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Cerca de la puerta de los Perfumistas, en Córdoba, había un barrio entero ocupado por los artesanos que elaboraban pergaminos, el rabad al-raqqaquin , y dice un poeta que el oficio de pergaminero era particularmente penoso, tan duro como el de los curtidores. Los mejores pergaminos, los de superficie más lisa, blanca y flexible, eran los elaborados con piel de ternera. Desde fines del siglo X este arte fue decayendo poco a poco, a medida que se generalizaba, el uso del papel, que tal vez llegó a al-Andalus durante el reinado de Abd al-Rahman III, traído por los mercaderes desde Bagdad y Damasco. Inventada en China, según dicen, por el mandarín Ts´ai Lun, a principios del siglo II, la fórmula del papel se mantuvo en secreto durante seiscientos años, y se trasmitió al Islam por un azar de la guerra: el año 751, durante una incursión militar al otro lado de las fronteras de la China, dos artesanos expertos en la fabricación de papel fueron apresados por los musulmanes. En Samarcanda los obligaron a practicar su misterioso oficio, y, lentamente, aquella materia, tan exótica y casi tan tenue como la seda, se extendió hacia Occidente. Se usaban como materia prima los trapos de lino y de cáñamo. El papel era más barato que el pergamino y el papiro, y también más liviano y manejable. Los primeros hombres que lo tocaron con sus dedos en Córdoba tal vez sintieron el mismo íntimo asombro que los que un siglo antes percibieron la suavidad y la ingravidez de la seda. Como los colores de los vestidos, los del papel explicaban siempre valores simbólicos: en Egipto, las órdenes de decapitación se escribían sobre papel azul, porque éste era allí el color del luto. El rojo y el rosa eran los colores de la felicidad y del poder: sólo los más altos dignatarios podían escribirle al califa sobre papel rojo o rosa, colores que también aludían a la piedad, por lo que era lícito usarlos en las peticiones de justicia. El amarillo se consideraba particularmente distinguido: las mujeres más cultivadas y elegantes teñían de azafrán el papel de sus cartas. El acto de escribir era la culminación de un ceremonioso preludio: sobre una plancha de madera de castaño y muy lisa se extendía el papel, que se frotaba luego con un huevo de cristal de media libra de peso hasta quedar tan brillante y escurridizo como una superficie de vidrio. La hoja se pautaba con un hilo de seda y una regla. Cuando el cálamo trazaba la primera letra en el ángulo superior derecho, en el vacío blanco y brillante, el calígrafo se acordaba reverencialmente de la primera palabra que pronunció Dios en la gran nada anterior al mundo. En un poema didáctico escrito por Abul Hasan Alí al-Bagdadí, las normas del aprendizaje de la escritura nos recuerdan las de los ejercicios de ascetismo con que el alquimista depura su alma: «Oh tú que deseas poseer en su perfección el arte de escribir. Si tu intención es sincera, ampárate en tu Señor a fin de que te facilite el éxito buscado. Escoge en primer lugar las cañas bien derechas, duras y apropiadas para producir una buena letra. Considera sus dos extremidades, y escoge para el corte el extremo más delgado y más tenue. Aplica a dicho corte toda tu atención, porque de él dependerá la belleza de los caracteres. Usa luego en tu escritura el negro de humo, que tú mismo prepararás con vinagre o agraz. Agrégale ocre rojo, que haya sido batido y mezclado con oropimente y alcanfor. Cuando esa mezcla haya fermentado, toma un papel blanco y alísalo. Luego, después de cortado, somételo a la acción de la prensa a fin de que no quede arrugado ni ajado. En seguida ocúpate sin interrupción y con paciencia de copiar los modelos: la paciencia es el mejor medio de alcanzar el fin a que se aspira. No te ruborices de lo feo de los caracteres que haces al principio. La tarea es difícil, más ya se hará cómoda: ¡cuántas veces no vemos la facilidad suceder al obstáculo! Una vez que hayas obtenido el objeto de tu esperanza, experimentarás sumo júbilo y placer. Entonces agradecerás a tu Señor y te harás digno de su benevolencia».

