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Empezamos a conocer una ciudad cuando la vivimos como un hábito, no del tedio, sino de la pasión. Cada mañana, cada uno de los días de mi breve viaje, yo buscaba a Córdoba en Córdoba y me habituaba al deslumbramiento y a la quieta aventura de encontrar lo inesperado y lo desconocido al mismo tiempo que lo presentía. Era como si la ciudad fuese creciendo ante mí y se multiplicara ante mis pasos. Córdoba, ciudad de tránsito para el nomadismo de autocar, sólo entreabre parcialmente su absoluta belleza a quien la recorre sin apuro, a quien descubre en cada calle la tapia hermética de un convento o las columnas de la fachada de un gran palacio abandonado, o un patio que exhala una frescura de pozo bajo el agobio del calor, o una plaza sin nadie donde hay estatuas romanas sin cabeza y columnas taladas como anchos troncos de árboles. Córdoba es el descubrimiento de perspectivas de arcos que llevan los unos hacia los otros como el azar de los dados en el juego de la oca, la fogarada inmóvil de una luz de desierto y la sabiduría de una penumbra calculada y modelada hasta el límite. Tabernas umbrías, con aliento a sótano y a madera empapada de vino, jardines donde se escucha un caudal de agua invisible. En cierto modo, ésa es la dualidad de la mezquita: la sombra de las naves y la claridad del patio, la selva aritmética de las columnas y la arquitectura vegetal de los naranjos y las palmeras.

A las diez de la mañana se abrían al turismo las grandes puertas herradas de la mezquita. Pero dos horas antes, a las ocho y media, comenzaban las piadosas tareas de los canónigos en el recinto de la catedral, y entonces uno, polizón solitario, disponía de todo el espacio no pisado por nadie en el que resonaban las notas del órgano y las salmodias litúrgicas. Todo quedaba muy lejos, y el tiempo presente se confundía poco a poco con la pausada duración mineral de aquel otro tiempo que yo había ido a buscar a Córdoba. Friedrich von Schack, que anduvo por estas mismas naves hace más de un siglo, escribió que quien penetra en ellas tiene la sensación de internarse en la oscuridad de una selva sagrada. Yo caminaba sin descanso viendo desplegarse ante mí las perspectivas móviles de las columnas y las floraciones blancas y rojas de los arcos y me parecía que Baudelaire estaba aludiendo a la mezquita cuando escribía que la naturaleza es un templo de vivientes pilares. Caminaba a través del bosque de los símbolos y oía el murmullo de mis pasos como una voz familiar. Y la mezquita, como una selva sagrada, tampoco tenía senderos precisos ni dirección obligatoria. Cualquier lugar era su centro, desde cualquier columna junto a la que me detuviera se multiplicaban las otras en una sucesión infinita. Y la luz, al afianzarse el día, modificaba tenuemente el espacio, lo ensombrecía y lo agrandaba a un ritmo a la vez imperceptible e incesante, como el que rige el crecimiento de las hojas de un árbol.

Pensaba en las alineadas multitudes que humillarían las cabezas contra el suelo y las levantarían luego en un solo gesto unánime cuando este lugar era un santuario islámico. Al fondo, junto a los arcos de oro del mirhab, se alzaría el gran estrado de madera tallada desde donde el emir de los creyentes asistía a la oración. Y me acordaba de pronto, como si me despertara, del propósito que me condujo allí, el de escribir un libro sobre aquellos hombres que habían muerto tantos siglos atrás y que ya eran tan imaginarios como los que pueblan las novelas. Inventar un personaje, dotarlo de nombre y de rostro, rodearlo de una casa y de una ciudad para que se mueva por ellas como el Golem que modeló en arcilla el rabino de Praga -con la modesta finalidad de tener una ayuda en las tareas domésticas- no difiere gran cosa de contar la vida de alguien que dejó de existir hace mil años. La teología, dice Borges, es una rama de la literatura fantástica. ¿No es la Historia una rama de la novela, una ficción de sombras nacida de las ruinas y los libros, un rumor de escrituras y de voces del pasado, de indicios dudosos, de mentiras que los siglos han vuelto verdad y de verdades tan inaccesibles como las estatuas ocultas a muchos metros bajo tierra? Apenas sabemos nada sobre las personas que tratan diariamente con nosotros. Espiamos señales y gestos, queremos dilucidar el pensamiento tras las palabras, pero la verdadera identidad de quienes más nos importan permanece siempre escondida. Inventamos creyendo averiguar. Sin darse cuenta, el historiador también construye una invención, usando, como el novelista, materiales y fragmentos dispersos de la realidad, edificando con ellos un libro igual que los arquitectos musulmanes edificaron la mezquita aprovechando sin el menor apuro columnas de palacios y de templos romanos, igual que un poco tiempo después los saqueadores de Madinat al-Zahra se llevaron sus columnas para sostener con ellas otros arcos en los patios de la ciudad.

