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Cinco siglos después, recién concluida la conquista de Granada, el cardenal Cisneros ordenó quemar públicamente en la plaza de Bib Rambla millares de libros musulmanes. Tal vez en algunos de ellos habría anotaciones marginales escritas por al-Hakam II. De los cuatrocientos mil volúmenes que poseyó, sólo uno ha llegado a nosotros: lo encontró Levi-Provençal en 1938, en una biblioteca de Fez. Borges habla de unos bárbaros que quemaban todos los libros porque temían que contuvieran insultos a su dios, que era una espada de hierro: los inquisidores españoles, cuando veían los libros escritos en árabe-«rubricados con letras coloradas y azules, con curiosas pinturas y caracteres», dice Ribera- sospechaban siempre que tratarían asuntos de perjurios y encantamientos. En un manuscrito que se conserva en la biblioteca universitaria de Valencia hay una nota en catalán que dice: «Este libro me lo encontré yo, Jaime Ferrán, en el pueblo de Laguar, después que los moriscos subieron a la sierra, y como es letra arábiga, jamás he hallado quien sepa leerlo. Tengo miedo no sea el Alcorán de Mahoma». Ribera, que es quien cuenta la historia, lo leyó: el libro que tanto miedo daba a aquel hombre era una gramática.

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