El papel, la seda, la sabiduría, los libros, llegaban siempre de Oriente, de la casi infinita Bagdad, de donde había venido en tiempos de Abd al-Rahman II el músico Zyryab, de Bizancio, cuyos emperadores enviaban a los emires de Córdoba quintales de piedras de mosaicos y libros más valiosos y únicos que la gran perla al-Jatima. Al mismo tiempo que el manuscrito de la Materia médica de Dioscórides, llegó a la corte de Madinat al-Zahra un monje griego y políglota que se llamaba Nicolás y que había sido enviado por Constantino VII Porfirogéneta para dirigir la traducción al árabe del libro. Traía con él a un ayudante, Apolodoro de Salónica, que era un judío helenizado, aunque muy experto en las oscuridades de la cábala y posiblemente de la alquimia. Este Apolodoro, que en los años que duró la traducción del Dioscórides se hizo muy amigo de Hasday ibn Shaprut, acabó ocupando una posición relevante en la Judería de Córdoba, y trajo a ella noticias de un reino al oriente de Bizancio, el país de Khadar, del que contaba que era el único en el mundo gobernado y habitado únicamente por judíos. Es posible que el reino de Khadar no existiera: Hasday ibn Shaprut escribió cartas a las comunidades hebreas del mar Negro y envió mensajeros en busca de noticias fidedignas sobre aquel país, y hasta el final de su vida alimentó el sueño de viajar alguna vez a él. En cuanto a Apolodoro, parece que renunció a volver a Bizancio cuando quedó concluida la traducción de la Materia médica , y que se quedó en Córdoba cada vez más recluido y apartado de todo, consagrándose a la fracasada creación de un homúnculo según un procedimiento, también practicado por algunos médicos musulmanes, que consistía en guardar en un frasco de vidrio una gota de semen humano a la que se añadían ciertas sustancias a medida que avanzaba su putrefacción.

De Oriente procedía todo: de allí habían venido los árabes para establecerse en al-Andalus y siguieron viniendo hasta el final del califato sabios acogidos hospitalariamente en Córdoba para que enseñaran aquí sus disciplinas, como el poeta, lexicógrafo y gramático Abu Alí al-Qali, que había nacido en la remota Armenia y tuvo que abandonar Bagdad al cabo de veinticinco años de magisterio para no morirse de hambre, y al que Abd al-Rahman III, que lo nombró preceptor del futuro califa al-Hakam, le ofreció una casa y un salario tan espléndidos como los que había recibido Ziryab cien años antes. De Bagdad vino también el poeta al-Muhannad y de Qayrawan el erudito al-Jushaní, que escribiría una copiosa historia de los jueces de Córdoba. Hacia el Oriente los caminos eran ilimitados para los viajeros: por el occidente al-Andalus lindaba con el final de la Tierra, con el temible océano más allá del cual no había nada más que unas islas -las Canarias- a las que según los geógrafos sólo podía llegarse por casualidad, cuando una tormenta arrojaba a ellas a un navío perdido.

De Occidente, del mar de las Tinieblas, venían de vez en cuando unos salvajes piratas de pelo rubio y ojos azules -los árabes los llamaban Machus o magos- que asolaban las ciudades costeras e incluso se atrevían a remontar el Guadalquivir hasta Sevilla en sus ligeros barcos de remos que tenían en la proa figuras de animales fantásticos. Hacia el norte estaban las tierras de los rum , los cristianos, los politeístas, «pueblos a los que Dios ha dado un espíritu anárquico y tozudo y les ha concedido el amor al desorden y a la violencia», dice con desdén el historiador Ibn Said.