En un relato perfecto, aunque no muy celebrado, La busca de Averroes , Borges da noticia de un estupor semejante: escribe sobre un hombre que existió, que vivió en Córdoba y escribió libros de sabiduría perdurable, pero comprende que su tarea es imposible, porque ese hombre, Averroes, le será siempre extraño y remoto, un fantasma sin más sustancia que su nombre y las pocas fechas y datos de su biografía que han llegado a nosotros. En el manuscrito de la Poética de Aristóteles, nos dice Renan, Averroes encontró dos palabras que no supo traducir: tragedia y comedia . Lo más evidente es también muchas veces lo más indescifrable, y los mayores misterios no nos aguardan en la oscuridad, sino en la plenitud de lo visible, en el espacio vacío de la mezquita de Córdoba, en los pormenores que yo iba descubriendo conforme la mirada se habituaba a la penumbra, cuando advertía que ninguna columna es exactamente igual a otra, cuando rozaba con los dedos las incisiones en el mármol y veía que sus tonalidades cambiaban del gris al violeta, al azul oscuro, a un granate apagado. Según Borges -su presencia, mientras estuve en Córdoba, era tan asidua como la de Walter Benjamin-, una veta de una columna de la mezquita es un zahir, uno de esos objetos o matices de la realidad que tienen la virtud maléfica de no ser olvidados y de apoderarse poco a poco y sin remedio de la memoria entera de quien los ha mirado una sola vez. Días más tarde, cuando me fui de la ciudad y empecé a buscar su historia en los libros, pensé que tal vez Córdoba es en sí misma un zahir, y también un aleph, porque hay lugares en ella que parecen contener, escondida e intacta, la integridad del Universo. El califa al-Mamun, cuando fundó Bagdad, quiso que su mismo trazado fuera una alegoría y un resumen del mundo. Por eso sus arquitectos la hicieron de forma circular y abrieron cuatro puertas en sus muros, señalando cada uno de los puntos cardinales, y situaron en el centro el palacio del califa. También Córdoba se nos aparece como una alegoría, si bien nos damos cuenta de que no sabremos nunca desvelar el significado oculto de su belleza ni ahondar en el limo de devastaciones sucesivas y prodigios levantados sobre escombros del que se ha nutrido hasta hoy su perduración. Córdoba es un pergamino rasgado y pulido muchas veces que revela al calor del fuego una escritura invisible, pero las palabras que descubrimos en él pertenecen a un idioma desconocido. En Córdoba nos sobrecogen con igual intensidad el esplendor y la destrucción, y un patio abandonado no es menos noble que esa especie de obelisco barroco sobre el que se yergue, frente al río, la estatua del arcángel San Rafael.

