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En su templanza había un nervio de acero; en su silencio de tantos años, mientras su padre envejecía y reinaba negándose a morir, se ocultaba una solitaria voluntad de equilibrio, una tranquila aversión hacia el espectáculo y la ebriedad del poder. Cuando él lo tuvo en sus manos ya era demasiado tarde para que lo envenenara la soberbia. Después de pasarse media vida esperando, se había acostumbrado a la penumbra del segundo término, y no ignoraba, porque su salud era débil, que el trono sería para él una experiencia no muy larga. Murió de hemiplejia el año 976. Desde el 970 había estado en paz con los reinos cristianos. Así pudo dedicarse sin contratiempo a lo que más amaba, a administrar su país y su biblioteca. En una carta testamentaria a su hijo Hisham escribió: «No hagas la guerra sin necesidad. Mantén la paz, por tu bienestar y el de tu pueblo. Nunca saques la espada salvo contra los que cometen injusticias. ¿Qué placer hay en invadir y en destruir naciones, y en llevar el pillaje y la destrucción hasta los confines de la tierra? No te dejes deslumbrar por la vanidad: que tu justicia sea siempre como un lago en calma».

Añadió a la mezquita sus naves más resplandecientes. A costa de su propio tesoro -había heredado de su padre una fortuna calculada en veinte millones de monedas de oro, lo que lo hacía uno de los dos o tres monarcas más ricos del mundo- mandó reparar mezquitas y hospederías públicas, construir fuentes y caminos y levantar acueductos y puentes por toda la anchura de al-Andalus: «El califa convirtió espadas y lanzas en azadones y rejas de arado, y a los inquietos guerreros en labradores pacíficos» -dice una crónica-: «los más eminentes militares se enorgullecían ahora de cultivar sus huertos con sus propias manos; los magistrados y teólogos pasaban sus horas de indolencia bajo la sombra de las parras». Fundó veinticinco escuelas públicas en Córdoba. Dispuso que a los pobres se les suministraran gratuitamente las medicinas en la farmacia del alcázar. Favoreció a los mayores sabios de su tiempo: a Hasday ibn Shaprut, al filólogo al-Zubaydí, autor de una puntillosa monografía Sobre el habla de las gentes vulgares , al cirujano Abulcasis, cuyo tratado de cirugía, traducido al latín, se extendería durante siglos por las escuelas de Europa, al matemático y alquimista Maslama al-Majrití, que es el primer madrileño célebre del que hay noticia y que escribió un tratado de aritmética y un manual para la fabricación de astrolabios y tradujo por primera vez al árabe el Planisferio de Tolomeo, aparte de vaticinar, con treinta años de anticipación, el principio de la guerra civil y la ruina del Califato.

El sobrenombre que adoptó al-Hakam cuando subió al trono, al-Mustansir billah , significa «el que busca la ayuda victoriosa de Dios». Levi-Provençal lo llama «sabio impecable, mecenas fastuoso, amigo de las letras y de las artes». En Damasco, en El Cairo, en Constantinopla, hombres enviados por él indagaban en las bibliotecas y pujaban en los mercados de libros para obtener aquellos que no se encontraban en Córdoba. En Bagdad tenía un delegado permanente, un escribano llamado Muhammad ibn Tarjan, cuyo único oficio era copiar para él cualquier libro recién publicado. Pero su impaciencia era tanta que algunas veces no esperaba la aparición de un libro para apresurarse a comprarlo: en cuanto supo que el erudito Abul Farach al-Isfahaní, que vivía en Mesopotamia, acababa de concluir una vasta recopilación de la poesía y la música de los árabes -el Kitab al-Algani o Libro de Canciones-, le mandó a un mensajero con una bolsa de mil dinares para conseguir la primera copia del libro antes de que lo hubiera leído nadie en Oriente. No había ningún saber que no le importara: para al-Hakam, para cualquier hombre culto de su tiempo, no había fronteras entre las ciencias, sino una rigurosa jerarquía, presidida por la religión, dentro de la cual todos los saberes se enlazaban entre sí como los dibujos abstractos de las decoraciones vegetales. La escritura, la lectura, la lexicografía y la gramática son las ciencias sobre las que se fundamentan las demás, pues permiten el aprendizaje no sólo de las cosas de este mundo, sino también de las que conducen a la salvación eterna. Tras ellas vienen las ciencias de los números y de la astronomía, con el estudio de los eclipses, de la anchura y longitud del mundo, de la duración de los días y de las noches y la sucesión de las estaciones, lo cual permite fijar las fiestas canónicas y el orden de los trabajos agrícolas. La medicina descubre los vínculos entre la salud del cuerpo y la del alma: el estudio de la lógica lleva al conocimiento de la verdad y de la mentira, de las especies y partes de la naturaleza y de los elementos que la constituyen, revelando el plan de la creación divina. Pero la ciencia más valiosa de todas es la teología, porque las otras tratan de nuestra pasajera vida en el mundo, y sólo ella nos es útil aun después de la muerte y en la eternidad.