El viaje a Oriente conducía a La Meca y a las ciudades del saber. En un lugar de Oriente había creado Dios al hombre y establecido el Paraíso Terrenal, que según dice san Isidoro de Sevilla todavía permanece inalterable y vacío, defendido por espadas de fuego. En las regiones orientales del mundo vivieron los profetas y se inventaron todas las artes, desde la escritura y la aritmética hasta la astrología y la interpretación de los sueños, que gozaban de un firme prestigio en al-Andalus, donde hubo siempre excelentes adivinos: uno que se llamaba al-Dabbi le predijo al emir Hisham I que su reinado duraría exactamente siete años, y el poeta al-Gazal pronosticó en verso y con un año de antelación la caída en desgracia y la muerte por envenenamiento del eunuco Nasr, primer ministro de Abd al-Rahman II. Adivinar el porvenir mediante la interpretación de los sueños era una práctica lícita, porque, según la Biblia y el Corán, la había practicado José ante el faraón. Sabemos que en vísperas de una campaña contra el reino de León al-Mansur o Almanzor había soñado que un hombre le ofrecía espárragos y que él se apresuraba a comerlos. Al despertar consultó con su astrólogo, que al oír el relato del sueño le respondió sin vacilar: «Ve contra la ciudad de León. Te apoderarás de ella». Almanzor le preguntó cómo lo había sabido. «Los espárragos en Oriente se llaman al-halyun -dijo el astrólogo- y el ángel del sueño te ha dicho: Ha Lyun , “aquí tienes León”».

A pesar de su orgullo de vivir en un país próspero y privilegiado, los andalusíes sospechaban melancólicamente que estaban confinados en un extremo del mundo, en la frontera misma de la oscuridad y la barbarie. Abd al-Rahman I habría querido volver a sus jardines de Damasco. Hasday ibn Shaprut se pasó la vida imaginando que emprendía el viaje hacia el reino de Khadar. Un rey o un hombre poderoso podían viajar a Oriente por delegación, y pagaban a otros para que peregrinaran en su nombre a La Meca, cumpliendo así el mandamiento coránico sin moverse de Córdoba, sin soportar la incertidumbre de los caminos y del mar, la travesía de los desiertos del Magrib y de Libia, el miedo a los bandidos y a las tormentas de polvo. El sedentario califa al-Hakam, que se pasaba la vida en las estancias de Madinat al-Zahra y en su biblioteca del alcázar de Córdoba, ordenaba a otros que viajaran y que le trajeran libros de Bagdad y de El Cairo y le contaran lo que habían visto durante sus peregrinaciones, lo que él mismo imaginaba leyendo los relatos escritos por viajeros orientales.

Al-Hakam al-Mustansir billah, hijo de Abd al-Rahman al-Nasir y segundo califa de al-Andalus, es para nosotros el señor de los libros. Fue el más culto de los omeyas andaluces y seguramente el menos cruel, tal vez el único de ellos que nunca se complació en la violencia y en la sangre. Tenía cuarenta y seis años cuando subió al trono. Irónicamente, su padre, al-Nasir, con frecuencia le pedía disculpas por vivir tanto. Había madurado y casi envejecido a su sombra, presenciando desde una cercanía escéptica su poder y su ira. Desde muy joven supo que sería el sucesor del califa, y aguardó con paciencia, ocupándose de tareas laterales y oscuras, de los trabajos en Madinat al-Zahra, de la biblioteca y los jardines. Desde su infancia se había educado con los mejores sabios de Córdoba. Cuando era joven vio morir decapitado en el salón del trono a su hermano Abd Allah, que había conspirado para arrebatarle la primacía en la sucesión. Seguramente apartó los ojos cuando vio descender la cuchilla del verdugo, y si pensó algo, si aprobó la cruenta decisión de su padre o renegó de ella, se mantuvo en silencio, limitándose a heredar los libros de su hermano muerto, que era, como él, un reputado bibliófilo. Durante su reinado, que duró sólo quince años, defendió enérgicamente con las armas la primacía de al-Andalus sobre los cristianos del norte, pero a diferencia de al-Nasir desconoció el placer de las expediciones militares. «Aunque no era amante de la guerra y la hizo contra su voluntad -escribe Dozy-, la hizo tan bien que obligó a sus enemigos a pedir la paz».

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