Las únicas ruinas tristes de Córdoba son las actuales: esos ingentes caserones de los que sólo las fachadas quedan en pie, con las ventanas tapadas con ladrillos o con tablones mal clavados a los alféizares, con decrépitos andamios que no parecen haber sido instalados para la reconstrucción, sino para acelerar la caída. Pero las ruinas arcaicas, las de los tiempos de Roma o del califato, poseen una vida y una presencia imperiosas, como si continuaran afirmando, a pesar del desastre, el orgullo de los hombres que edificaron una ciudad tan inmutable y versátil como la corriente del río junto al que nació. Córdoba sobrevive a sus devastadores convirtiendo a las ruinas en símbolos de dolor y ofrece la gloria más alta a los vencidos: cayeron los palacios y los alminares, pero el aire de la noche sigue oliendo al azahar de los naranjos que trajeron los árabes, y sobre los tejados se levantan todavía las copas de las palmeras, descendientes de aquellas que hizo crecer Abd al-Rahman I en los jardines de su destierro. La catedral, esa torpe maquinaria insolente de la que dice Titus Burkhardt que es como una gran araña agazapada sobre las columnas de la mezquita, fue construida sobre ella para declarar la victoria de la Iglesia católica sobre el Islam, pero esa intrusa cercanía manifiesta, por comparación, la infinita superioridad del edificio vulnerado, la transparencia misteriosa de su geometría. La catedral es un prolijo establecimiento religioso: la mezquita es un espacio sagrado.

Dicen que sus primeros arquitectos, al trazar los arcos que se abren hacia el techo, quisieron sugerir una forma como de bosque de palmeras, y que el patio, aislado de la ciudad tras los muros, con sus fuentes de agua limpia para las abluciones y sus rumorosos árboles, es una metáfora del Paraíso: «Quienes sean piadosos tendrán junto a su Señor jardines en que corren los ríos», promete el Corán. Y aunque no haya leído estas cosas en los libros, uno siente, al llegar al patio de la mezquita, que ha alcanzado un modesto edén, y no precisa una lección de teología para agradecer el agua que le limpia la cara y las manos y le sacia la sed y las sombras de los naranjos. Uno anda por allí, aturdido al principio a causa de la luz, como si todavía caminara por el interior de las naves, porque es cierto que su multiplicación se parece a la de los árboles, se acerca al estanque para beber un poco de agua, se sienta luego bajo las arcadas para fumar un cigarrillo o leer el periódico, apoyando la nuca y la espalda en la pared, cansado, feliz, deleitándose en la pereza. Al otro lado de los muros se oía la ciudad, pero todavía no era tiempo de volver a ella, aunque el patio ya hubiera sido tomado por escuadrones de japoneses y de alumnas de colegios de monjas, hirsutas damas de falda gris y calzado ortopédico que algunas veces usaban terminantes silbatos para disciplinar a sus pupilas. En el patio de la mezquita, donde leía todas las mañanas un libro de Walter Benjamin -Calle de dirección única -, me gustaba percibir como una costumbre íntima el tiempo y los sonidos de Córdoba para nutrirme de ellos en ese viaje al pasado que aún no había emprendido. Para mirar el paisaje de la ciudad e imaginarme cómo era hace mil años subía al campanario. En las paredes pueden verse incrustados algunos arcos del antiguo alminar. La primera vez me detuvo en mi ascenso una puerta cerrada sobre la que había un pequeño cartel escrito muy torpemente con bolígrafo: «Para subir llamar a la puerta. Entrada 10 ptas». Todo tenía tal aire de abandono el papel, una hoja cuadriculada de bloc, estaba amarillento que supuse que esa puerta llevaba años cerrada. Pero cuando llamé, previendo que nadie me respondería, una mujer abrió. Tenía el pelo blanco y vestía una bata de casa más bien desaliñada. En su presencia, en los muebles del pequeño cuarto de estar al que daba directamente la escalera, había algo de anacrónico, como si esa mujer habitara allí desde hacía tanto tiempo que ya nadie se acordara de ella ni del motivo inexplicable por el que se le concedió ese lugar para vivir. Cruzar su menesteroso comedor para seguir subiendo hacia el campanario costaba, efectivamente, diez pesetas, y cuando uno le pagaba -venciendo la incómoda sensación de estafar a una anciana- ella guardaba las monedas en un bolsillo de la bata y cerraba otra vez la puerta. (Más tarde, cuando bajé, vi aquel comedor con muebles tapizados de skay y estampas en las paredes invadido por una populosa expedición de orientales con pantalón corto y cámaras fotográficas. Braceando entre ellos para encontrar la salida, me acordé de esa película de Buñuel en la que lentos carros de bueyes transitan por un salón aristocrático y una vaca rumia tendida bajo el dosel de una cama Luis XV).

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