de su oficio. Poseía la disposición enigmática de quien se ha convertido a sí mismo en un héroe de peripecias futuras. Era el dueño único de un secreto no revelado a nadie, el centro de una conspiración invisible en la que nadie más que él participaba.
En Madinat al-Zahra, en el alcázar de Córdoba, el califa vivía entregado a sus devociones y sus libros. De gobernar diariamente se ocupaban el gran visir, los mayordomos eunucos y la concubina Subh, Aurora, que había despertado en al-Hakam una pasión tardía, no sólo por su melena rubia y sus ojos azules, sino porque le dio dos hijos varones cuando ya temía morir sin descendencia por culpa de su edad y su mala salud. El primogénito, Abd al-Rahman, murió pronto. Al poco tiempo nació el segundo, Hisham, y el califa se apresuró a nombrarlo sucesor y a asignarle rentas y posesiones. Para administrarlas hacía falta un funcionario capacitado y leal: entre los candidatos que el gran visir presentó a la madre del príncipe estaba Muhammad ibn Abi Amir, ese joven brillante y casi desconocido que apenas llevaba un año sirviendo en palacio. Cuentan que su mirada y su rostro hipnotizaban a las mujeres en la misma medida en que sobrecogían a los hombres: la rubia Subh lo eligió, y así, de pronto, a los veintiséis años, Muhammad ibn Abi Amir se convirtió en intendente de los bienes del heredero del trono. Ganaba al mes quince monedas de oro, pero ese sueldo, que envidiaría cualquiera, no era nada comparado con lo que él apetecía y con las ingentes fortunas que ahora pasaban por sus manos. Puede que no lo tentara la avaricia. Desde muy joven se había acostumbrado a la escasez, y no le importaba el dinero en sí mismo, sino por la potestad que le concedía para comprar y corromper a otros hombres. El dinero era un medio de satisfacer su única pasión, igual que los diversos simulacros de amistad, de generosidad y hasta de amor que urdía sin remordimiento para seguir trepando hacia las jerarquías del poder.
Cuando sólo llevaba siete meses como administrador de los bienes del heredero obtuvo un nuevo cargo, mucho más relevante: director de la Ceca o Casa de la Moneda, y después, en el plazo de un año, curador de las sucesiones, tesorero, cadí del distrito de Sevilla y Niebla. En cada una de esas ocupaciones desplegaba una actividad incesante y proteica, y más de una vez debió de sentir el vértigo del jugador que lo apuesta todo en golpes sucesivos de audacia. A los treinta y dos años era jefe del segundo cuerpo de la shurta , la guardia mercenaria que custodiaba al califa y mantenía el orden en las turbulentas calles de Córdoba. En aquel tiempo, en cuanto oscurecía y se despoblaban los zocos, la ciudad era más peligrosa que una selva: cualquiera que saliera de noche sería la víctima segura de ladrones homicidas que abandonaban luego los cuerpos degollados en los callejones. Desde que Muhammad ibn Abi Amir disciplinó a los soldados de la shurta , las cabezas cortadas de los rateros amanecían cada mañana en las esquinas de los zocos, y la noche de Córdoba ya no era temible: los noctámbulos y los mercaderes bendecían su nombre. A los treinta y tres años -faltaba muy poco para que muriera al-Hakam- dirigía la educación del futuro califa y controlaba los fondos secretos del ejército que combatía en el norte de África. Contaba siempre con la protección del gran visir al-Mushafí, con la lealtad de cortesanos a quienes prestaba dinero para sus fiestas ruinosas y prometía el éxito de ciertas delicadas gestiones, una palabra dicha al califa o al visir en el momento preciso, una irregularidad menor en las contabilidades del tesoro que le supondría a alguien un escondido beneficio. La corrupción de los otros era la garantía de su progreso y de su impunidad: sabía comprar la gratitud, pero prefería las lealtades nacidas del miedo y de la avaricia. Poseía la virtud infalible de la seducción: un mendigo al que arrojaba una moneda de cobre o un soldado inválido cuyas quejas se detenía a escuchar le serían tan rabiosamente fieles como un aristócrata al que había regalado un cargamento de monedas de oro para salvarlo de una quiebra escandalosa.