Detrás de los muros del alcázar de Córdoba, la biblioteca de al-Hakam II contenía un resumen abrumador del Universo. En las páginas de cada uno de los libros cuyo recuerdo ha llegado a nosotros latía una minuciosa voluntad de contarlo y entenderlo todo. El año 961, recién llegado al trono, al-Hakam recibió un presente ofrecido por el obispo Recemundo o Rabí, aquel que había sido embajador del difunto Abd al-Rahman III. Se trataba, desde luego, de un libro, porque los cortesanos sabían que ningún otro regalo podría ser más grato al nuevo califa: el Calendario de Córdoba , cuyo manuscrito, perdido durante siglos, fue encontrado hacia 1860 por Reinhart Dozy en la Biblioteca Nacional de París. Basta la lectura de su primera página para comprender, con un poco de nostalgia y de envidia, que hubo un tiempo en que la ciencia y la poesía se aliaban en una misma pasión por el conocimiento: «… he aquí un libro destinado a recordar los períodos y las estaciones del año, el número de los meses y de los días que cada uno cuenta, el curso del sol a través de los signos del zodíaco y de las mansiones, los puntos extremos en que se levanta, la medida de su declinación y de su elevación, el tamaño variable de las sombras que hace proyectarse en el momento de su paso por el mediodía, el regreso periódico de las estaciones, la sucesión de los días con el aumento y la mengua de su duración, la estación fría y la cálida y aquellas, templadas e intermedias, que las separan, la fijación de la fecha del comienzo de cada estación, el número de los días que contiene según la doctrina de los astrónomos que se ocupan de calcular la posición y el movimiento de los cuerpos celestes, y según la de los médicos antiguos que determinaron las estaciones y las naturalezas que se relacionan con ellas, pues en la división del año, aparecen entre las categorías de sabios divergencias que serán mencionadas en su lugar, si Dios lo quiere…».

La administración de la gran biblioteca no era menos complicada que la de un reino. La dirigía el eunuco Tarid, que tenía como secretaria a la poetisa Lubna, célebre por su belleza y por su erudición, y los jefes de sus encuadernadores y copistas eran Abul Fadal el siciliano y el calígrafo Zafr al-Bagdadí, que había venido de Oriente por invitación expresa de al-Hakam, trayendo consigo un valioso cargamento de papel de Samarcanda y de cálamos de las marismas del Tigris. Dice Ibn Hazm que el catálogo de aquella biblioteca llenaba cuarenta y cuatro cuadernos de cincuenta folios cada uno. Casi ningún rey del mundo poseía tantas monedas de oro como al-Hakam: ningún otro pudo enorgullecerse de poseer cuatrocientos mil libros. Su número aumentaba a tal velocidad que no bastaban las habitaciones del palacio para contenerlos. Llenaban hasta el techo las paredes de las habitaciones y de los corredores, y cuando ya no había sitio donde guardarlos se amontonaban en el suelo. Cuando se decidió cambiar de sitio la biblioteca duró seis meses la mudanza. No sólo era un coleccionista maniático: también un lector escrupuloso y voraz. Según iba leyendo anotaba sus reflexiones en los márgenes, y consignaba siempre la fecha en que concluyó la lectura y el nombre y la patria del autor de cada volumen. Recibía en los salones dorados de Madinat al-Zahra a embajadores de reinos lejanos que se humillaban a sus pies y gobernaba ejércitos y escuadras de navíos de guerra, pero al final de las interminables ceremonias, cuando el último de los poetas cortesanos acababa de recitar ante él sus versos adulatorios, prefería regresar, ya de noche, al interior de las murallas de Córdoba, a las estancias del alcázar donde estaban sus libros y donde los copistas seguían trabajando a la luz de los candiles de aceite. Contaba los lomos alineados, los rollos de papiro traídos de Alejandría, lo embriagaban tenuemente los olores dispares del pergamino y del papel, de la tinta fresca, del polvo, del aceite quemado. El ruido de los cálamos deslizándose sobre las hojas pulidas con un huevo de cristal era tan incesante y monótono como el de la lluvia en una tarde de invierno: lo alarmaba el rumor de una carcoma invisible, el de las uñas de un ratón moviéndose en las sombras donde no penetraba el brillo de las velas. Tenía miedo del fuego y de la sinrazón que exterminan los libros. Examinaba la irreprochable caligrafía de una página y encontraba en ella la misma hermosura que testimonia en la naturaleza la huella de un designio divino.

Como Ibn Rabbihi, cuya enciclopedia sin duda guardaba en su biblioteca, al-Hakam habría querido saberlo todo y poseer y leer todos los libros. Su reino se extendía desde las estepas despobladas del Duero hasta el norte de África, pero tal vez toda esa dilatada geografía le era más desconocida y ajena que su otro dominio, el imperio silencioso y dócil de las palabras escritas. Su devoción sin fanatismo le acentuaba el deseo de saber: una tradición profética dice que nadie es más importante para Dios que un hombre que aprendió una ciencia y la enseñó a las gentes. «Un musulmán no puede regalar a su hermano nada mejor que una palabra de sabiduría. Si Dios te conduce hacia un solo hombre sabio es mejor para ti que la posesión del mundo y de todo lo que contiene».

Pero el destino de la biblioteca de al-Hakam, y el de casi todas las de Córdoba fue tan cruel como el del palacio imaginado y construido por su padre. Algunos años después de la muerte del califa, el primer ministro al-Mansur, para congraciarse con el peligroso fanatismo de los alfaquíes, ordenó que la biblioteca fuera expurgada de todos los libros sospechosos de herejía. Miles de volúmenes fueron arrojados a los patios del alcázar y ardieron en hogueras que el mismo al-Mansur ayudaba a atizar. El fuego ya nunca se detuvo: durante la guerra civil en la que se hundió el Califato, a principios del segundo milenio, el alcázar fue saqueado, y los libros que no ardieron entonces acabaron malvendidos por los zocos a precios de papel viejo o se dispersaron sin remedio por las ciudades de al-Andalus y los países del Islam. Del edificio donde había atesorado sus libros el cadí Ibn Futais no quedaba nada a los pocos años de su muerte. Sus herederos, arruinados por los saqueos y motines de la guerra civil, subastaron aquella biblioteca que había sido la segunda de Córdoba, obteniendo un beneficio de cuarenta mil monedas de oro.

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